En el campo mágico de la ilusión lo que uno no ve siempre está allí. Lo que ocurre es que uno no lo ve hasta que el mago lo enseña. Las sedas están embutidas dentro del huevo hueco; las flores cerradas en la palma de la mano; la carta escondida detrás de los dedos. Pero la Muerte es la mayor nigromante de todas; en un momento de descuido realiza su truco y arrebata una vida, y la gente ni siquiera se da cuenta apenas de que aquel ser que respiraba ya no alienta.
La ilusión de la vida persiste… Uno cree captar la voz en el cuarto contiguo; se espera oír los pasos por la escalera… los pasos del ser amado; se anticipa un perfil en el restaurante atareado; el sonido de una risa en el bar; las piernas que se mueven vivaces en la acera… La ilusión sigue allí; el ayer aún no se ha convertido en el hoy. Y hoy no debe transformarse jamás en el mañana, porque entonces sería ya demasiado tarde.
La esperanza se demora, como la última y suave brisa entre los árboles antes del invierno; como el último acorde musical antes del silencio. Se halla allí antes de que la desesperación marchite completamente el último ramillete de flores de ilusión, y la Muerte ejecuta su último saludo antes de que caiga el negro telón de terciopelo.
Los labios delicados y siempre recordados te rozan la mejilla por la noche, en cambio por la mañana no hay a tu lado más que las revueltas ropas de la cama. Sólo en tu mente permanece la voz; sólo detrás de tus adormilados ojos el rostro se convierte en realidad. En la tristeza de las noches sin fin, en la desdicha de los días siempre iguales, la esperanza se desvanece. ¡La ilusión ha quedado completada! Porque sólo entonces desaparece para siempre…
No perdí a Tally en la calle ante el «McAndrews» aquella tarde, ni en la calle Locust… ni en ninguna de las otras calles de Filadelfia. Desapareció una noche varios meses más tarde en Nueva York. Estaba yo tendido de espaldas, en la acera, delante de un bar de la Octava Avenida; estaba tendido allí porque me habían echado del local. Y me habían echado porque no había podido abonar la bebida y no había podido abonar la bebida porque no había vuelto a trabajar desde que salí de Filadelfia. Reflexionando sin indignación que era muy triste verse arrojado a la calle de este modo, estuve tendido unos instantes contemplando el cielo. No podía ver el azul, ni las estrellas ni el firmamento. Sólo una niebla borrosa, semitranslúcida, semiopaca… de anuncios de neón azules y colorados, de fluorescentes amarillos y verdes; de Mazdas blancos y General Electrics color ámbar: todos los colores se hallaban reunidos sobre la calle, mezclados a una bruma marrón de coloridos tembleantes. Rodando lentamente sobre mi estómago me incorporé y me tambaleé hacia un edificio, para apoyarme en la pared. De pronto, devolví sobre el muro el licor barato que había ingerido poco antes.
¡Fue en aquel momento que decidí matar a Greenleaf!
Por la mañana fui a ver a mi agente. Llevaba una semana durmiendo sin desnudarme, tenía la camisa tan sucia como un trapo de garaje; necesitaba afeitarme y no había comido desde… no sé, tres o cuatro días. Tuve que ir andando a la agencia porque no tenía dinero para el Metro, ni podía sacarlo de ninguna parte. A cada manzana me veía obligado a sentarme para descansar. Al tomar asiento en el bordillo de la acera, jadeando de cansancio, los transeúntes daban un rodeo antiséptico. Por fin llegué a la agencia y aguardé fuera hasta que mi agente apareció.
—Sol —le espeté—, quiero hablar contigo.
Asintió y abrió la puerta de su cubículo, dejándome entrar. Era un hombrecito con una panza compacta, redonda. Tras indicarme una butaca me dio un cigarrillo; el humo se agarró fuertemente a mi garganta.
—Tienes que ayudarme —le rogué.
—Claro, Lew —replicó con tono simpático—. Sé lo que ocurrió en Filadelfia… Lo siento.
—Necesito pasta. Estoy sin blanca.
—Sí, sí, lo comprendo… —sus ojos escrutaron mis ropas y mi rostro—. Te encuentras ya bien, ¿verdad, Lew?
—Sí —asentí—, me encuentro bien.
