16

Tres mil pavos… Bien, bastante para empezar a buscar a Greenleaf. Durante los días y las noches que duró mi recuperación, no pensé en otra cosa. Me pasaba el tiempo tumbado en la cama de mi habitación, tratando de imaginarme su rostro. Nunca lo conseguí, ni siquiera lo imaginé. Siempre veía su figura… el cuerpo de un hombre con el rostro en blanco. Me recordaba a las muñecas de papel recortable, que llevan vestidos, y tienen manos y pies…, pero no cara. Los vestiditos de papel se colocan en otra figura con cara, y el juguete queda completo.

Sólo había una persona que hubiese conocido a Greenleaf, a mi entender; ésta era Will Shaw, y el viejo había fallecido. Sólo una persona que yo había conocido, hubiese podido reconocer al menos su voz: Tally. Y había muerto.

Tendido en cama, iba viendo cómo la habitación se oscurecía. Abajo, las luces de la ciudad se encaramaban por el costado del edificio, hasta el alféizar de la ventana, abriéndose paso lentamente por las Paredes. Estaba tendido de espaldas, estudiando las sombras que jugueteaban en el techo, quedando en tinieblas el resto del cuarto. Mi mente trataba de descubrir la identidad de Greenleaf, reuniendo lo poco que sabía de él. Al principio, no me concentraba mucho, pues mi cerebro se fatigaba y abandonaba el estudio. Sólo acertaba a pensar: «Greenleaf… Greenleaf…» una y otra vez. Claro que esto no significaba mucho, porque el mundo carecía de sustancia. Lo mismo podía haber murmurado: «Atlántico… Atlántico…» o «Pacífico… Pacífico…».

De repente algo se asentó en mi mente, y durante unos minutos logré concentrarme con claridad. La bola de odio rondaría por mi estómago hasta que no pudiese soportarla. Tenía que dejar de beber, por lo que entré en el cuarto de baño, llené un vaso de agua y lo fui bebiendo mientras fumaba un cigarrillo. En la oscuridad, el cigarrillo perdía el gusto y sólo su extremo encendido me decía que seguía consumiéndose. El ojo resplandeciente del cigarrillo se hermanaba con mi odio.

Al correr de los días, de las semanas, algunas cosas comenzaron a encajar. No al momento, sino despacio. Naturalmente, Greenleaf no era su verdadero nombre, sino un apodo. Y un apodo, por desgracia, que había tomado para relacionarse con el viejo. Greenleaf era un estafador… lo más selecto del mundo criminal. Era más hábil, más inteligente que el criminal medio. Greenleaf era un nombre nuevo, que no tenía absolutamente ninguna ficha o expediente policíaco.

Segundo, era altamente cruel… un asesino oportunista más que un criminal premeditado. Posiblemente, no le gustaba matar; lo cual podía explicar que hubiese elegido aquella caída como por accidente… y no mediante un arma. Naturalmente, esto era una mera conjetura.

Finalmente, sabía que Greenleaf operaba solo. Casi todos los estafadores trabajaban solos, salvo cuando necesitaban un cómplice para solucionar una determinada situación. A veces, se juntan media docena o una, para planear una gran estafa; mas ésta es la excepción. Con el viejo y confiado Will Shaw, no necesitaba ayuda.

Indudablemente, tenía un cómplice… un impresor. Tenía que ser un impresor, y de categoría, para imprimir las planchas del viejo. Esto, no obstante, no era raro. Todos los estafadores poseen alguna conexión con un impresor; necesitan un impresor que haga los encabezamientos de las cartas, de las facturas, de los bonos falsos, de todos los documentos de que se sirven. De modo que Greenleaf tenía un impresor… alguien que podía imprimir adecuadamente los billetes de cinco, diez y veinte dólares.

