—Su nombre es Gerald Lightbody. ¿Concreto? —preguntó Cannon.
—Sí, señor.
Lightbody se presentó como encargado de un pequeño edificio de apartamentos situado a media manzana de la casa de la calle Ochenta y Nueve Este. Ante el interrogatorio del fiscal declaró que trabajaba aproximadamente unas dos horas diarias en dicha casa. Por la mañana temprano verificaba y encendía el horno y al mismo tiempo recogía la ceniza en el cubo. Luego, más tarde, volvía y dejaba el cubo en el sótano. Por la tarde, antes de retirarse a cenar, volvía a comprobar el horno, quitaba las cenizas y lo dejaba encendido para la noche.
—Usted ha entrado y salido largo tiempo de aquel cuarto. ¿Está familiarizado con el mismo? —inquirió Cannon.
—Sí —asintió Lightbody—. Lo conozco como la palma de mi mano.
—Antes de la noche del veintidós de noviembre del año pasado, y la siguiente vez que usted volvió a ver el horno, o sea varios días más tarde, ¿echó a faltar algo? ¿Algunos objetos usuales de aquel lugar?
—Sí. Un banco de trabajo y un pedazo de lona de unos dos metros cuadrados.
—De acuerdo —Cannon meditó un instante—. Hablando del banco, ¿para qué se usaba?
—Era como un banco de trabajo, como dije. Había allí clavos, herramientas…
—¿Era bastante resistente para soportar el peso de un hombre?
—Sí. Yo mismo me senté en él varias veces para fumar un cigarrillo.
—¿Era bastante largo para que usted pudiera tenderse?
—Pues sí. Aunque nunca lo intenté.
—Respecto a la lona, ¿para qué servía? —interrogó el fiscal.
—Para ponerla en el suelo, cuando había que pintar, a fin de que la pintura y la trementina no lo mancharan todo.
—Y a partir del veintidós de noviembre, señor Lightbody —Cannon subrayó estas palabras—, no volvió a ver el banco ni la lona.
—Exacto.
—Muy bien. Sus obligaciones, que ya nos ha especificado, sólo le robaban unas horas de su tiempo libre. Y no entraban en conflicto con su trabajo en la casa de apartamentos.
—En absoluto —Lightbody era un tipo delgado, de hombros abultados y grandes manos rojizas—. En realidad, muchos encargados de edificios se ganan algo con unas horas extras…
—¿Le pedían, o esperaban, que usted hiciese algo más?
—Pues… sí. No muy a menudo, ni era demasiado. Usualmente, barría la acera y los peldaños del portal. Y de vez en cuando, tenía que reparar algo de electricidad, alguna cañería… Cosas sencillas.
—En estas ocasiones en que usted rondaba por la casa, ¿vio acaso a Isham Reddick?
—Sí, le vi muchas veces.
—¿Habló con él?
—Sí, un poco.
—¿Se ofreció alguna vez Isham Reddick para ayudarle en algunos de sus trabajos?
—No, no exactamente. Rondaba por allí y fumaba un cigarrillo, y a veces me sostenía la escalera… nada más. No deseaba ensuciarse las manos de ningún modo. Si quiere saber mi opinión, se juzgaba demasiado bueno para trabajar.
—¿Se lo dijo alguna vez, señor Lightbody?
—Seguro… Se daba aires de gran señor… fumando cigarrillos «Congress». Unos cigarrillos especiales, que cuestan treinta y cinco centavos el paquete. Y créame, con su salario no podía fumarlos.
—¡Protesto! —exclamó Denman.
—Admitida la protesta. Borre, señor secretario, la última observación del testigo —ordenó el juez.
—Por favor, siga, señor Lightbody —le rogó el fiscal.
—Bueno, en una ocasión estuve allí para colocar un vidrio que se había roto, y yo y la señora teníamos que salir más tarde. Teníamos que visitar a un pariente de mi mujer que vive al otro lado de la ciudad, y yo me había vestido convenientemente. Era domingo, y no había podido cobrar el cheque de mi sueldo, por lo que necesitaba algún dinero. Le pregunté a Reddick si podía prestarme cinco pavos hasta el lunes… en que iría al Banco a cobrar el cheque. Reddick se echó a reír y contestó que podía prestarme todo el dinero que quisiera. Sacó un mazo de billetes y me dio, ¡veinte pavos! ¡Como veinte soles! Mientras me los daba no dejó de reír, y no observó que le había caído un sobre del bolsillo. Lo recogí y se lo entregué, no sin fijarme en las cifras escritas en el mismo. Reddick cogió el sobre, lo miró y lo arrojó hacia los peldaños de la entrada… donde yo en aquel momento estaba trabajando.