—Has montado un buen número, Lew y no tiene sentido perderlo tontamente. Incluso trabajando… solo, puedo darte trabajo continuo. Aunque tendrás que dejar de beber.
—Sol —repuse con tono apremiante, en tanto la pequeña estancia daba vueltas delante de mis ojos, y en mi estómago sentía calambres de hambre—, no me sermonees. Dame algo de pasta…, ¡y me largaré!
—¿Cuánto necesitas?
Sacó del bolsillo un talonario.
—No lo sé… lo que tú creas que puedes prestarme. Lo necesito desesperadamente y te juro que no es para beber.
—Seguro, seguro… —Sol se mostró muy comprensivo—. ¿Tienes bastante con doscientos? —preguntó luego, escribiendo en un talón, que me entregó tras firmarlo.
—Gracias —doblé el talón y me lo metí en un bolsillo. Tras ponerme de pie, me así al escritorio para no tambalearme—. Ahora regresaré a mi hotel.
—¿Cuándo piensas volver a actuar?
—No lo sé —respondí lealmente—. Primero tengo que hacer algo muy importante. Pero si no vuelvo a trabajar, te devolveré el dinero.
—Olvídalo, Lew —replicó Sol—. Te lo he dado en recuerdo de los viejos tiempos.
Una ducha caliente borra muchos pecados… al menos los pecados de la suciedad, la mugre y la grasa. Ya en el hotel me duché, me afeité y dormí veinticuatro horas. A la mañana siguiente, con ropas limpias, forcé a mi estómago a aceptar un ligero desayuno. Aunque todavía tenía el cerebro algo alterado y no podía concentrarme mucho, empecé a planear la forma de atrapar a Greenleaf. Y durante los sucesivos días seguí meditando en ello, sospesando las posibilidades, considerando las probabilidades. Poco a poco, día a día, la idea iba tomando cuerpo. Mi problema más urgente, no obstante, era el dinero necesario para ultimar mis planes. Y lo necesitaba urgentemente. El dinero que Sol me había dado, después de pagar la cuenta del hotel, apenas bastaba para lo más perentorio.
Existía un medio rápido de reunir fondos y decidí correr el riesgo, aunque era peligroso. Tan pronto como me sentí mejor y el temblor abandonó mis manos, fui en busca de Max, el primer botones del hotel. Le di una propina y le dije:
—Dentro de un par de días vendrá un amigo mío del teatro, y quiere un poco de acción. ¿Sabes dónde se juega?
—¿Dados?
—No. Póquer.
Max me miró seriamente.
—¿Seguro que ese tipo es amigo suyo?
—Completamente.
—Conozco un sitio, pero un desconocido puede allí salir mal parado. Particularmente si se gana mucho. El tipo que lleva el local no pertenece precisamente a una asociación de beneficencia.
Me encogí de hombros.
—No puedo garantizar la moral de mi amigo —contesté—, pero le conozco. No es mala persona.
Miré fijamente a Max.
El chico encendió un cigarrillo.
—¿Qué diablos? A mí me importa un bledo. ¿Cómo se llama?
—Tom Murphy. Su padre se llamaba Tom Murphy y su abuelo…
—Sí, lo sé —me interrumpió Max—, se llamaba Tom Murphy.
—Ignoro cómo lo has adivinado, pero así es.
—De acuerdo. Dígale a Tom Murphy que pregunte por Jack en la tabaquería. Y que yo le envío —Max indicó una pequeña tienda de tabaco cerca de Times Square—. Que pregunte por Jack antes de las nueve y media, cualquier noche. El juego empieza a las diez… La partida cambia de sitio con frecuencia.
A la noche siguiente fui en busca de Jack. Con los últimos cincuenta dólares en el bolsillo, me senté en una partida de siete, en la trastienda de una zapatería. Era una partida de tono menor típica. La dirigía un griego demacrado y peligroso llamado Steve, que se quedaba con un pequeño tanto por ciento de cada apuesta. Los demás jugadores eran un comerciante de coches de Bronx, el dueño de un restaurante, dos forasteros que asistían a una convención, un director de radio, y un viajante de comercio.