Había otro extremo difícil de determinar: ¿pasaba el propio Greenleaf los billetes por sí mismo, o los daba a terceros? Un comprador al por mayor de billetes falsos, los adquiere a diez centavos el dólar; y vuelve a venderlos a otras personas, las cuales, a su vez, los cambian por dinero, o compran objetos, y se quedan con la diferencia. Si Greenleaf vendía todo el stock de billetes falsos, jamás le encontraría. Sin embargo, si los pasaba él mismo, podía tropezar con él. Después de meditar largo tiempo decidí que Greenleaf los pasaba personalmente. Aunque venderlos a otra persona al por mayor sea más rápido, también es más peligroso. Porque las tremendas sumas falsificadas se esparcen al mismo tiempo por ciudades diferentes, y es más fácil que los Bancos se den cuenta. Y además, los agentes del Tesoro pueden detectarlos con más rapidez. Con unas planchas tan perfectas como las que poseía Greenleaf, podía vivir muchos años pasando él mismo el dinero. Cuidando no inundar el mercado, podría vivir siempre de aquella estafa… como un millonario. Sólo tenía que darle una parte al impresor. Greenleaf no tenía que temer a otros socios, otros compradores ni que atraparan a nadie pasando un billete… o bien por un delito totalmente distinto, poniendo a la Policía sobre su pista. Me pareció muy lógico que Greenleaf en persona pasara los billetes.

Con el dinero ganado al póquer, me fui a ver a Dave Sherz. Dave dirigía una agencia de detectives, y antes había sido capitán de un escuadrón de guardas privados que protegían la ruleta de un garito en Nevada. Yo había trabajado allí una temporada, tiempo atrás, y le conocía.

Se acordó de mí y me estrechó cordialmente la mano.

—Siéntate, Lew. ¿Qué tal va la vida?

—Regular, Dave —miré en torno a su despacho—. ¿Dónde están las paredes revestidas de caoba, las secretarias sexy y los cadáveres?

—Has visto demasiadas películas —rio Dave. Bostezó y enlazó las manos en la nuca, recostándose en su sillón y colocando los pies sobre la mesa—. Este oficio es tan tranquilo que voy a la iglesia en busca de alguna excitación.

—¿No hay crímenes? —pregunté, fingiendo sorpresa.

—No, diablo. Además, los policías se encargan de ello. Sólo maridos suspicaces, esposas más suspicaces todavía, y algunas investigaciones de seguros.

—Bien —sugerí lentamente—, tal vez te interese buscar algo para mí.

—Me interesa buscar lo que sea, incluso flores.

—¿Sigues en contacto con el hampa?

En Reno, una de las obligaciones de Dave era estar en contacto con todos los indeseables para impedirles la entrada en el local.

—Algo. Cuando dejé Reno, me contraté en Las Vegas, y allí tuve luego un negocio mío durante unos años. ¿Estás interesado por alguien en particular?

—Por un tipo. Se llama Greenleaf, nombre que puede ser auténtico, aunque lo dudo. No sé cuál es su aspecto, de dónde viene ni cuáles son sus antecedentes… ni nada que pueda ayudarte.

—No es mucho —se amoscó Dave.

—Lo único que sé es que estuvo en Filadelfia una temporada hace un año. Y seguía hace unos meses. Tenía cuenta corriente en un Banco, aunque ignoro cuál. Firmaba los talones con el nombre de Greenleaf. No sé dónde vivía ni cuáles eran sus iniciales.

—¿Nada más?

—Nada más.

—No recuerdo el nombre. No he conocido nunca en el hampa a nadie llamado Greenleaf. Claro que puedo buscar en el fichero de la Policía si tienen registrado este nombre, como tal o como apodo.

—De acuerdo.

—Asimismo, poseo bastantes relaciones a causa de mis investigaciones para las compañías de seguros. Tal vez sepa algo por la cuenta corriente de Filadelfia. Aunque no puedo asegurarte nada. ¿Podrá ayudarte esto?

—Me ayudará cualquier cosa.

—Bien, trataré de complacerte —afirmó Dave.

Apartó los pies de la mesa y sacó un cigarrillo de un paquete. Tras encenderlo, preguntó:

—¿Puedo preguntarte por qué te interesa ese personaje?

—No, no puedes.

Se encogió de hombros.

—Bien, tan pronto sepa algo te llamaré.

Dejé varios billetes encima de la mesa.

—Ya me darás la factura.

—Por favor, Lew —sonrió Dave—, en recuerdo de los viejos tiempos, con esto basta. A menos que tenga que contratar un par de trineos de Alaska.