—¿Le dijo algo Reddick en aquel momento?
—Bueno, le di las gracias por el préstamo y contestó que lo olvidara… Oh, era muy espléndido, sí. Repliqué en broma que era estupendo conocer a tipos ricos como él.
—¿Y qué replicó Isham Reddick a estas palabras?
—Que era rico y que pronto lo sería más.
—Por favor, señor Lightbody, pongamos esto en claro. Isham Reddick le dijo que era rico y que pronto lo sería más. ¿Correcto?
—Sí.
—Bien, diga. ¿Qué más pasó?
—Reddick volvió a entrar en la casa y yo terminé mi labor. Al bajar la escalera vi el sobre que estaba aún en los peldaños, donde Reddick lo había tirado. No estaba bien allí, ensuciando el pavimento, y lo cogí. No había por allí ninguna papelera, por lo que me lo metí en el bolsillo y me lo llevé a casa. Al llegar, mi esposa quiso que nos marchásemos inmediatamente, por lo que me olvidé del sobre, hasta más tarde —Lightbody hizo una pausa para respirar y prosiguió—: A la semana siguiente, mi esposa me registró los bolsillos… No, no es su costumbre. Lo hizo porque tenía que enviar mi traje a la tintorería. Entonces encontró el sobre y me lo enseñó; me preguntó si quería conservarlo, pues pensaba que era mío…
—Cuando su esposa halló el sobre, ¿qué le dijo, señor Lightbody?
—Dijo: «¿Es algo importante?».
—¿Y qué contestó usted?
—Contesté que no sabía qué era. Le pedí que me lo diese, lo miré y vi la lista de cifras, y entonces recordé que era el sobre que Reddick había arrojado. Entonces, dije, digo: «No, no es importante. Lo tiraré». Pero lo dejé encima de la mesa escritorio donde guardo los recibos y facturas, pensando tirarlo más tarde. Después, lo olvidé hasta que la Policía empezó a interrogarme.
—Cuando la Policía se presentó en su casa, usted recordó repentinamente el sobre con las cifras, y se lo entregó a las autoridades, ¿no es así?
—En efecto. Esto es lo que sucedió exactamente.
Cannon enseñó un sobre, muy arrugado, y se lo entregó a Lightbody.
—¿Es éste el mismo sobre que usted recogió después de haberlo tirado Isham Reddick?
Lightbody lo inspeccionó atentamente, y al fin asintió.
—Sí, él mismo. Los guindillas… perdón, los agentes me ordenaron que lo firmase… y aquí están mis iniciales.
Indicó una esquina del sobre.
—Gracias, señor Lightbody —Cannon volvióse hacia el jurado—. Voy a leer las cifras de este sobre, que ofrezco como prueba. A un lado del sobre se ve el nombre de Isham Reddick, su dirección, el sello y la estampilla. El nombre y dirección van a máquina, sin remitente. En el dorso hay seis cantidades, escritas a lápiz. Dichas cantidades están dispuestas en forma de suma, y la primera va precedida por el signo del dólar.
Cannon mantuvo el sobre ante sus ojos y leyó:
$ 1000,00
1800,00
2000,00
4000,00
6600,00
8500,00
—Debajo de la última cantidad de ocho mil quinientos dólares hay una raya horizontal, pero no está la suma. Si desean saber el total, creo que es de veintitrés mil novecientos dólares. Asimismo, al lado de una cantidad hay escrita en lápiz la frase: «y más a percibir».
Cannon entregó el sobre a los jurados para su examen.
Luego, se volvió hacia Lightbody.
—Deseo formularle otras preguntas respecto a un punto. Usted ha oído el testimonio de la señorita Deems respecto a la noche del veintidós de noviembre, según la cual Isham Reddick le dijo que el acusado le había ordenado que diese la noche libre a la servidumbre, incluido el día siguiente. ¿Habló usted de lo mismo con Reddick?
—Sí, señor. Sonó el teléfono…
—¿A qué hora, por favor… y la fecha?
—A primera hora de la noche… pues nos sentábamos a cenar… hacia las seis. Era el veintidós de noviembre del año pasado. Isham Reddick me llamó para comunicarme que el jefe no quería que encendiera el horno, ya que aún hacía calor, y que podía hacer fiesta al día siguiente, puesto que él se marchaba de la ciudad.
—De manera que usted no fue a encender el horno aquella noche del veintidós de noviembre ni a la mañana del veintitrés, como hacía normalmente. ¿Cierto?