Jugué cuidadosa, cautelosamente… y como no podía permitirme grandes pérdidas, jugué con lealtad. Cuando la partida se interrumpió a las cuatro de la madrugada, tenía setenta dólares en el bolsillo. Para mis propósitos, era la cantidad soñada. No era mucho… mas lo bastante para provocar comentarios.
Durante las dos semanas siguientes, todas las noches acudí a la partida de Steve; jugábamos en habitaciones de hotel, en garajes, trastiendas y despensas de restaurantes, tiendas de obsequios, lencerías, barberías, antigüedades, y en cualquier otro local cuyo propietario estuviese dispuesto a ganar veinte pavos por dejar jugar. Los jugadores cambiaban, y todas las noches había caras nuevas… excepto la mía. Naturalmente, al griego no le importaba quién ganaba o perdía mientras pudiese cobrar su tanto por ciento de cada apuesta. Sin embargo, perdí deliberadamente pequeñas cantidades en dos ocasiones, e indirectamente llamé la atención de Steve. Al término de las dos semanas, había ganado unos quinientos dólares.
Una noche, al interrumpirse la partida, le dije a Steve:
—¿Vamos a tomar algo en el «Automático»?
Accedió y anduvimos por Broadway hacia Times Square. Ya en la mesa, continué:
—Necesito hacer pasta rápidamente. Me gustaría tomar parte en alguna partida grande.
Steve se tragó su pasta danesa sin contestar. Cuando hubo terminado, se limpió los labios con una servilleta de papel.
—Juegas muy bien. Y has ganado algún dinero. ¿Por qué quieres perderlo?
—No creo que lo pierda.
—Tal vez no —asintió, encogiéndose de hombros—. Pero todos piensan lo mismo que tú y…
—De acuerdo, lo perderé. Es mi dinero. En cambio, si gano, le daré el diez por ciento.
Los ojos del griego se concentraron en mí. Me contempló con fijeza durante un minuto y al final los apartó con indiferencia.
—Eres muy ambicioso —comentó.
—Hay un local que puedo comprar en la Costa Oeste —expliqué—. No siempre estará en venta. O consigo pasta o tendré que olvidarlo —mantuve mi voz inexpresiva—. Usted tiene contactos, sabe dónde se juega fuerte… No perderé.
—Dijiste el diez por ciento.
—Exacto.
Miró por encima de mi hombro, a lo lejos.
—Tal vez pueda ayudarte —volvió a centrar en mí su atención—. ¿De cuánta pasta dispones?
—Media sábana.
—No es bastante.
Había llegado el momento del regateo. Esto era lo importante. Steve tenía razón: con quinientos dólares en una partida de categoría no podría sostenerme largo tiempo.
—De acuerdo, Steve, necesito dinero. Présteme otros quinientos y le pagaré otro diez por ciento.
—No hay trato. Mis quinientos en el fondo, sin jugarlos.
Quería decir que sólo debía apostar con mis quinientos, y dejar los suyos expuestos en la mesa. Si perdía mi dinero, cambiaría las fichas por el suyo y se lo devolvería.
—Está bien —accedí a regañadientes—, lo enseñaré sin jugarlo, mas en este caso sólo le daré por él el cinco por ciento.
Steve se puso en pie, echando atrás la silla metálica.
—Veré qué puedo hacer.
Tres noches más tarde, el griego me pasó la contraseña de la partida grande. Tenía lugar en la suite de un hotel del centro, situado en el cinturón más elegante del East Side. Steve me acompañó por diversos motivos: para que me permitiesen la entrada, para vigilar su dinero y para recoger el quince por ciento de mis supuestas ganancias. El saloncito de la suite estaba decorado sin personalidad, con una falsa chimenea, grandes espejos antiguos y lámparas modernas de dibujos extraños. Habían dispuesto una gran mesa rectangular en el centro de la estancia, cubierta con bayeta verde. En torno a la misma había cinco jugadores, aparte de mí. Steve no jugaba, sentado atentamente a un lado, un poco apartado de la mesa, de modo que sólo podía ver mis cartas. Media docena de tipos de aspecto duro rondaban por la habitación, contemplando el juego. El salón no tardó en llenarse de humo, a pesar del aparato de aire acondicionado que funcionaba a pleno rendimiento.