Había pensado en otra cosa, que podía significar algo o nada, pero en lo cual Dave no podía ayudarme. En cambio, sí podía un catedrático de la Universidad de Columbia; se llamaba Thurman Simons, y era profesor de lenguas romances. El profesor Simons hablaba fluidamente italiano, español, francés y portugués. Además no era lerdo con el alemán, el holandés y diversos dialectos. Llamé al profesor por teléfono y quedamos citados para el día siguiente, después de clase. Ante mi sorpresa, Simons era relativamente joven, bajo, regordete, con cabello castaño. Llevaba gafas de sol con montura de plástico rosa, y parecía absolutamente incapaz de estar quieto en su silla. Mientras hablábamos, se pasó un dedo por el cuello de la camisa, se peinó el pelo con las palmas de las manos, se ajustó nerviosamente las gafas sobre la nariz, cambió mil veces de postura, fumó incesantemente, y cuando no tenía otra cosa que hacer, llevaba con el pie un compás imaginario.

Cuando inicié la conversación, le manifesté claramente que deseaba pagarle sus servicios, pero desechó mi ofrecimiento.

—Me encantará poder ayudarle —juntó nerviosamente las manos, como acariciándolas y añadió—: Y si insiste en pagar, haga un donativo en mi nombre a la Cruz Roja, aunque al fin y al cabo, tal vez no logre ayudarle.

—En realidad —repliqué lentamente—, no es muy importante… salvo en una forma personal. Profesor —continué, mirándole fijamente sin poder descubrir la expresión de sus ojos detrás de sus gafas—, mi esposa falleció hace varios meses. Antes de morir, estaba… bueno, delirando y no dejó de repetir unas palabras que a mí me sonaron como «lenu lotre». Para nosotros no significaba absolutamente nada, y tal vez sólo eran unos sonidos… sin significado, aunque no me lo parecieron. Naturalmente, una muerte causa una tremenda impresión a la familia, y todos nos hemos preguntado si quería comunicarnos algo.

—Es muy triste, señor Mountain —dijo Simons con simpatía—, y le presento mi más sentido pésame. No sé si podré ayudarle, pero lo intentaré. Dígame, ¿hablaba su esposa otro idioma, aparte del inglés?

—No que yo sepa.

—Hum… —el profesor juntó las puntas de los dedos, formando una tienda, y luego los separó—. Tal vez estudió algún idioma en el instituto…

—No lo sé, profesor. Quizá sí, pero nunca lo mencionó —hice una pausa y agregué—. Posiblemente la mejor explicación puede ser que sólo delirase.

—Necio quien lo haga… necio quien lo haga.

El profesor ladeó la cabeza, repitiendo la frase con diversas interjecciones y sonidos guturales. Habría jurado que detrás de las gafas, sus ojos estaban mirando hacia arriba. Parecía escucharse a sí mismo. Al cabo de largo tiempo, dijo:

—Esta frase evidentemente fue distorsionada en la pronunciación. Tal vez su difunta esposa le prestó un acento erróneo y posiblemente… sin darse cuenta, usted la ha distorsionado más aún —movió ligeramente las manos—. Se me ocurren varias posibilidades, y la más obvia es que sea francés. El francés posee una frase que significa literalmente «uno u otro», e idiomáticamente significa «cualquiera».

—¿Qué frase?

L’un ou Vautre —replicó el profesor Simons.

La pronunciación era más o menos: «Lon u lotr».

—¿Le sirve de algo? —inquirió el profesor.

De nuevo escuché en mi mente a Tally contándome su conversación con Greenleaf. Éste había llamado después del entierro de Will Shaw. Tally se asustó y al mismo tiempo se enfureció, por lo que negó tenerlas, amenazando al estafador con entregarlas al Departamento del Tesoro si las encontraba. Greenleaf se echó a reír, recordándole los cheques que ella había cobrado.

«—Pagaré por ellas —añadió Greenleaf—, a menos que prefiera que haya otro accidente en la familia…». O algo por el estilo. Y posiblemente agregó «l’un ou l’autre». El significado de la frase, dentro de la conversación, era lógico: una cosa o la otra, a elegir. Me volví hacia Simons.

—Supongo que nunca llegaremos a saber a qué se refería, profesor. Pero mil gracias por su ayuda.

—No he hecho nada —repuso Simons moviendo tristemente la cabeza—. Pensaré más en ello y tal vez se me ocurra alguna idea. Llámeme a finales de semana.

—Gracias —asentí. Le estreché la mano—. Entregaré un donativo a la Cruz Roja.