—Sí, señor. Reddick me dijo que le notificase a mi mujer lo mismo respecto a la limpieza. Y se lo dije.
Cannon despidió a Lightbody, y Denman se reservó el derecho de contrainterrogarle más adelante. El fiscal llamó a Alvin Hartney, el experto calígrafo, al estrado de los testigos.
—Señor Hartney —empezó el fiscal—, usted ya ha examinado esta prueba —le entregó el sobre con las cifras—, ¿correcto?
—Sí, señor —replicó Hartney.
—También examinó otras muestras de la escritura de Isham Reddick… una nota que escribió para un garaje, una postal que envió a la señorita Deems, y otras muestras.
—Sí, las examiné con todo cuidado.
—¿Está escrito este sobre por la misma mano que escribió la nota del garaje, la postal para la señorita Deems y las demás muestras de la escritura de Isham Reddick?
—La escritura es la misma.
—¿Puede afirmar, sin ninguna duda, que Isham Reddick escribió estos números y lo demás que figura al dorso del sobre?
—Sí, señor —volvió a afirmar Hartney sin vacilar.
Cannon pasó el testigo a Denman. El defensor se dispuso a contrainterrogarlo. Llevaba las gafas en la mano, y palmeaba con ellas la otra mano pensativamente.
—Tengo entendido, señor Hartney, que es más difícil identificar cifras que letras del alfabeto. ¿Es verdad?
—Sí… hasta cierto punto.
—¿Cuál es ese punto?
—Los números suelen escribirse con más uniformidad que las letras del alfabeto.
—Ya. Bien, al mirar la lista de cantidades escritas al dorso de este sobre, encuentro los siguientes números: 1, 2, 4, 5, 6, 8, y 0. Los números 3, 7 y 9 faltan. En la postal que Isham Reddick le envió a la señorita Deems se ve la dirección de la casa, empleando los números 3 y 7… y claro está, los números 8 y 9 de la calle Ochenta y Nueve Este. Entonces, el único número en común, en el sobre y la postal, es el número 8. ¿Puede usted afirmar, señor Hartney, que es capaz de establecer la semejanza de una escritura por un solo número?
—Hay otras razones.
—¿Cuáles? No serán otras cifras. En la nota al garaje, Isham Reddick escribió simplemente una respuesta al dorso de la factura. Se la leeré, destacando que no lleva fecha. Reddick escribió: «Esta factura se pagó anteayer». —Denman hizo una pausa y añadió—: Bien, espero una respuesta a mi pregunta. ¿Cuáles son las demás razones?
—En el sobre agregó las palabras «y más a percibir».
Denman repitió la frase «y más a percibir», irónicamente.
—En la postal que envió a la señorita Deems, se limitó a poner: «Nos veremos muy pronto. Mañana en casa». —Hizo una pausa y deliberadamente preguntó—: Sobre la base de su firma, las palabras «esta factura fue pagada anteayer», y «nos veremos muy pronto. Mañana en casa», y naturalmente, el número 8, usted puede identificar una escritura…
—Sí —afirmó Hartney decididamente—. Las palabras serán distintas, pero las letras son las mismas.
—No hablo de las letras —le interrumpió Denman—, sino de los números. Y lo único que usted pudo saber que Reddick escribió definitivamente fueron el 3, el 7, el 8 y el 9. De modo que, ¿cómo puede afirmar absolutamente que escribió el resto?
—Sí, es posible —Hartney estaba ya angustiado—. ¡También escribió los otros números!
De pronto, Denman se acordó. Rápidamente despidió al testigo. Hartney miró mudamente al juez y empezó a levantarse lentamente de la silla. El juez le contempló atentamente antes de manifestar:
—Es deber de este tribunal poner en claro la verdad. Deseo formular una pregunta al testigo. Señor Hartney, usted ha declarado que Isham Reddick escribió los otros números. ¿Quiere, por favor, contarle a este tribunal qué otras cantidades escribió y dónde las vio?
Hartney miró directamente al juez.
—Sí, señor. Cuando Isham Reddick rellenó la petición para la licencia de conducir, escribió su edad, estatura y peso… y en esas cifras se incluían el 1, 3, 5 y 6, además del 7. Lo cual me dio en común los números 1, 5, 6 y 7 para identificación de la escritura y las cantidades del sobre. Más que suficiente.
—Gracias, señor Hartney.