No volví a llamar al profesor. Después de pensar en su explicación de aquella frase, me convencí de que había acertado.

Pasaron varios días antes de tener noticias de Dave Sherz. Cuando me llamó al hotel pasé por su oficina. No parecía haberse movido de su silla desde la vez anterior. Indicándome el asiento, me tendió la fotocopia de un cheque.

—No quedó muy bien —se disculpó—. La sacaron de un negativo de microfilm, pero debe pertenecer al tipo que buscas.

La examiné. Era un cheque para el Banco Mercantil de Filadelfia, al portador, por la suma de treinta y cinco dólares; y estaba firmado por Derek A. Greenleaf.

—Averiguamos en todos los Bancos —me explicó Sherz—, y tropezamos con este pájaro. Otras cuentas bajo el nombre de Greenleaf, que encontramos, no dieron ningún resultado. Algunas tenían varios años de antigüedad, y otras eran de residentes permanentes. Ésta, la de Derek Greenleaf, se abrió hace menos de un año.

—¿Cuándo la cerró?

—Nunca. Abrió la cuenta con un depósito de mil dólares. Y todos los meses firmaba cuatro cheques, de treinta y cinco dólares cada uno. Finalmente, hace unos seis meses, dejó de firmar cheques. Un día, cobró un cheque por el valor total de la cuenta. Nada más.

—¿Qué dirección dio?

—Un número de la calle Spruce… —Sherz consultó un cuaderno, que me entregó—. ¿Le suena?

—Esa dirección no —confesé—, pero conozco la calle Spruce.

Era una vía de casas baratas y pensiones de poca categoría con una población transeúnte.

—Veamos —siguió Sherz— y estuvimos en este número de la calle Spruce. Una auténtica pensión. La patrona nunca había oído el nombre de Greenleaf.

—El Banco tenía que enviarle un saldo mensual —dije—. ¿Qué ha sido de ellos? ¿Los devolvieron?

Dave se encogió de hombros.

—Ya pensé en ello. Pero en una pensión con varios huéspedes, y una patrona que apenas recuerda sus nombres, devuelven al momento los sobres cuyas señas no coinciden plenamente.

—¿Qué encontraste en los archivos de la Policía?

—Nada que encaje —dijo Dave sinceramente—. Desconocen ese apodo. Derek, como nombre de pila, ha sido usado un par de veces, pero no concuerdan con las fechas ni el lugar. Un verdadero bandido llamado Eddie Jackson, alias Derek Moore, lo utilizó en San Francisco. Todavía está en chirona, y lleva ya allí tres años, en California. Otro granuja, Fred Hoskins, usó el nombre de Derek Tone, pero… Hoskins casi tiene setenta y cinco años, y se porta bien en Birbingham, Alabama. Vive con un hijo casado…

Cogí el sombrero y me dirigí a la puerta.

—Buen trabajo —murmuré.

Pero me sentía deprimido.

—Lew —me detuvo Sherz—, lamento no haber podido servirte mejor. Y no quiero estafarte el dinero. ¿Quieres que siga en el asunto?

—Ese tipo es muy escurridizo —sacudí la cabeza—. Tal vez sea éste el final del camino. Si necesito ayuda, te llamaré.

Dé vuelta a las muñecas de papel. Algún vislumbre, el fragmento de una visión, mas ningún hombre, ninguna persona, ningún rostro. Un tipo que utilizaba el nombre de Derek Greenleaf, un estafador con mil dólares en una cuenta corriente, un hombre que empleaba frases en francés, un hombre capaz de asesinar a un anciano y a una joven. Hoy, ahora mismo, un hombre con la oportunidad de ganar millones de dólares.

¡Y sin ningún rostro!

La idea me asaltó durante la noche, mientras dormía. Me asaltó subconscientemente, porque por la mañana me desperté con la respuesta. Saltando de la cama, me vestí apresuradamente y corrí a la estación de Pennsylvania. Allí cogí un tren para Filadelfia. Me desayuné en el tren y seguí dando vueltas a la idea. Sherz me había dicho que Greenleaf utilizaba unas señas de la calle Spruce en su cuenta corriente del Banco. Greenleaf sabía, claro, que el Banco sacaba microfilms de todos los cheques, como parte del sistema de contabilidad, y a Greenleaf le importaba mucho recobrar tales cheques. Los cancelados. Los necesitaba para su propia protección… para usarlos como una amenaza contra Will Shaw o Tally. De modo que cuando dio sus señas de la calle Spruce sabía que podía recobrarlos.

Dave Sherz había adelantado la teoría de que la patrona de la pensión probablemente devolvía o tiraba la correspondencia equivocada, o para la que no tenía ninguna otra dirección de envío. Sí, era posible, y si era posible, la tarea de conseguir la correspondencia podía haberle resultado muy simple al estafador. Lo único que tenía que hacer era cogerla. En consecuencia, había que suponer que, o bien Greenleaf vivía en la pensión bajo otro apodo, o muy cerca en el mismo barrio, donde podía recoger la correspondencia sin comentarios.

Llegué a la estación de la calle Treinta de Filadelfia y llamé al Banco Mercantil, pidiendo que me pusieran con el departamento de cheques personales. Me informaron que las declaraciones para los clientes las enviaban el cuatro de cada mes. Salí de la estación y cogí un taxi hacia la calle Spruce. Al acercarme, le dije al conductor que continuase hasta la esquina, donde me apeé. Retrocedí andando y me detuve delante de la casa. Era un edificio vetusto de cuatro pisos, imitación ladrillo. Un portal, que necesitaba una buena mano de pintura, daba directamente a la calle. Más allá había un pasillo oscuro. En el techo brillaba una bombilla con un globo verde y marrón. Contra una pared había una pesada mesa, sobre la cual colgaba un espejo. Encima de la mesa había montones de anuncios, periódicos, facturas y cartas. El pasillo se bifurcaba en forma de Y. Uno de los oscuros corredores llevaba al fondo de la casa, y el otro formaba una empinada escalera que ascendía a los pisos superiores. En aquel momento, se aproximaban unos pasos por el corredor, y una mujer gruesa y ataviada con un vestido de satén bastante ajado llegó resoplando al pasillo. Me miró suspicazmente y con voz estridente me preguntó si buscaba a alguien.

—Sí —repuse cortésmente—, a la patrona.

—Yo soy —se presentó—, y no quiero comprar nada. Tampoco tengo habitaciones libres. De modo que, ¡adiós!

—Lo siento. Esta pensión me la recomendó un amigo mío… Derek Greenleaf.

—¿Se trata de una broma? —replicó belicosamente—. ¿Quién se figura que es? Hace poco, otro individuo estuvo aquí preguntando por él. Le contesté que nunca había oído hablar de ese Greenleaf, y es verdad.

Había sido un agente de Dave Sherz.

—Señorita —le espeté, refrenando mi disgusto ante aquella vieja gruñona—, necesito su ayuda. Óigame, por favor.

—No me gusta que la bofia meta sus narices en mis negocios. Ésta es una pensión respetable, y tengo derecho a que nadie se meta conmigo.

—Sí, claro… —concedí—. Pero no soy polizonte. Se trata de algo estrictamente personal entre Greenleaf y yo.

—¡Repito que no conozco a ningún Greenleaf!

Dio media vuelta y enfiló pasillo adelante.

—¡Un momento! —grité. Saqué el billetero y extraje dos billetes de veinte dólares, que sostuve en alto para que los viese—. Le pagaré la información, si puede ayudarme. Usted es mujer de negocios —añadí rápidamente—, y supongo que habrá tenido algunos pensionistas que se habrán ido sin pagar.

—¡Nunca! —proclamó—. ¡Siempre me pagan por adelantado!

Tal vez era imaginación mía, pero creo que empezó a mostrarse menos suspicaz.

—Ese Greenleaf me debe algún dinero y lo necesito —mentí, buscando una historia convincente—. Le di crédito… y me estafó.

—¡Culpa suya!

—No del todo —me defendí—. En realidad, la culpa fue de mi socio. Él le dio el crédito. Y mi socio falleció la semana pasada, y desde entonces trato de localizar a Greenleaf.

—Aquí no he tenido a nadie de ese nombre —objetó—. ¿Cómo es?

—No lo sé. No lo vi nunca.

—¡Jesús! ¿Pues cómo espera que le ayude?

—Bien… medite un poco. Por un período de seis o siete meses, todos los meses, el cinco o seis, venía una carta a esta casa dirigida a su nombre. La traían a nombre de Derek A. Greenleaf. ¿Recuerda haberla visto?