El testigo abandonó el estrado. Denman le ignoró y pidió permiso para llamar a Gerald Lightbody. Cuando éste se hubo sentado, Denman le estudió con atención. El defensor estaba inquieto. La evidencia que, en su opinión, era puramente circunstancial, iba ahogando lentamente a su cliente. La evidencia que debía mostrar una grieta, un agujero, por donde introducir él una cuña, se tornaba más sólida a cada instante. Denman se inclinó hacia delante, intentando desacreditar a Lightbody, estableciendo la hostilidad del testigo.
—Señor Lightbody, usted ha declarado textualmente que a Isham Reddick «no le gustaba ensuciarse las manos de ningún modo». ¿Exacto?
—Exacto. ¡Era así!
—O sea que, a causa de que Isham Reddick no quería hacer un trabajo para el cual le pagaban a usted, usted pensaba que no quería ensuciarse las manos.
—Yo…
—¿Le pidió alguna vez Isham Reddick que hiciese usted el trabajo a él?
—No.
—Y no obstante, usted continúa hablando mal de Reddick. Dígame —la voz de Denman sonó casual—, ¿le gusta jugar a bolos?
—Sí —asintió el testigo, en guardia—. Juego un poco.
—¿Acude al cine?
—Sí.
—Y tal vez, de cuando en cuando, a un partido de béisbol…
—De vez en cuando.
—De modo —resumió Denman—, que usted juega a los bolos, va al cine y ve ocasionalmente un partido de béisbol. Se gasta cincuenta centavos aquí, y un dólar allí. Tal vez un par de dólares, y le gusta gastarlos. ¿No es cierto?
—Bien… de vez en cuando…
La voz de Denman le cortó secamente.
—¡Usted tiene derecho a gozar de algún espectáculo, pero cuando Isham Reddick se gastaba doce centavos de más en un paquete de cigarrillos, porque le gustaba, porque compraba cigarrillos «Congress», usted le acusa de darse aires de gran señor! ¿Cómo suele medir a la gente, señor Lightbody?
El testigo se aclaró la garganta y cruzó las piernas con angustia.
—Yo…
—Otra pregunta, por favor. Es domingo y usted no tiene dinero. Es culpa suya, por no haber cobrado el cheque… Y le pide a Isham Reddick que le preste cinco dólares. Reddick es generoso y en lugar de cinco, le presta veinte dólares. Y usted no sólo no se muestra agradecido a Reddick, sino que busca un motivo siniestro a la situación. ¿No es así?
Lightbody, con el rostro enrojecido e iracundo, sacudió la cabeza.
—¡No! —logró articular.
—¿Cómo… no? Primero dice que Isham Reddick se estaba riendo, y acto seguido afirma que hablaba en serio cuando aseguró que pronto sería más rico.
Denman sabía que estaba en terreno resbaladizo. No tenía interés en pintar a Reddick como un tipo simpático… aparte de probar que su defendido no tenía motivos para matarle. A lo sumo, sólo le interesaba que Lightbody tartamudease y vacilase ante el jurado. Naturalmente, siempre cabía la posibilidad de que el testigo perdiese los estribos. Denman continuó azuzándole.
—De modo que Reddick se portó bien con usted, le ayudó, le prestó dinero… y a cambio, usted ahora intenta rebajarle en todos los sentidos.
—¡Usted no lo conocía! —gritó Lightbody—. A veces parecía el dueño de la casa. No cuando el amo estaba presente, claro, porque entonces se arrastraba por los suelos. Incluso la noche en que me llamó: «No necesita encender el fuego esta noche. Y mañana tómese el día libre». Sonaba como si me pagase unas vacaciones. ¡Y hacía ya dos días que no se encendía fuego en aquel horno, a causa del calor que hacía!
Denman, que estaba retirándose, dio media vuelta y se encaró con Lightbody.
—¿Acaba de decir que hacía varios días que no se encendía el horno? ¿Y que no se encendió el veintidós de noviembre?
—Esto he dicho —asintió hoscamente Lightbody.
—Es raro que Reddick le llamase deliberadamente para comunicarle que no se molestase por el horno… cuando no estaba ya encendido —Denman experimentaba cierta excitación. Tal vez había hallado por fin el hilo de la trama, un hilo que sin saberlo podía conducirle muy lejos—. ¿Sabía Reddick que no estaba encendido el fuego?
—Claro que lo sabía…, pero tuvo que llamarme para darse aires de gran señor —de pronto, el testigo ahuyentó las esperanzas de Denman—. Era el modo de actuar de Reddick. No tenía autoridad para decir nada, a menos que se lo ordenase el amo.
Lightbody clavó un instante la vista en el acusado y la desvió rápidamente.