—¿La misma carta?

—No, todos los meses era diferente, aunque siempre llegaba por la misma fecha. Un sobre grande, marrón… como los que emplean en los Bancos.

—¿A nombre de Greenleaf? —Bizqueó un poco los ojillos en profunda meditación—. ¿Ha venido alguna últimamente?

—No creo —repliqué—. Aunque siempre cabe la posibilidad. Mas supongo que dejaron de llegar hace unos cinco o seis meses.

—Llevo aquí hace unos quince años —contestó—, y viene mucho correo para gente cuyos nombres no recuerdo. He cogido la costumbre de repasar el correo, fijándome solamente en si veo mi nombre. Luego, lo dejo todo en esta mesa, y los huéspedes son quienes lo revisan —fue hacia la mesa, resoplando por el esfuerzo, y rebuscó entre la pila de cartas, mirando también los anuncios y periódicos—. Aquí no hay nada para Greenleaf —anunció.

—Eso demuestra que él cogía las cartas —objeté—. De lo contrario, todavía estarían aquí… o usted recordaría haberlas visto. Particularmente, de haberse acumulado seis o siete sobres. Si no vivía aquí con nombre supuesto —añadí, casualmente—, debió poder entrar a buscar las cartas. ¿Recuerda a alguien que no viviese aquí, pero que entrase con cierta regularidad? Un hombre, claro, y debía tener preparada una buena excusa por si usted le interrogaba. Probablemente, venía la primera semana de cada mes.

Cabía la posibilidad de que Greenleaf conociese a uno de los huéspedes, y que fuese éste quien le entregase el correo. Sin embargo, no creía que Greenleaf se confiase a nadie.

—No recuerdo a nadie en particular —negó la patrona—. Algunos huéspedes reciben visitas y yo veo a mucha gente. La única persona que se me ocurre no puede ser, porque era francés…

—¡Qué! —exclamé. Le ofrecí un cigarrillo que rechazó—. ¿Solía venir por aquí un francés? —indagué.

—Pensándolo bien —murmuró, frunciendo los labios—, venía regularmente, casi siempre después del día uno. Lo recuerdo porque buscaba habitación y preguntaba si tenía alguna vacante. Normalmente, los huéspedes se despiden el día último de mes, o el primero a lo sumo, si se trasladan a otro sitio. Ese francés venía varios días cada mes. Sí, ahora lo recuerdo, pues le dije que viniera la última semana del mes, mas no lo hizo. No, no le alquilé ninguna habitación.

Reflexioné. Sí, la cosa tenía sentido. Evidentemente, Greenleaf sabía francés. Un estafador siempre es buen actor, y Greenleaf sabía falsificar un acento, sin duda, para engañar a una persona tan cándida como aquella patrona. La visitaba justo a tiempo para recoger la carta, preguntando por una habitación… cuando estaba seguro de que no había ninguna. Indudablemente, Greenleaf no tenía deseos de verse relacionado con la calle Spruce por si algo fallaba en sus planes.

—¿Cuál era su aspecto? —inquirí.

—Corpulento… más alto y más delgado que usted, sin embargo —la patrona se esforzaba por recordar al cabo de tanto tiempo—. Bueno, no le presté mucha atención. Tendría unos cincuenta años. Recuerdo, eso sí, que poseía una nariz grande —asintió para subrayar sus palabras—. Sí, una nariz grande en una cara más bien afilada, demasiado larga… y el pelo gris. Vestía muy bien.

Le entregué los dos billetes de veinte dólares.

—Gracias, me ha ayudado mucho. Si quiere usted venir conmigo a la comisaría y contemplar unos retratos para ver si puede identificar a ese individuo, le pagaré cincuenta dólares más.

Sus gordezuelos dedos se engarfiaron sobre los billetes, que guardó luego en el escote. De nuevo sus pupilas mostraron cierto recelo y movió la cabeza coléricamente.

—No quiero tratos con la bofia. Sólo he pretendido ayudarle a usted. ¡Pero no quiero tratos con la bofia!

Mientras iba calle Spruce abajo, me sentía de buen humor. Un rostro afilado, una nariz grande, pelo gris, cincuenta años, alto, delgado… Más detalles que añadir a la muñeca de papel.

¡Algún día cortaría la cabeza de esa muñeca!