Era una partida estricta de cinco cartas, cambiando la baraja y la mano a cada jugada. Las fichas eran de veinticinco, cincuenta y cien dólares. Ignoro quiénes eran los demás jugadores, pues nadie se presentó. Evidentemente todos eran expertos.
A medida que transcurrieron las horas, me fui tranquilizando. A las dos llevábamos ya tres horas jugando, suficientes para que todos estuvieran un poco cansados, un poco más lentos de ojos, un poco más lentos de reflejos. Desde el principio de la partida, estuve muy atento y no pude vislumbrar ningún truco ni trampa alguna. Sin que se diesen cuenta, comprobaba las cartas a cada oportunidad, y no hallé ninguna marca en ellas. Las barajas, seis en total, se cambiaban con regularidad, sin orden alguno. La partida me pareció sumamente correcta. Hubo alguna expectación con apuestas de tres y cuatro de los grandes. Varios de los primeros jugadores perdieron en cantidad y se retiraron, siendo remplazados por algunos de los mirones silenciosos.
Yo había estado jugando mis cartas con sumo cuidado, ganando un poco, y continuaba reteniendo mis fichas, esperando una oportunidad. Oportunidad que siempre se presenta en una partida, en un momento u otro, para bien o para mal.
Uno de los primeros jugadores era un individuo de mandíbulas gruesas, con la nariz rota y cabello negro que se peinaba con raya en el centro. Había ganado varias jugadas durante la partida y apostaba con mucho tiento, retirándose a menudo. A medida que discurría la noche, iba pensando dónde le había visto, aunque sin poder situarlo. Continué vigilándole; poseía unas manos rápidas y seguras, y un rostro impasible.
¡De pronto llegó!
Mejillas Gordas barajó y ofreció el mazo a cortar por la derecha. Cogiéndolo casualmente con la izquierda, su mano derecha cubrió durante un instante la baraja, y en dicha fracción de segundo, con una mano, realizó el cambio Ednase. Lo hizo literalmente en un parpadeo… y ni yo mismo hubiese podido jurar que lo había hecho. El Ednase es uno de los trucos más rápidos y seguros de las cartas, cambiando la posición original del corte de la baraja, y significa una cosa: que el jugador ha trucado la baraja.
Era lo que yo aguardaba. Cuando cogí mi mano, encontré tres ochos y una pareja de reinas. ¡Full! Se abrieron las apuestas, que dieron la vuelta a la mesa con cuatro pujas. Mejillas Gordas había realmente hecho un buen trabajo. Mientras seguía la puja, yo reflexionaba en las probables cartas del tipo aquél. Llegó el momento del descarte, y el jugador de mano pidió dos cartas, lo que indicaba un trío; el siguiente no pidió ninguna, lo que significaba un full, una escalera o color; el jugador de mi derecha pidió una… probablemente para ligar con dos parejas. Una cosa era segura: en una baraja preparada, la secuencia está determinada; rómpela y se provoca un trastorno. Descarté mis tres ochos y pedí tres naipes. Mejillas Gordas dejó ver un levísimo tic de sorpresa; había proyectado que también yo me quedase con todas mis cartas. El jugador de mi izquierda pidió dos naipes.
Mejillas Gordas estudió su jugada. En aquel momento pensé que le había fastidiado. Tenía cuatro cartas iguales, o sea póquer, pero seguramente no se había molestado en prepararse cuatro cartas iguales de nominación muy elevada… ya que no era necesario para ganar a un full o un color.
Cogiendo mis nuevas cartas, contemplé una reina, y un seis y un nueve de picas. Indudablemente, la reina y el seis estaban destinados al jugador de mi izquierda, pues no se esperaba que yo me descartase.
Mejillas Gordas sabía que yo tenía tres reinas, un seis y un nueve de picas… lo cual era mucho menos que mí jugada original. Utilizábamos una baraja Bicycle azul.
Por regla general, los mazos usados en las partidas entre profesionales son naipes de la marca Bicycle, impresos con dorsos dibujados en rojo y azul. Esas cartas son tradicionales… probablemente porque son muy difíciles de marcar debidamente. Yo he conseguido jugar con una baraja roja y azul escondida debajo de mi chaqueta, distribuyendo las cartas de acuerdo con la sucesión preparada, cosa sencilla, pues durante años lo hice en mi número.
Bien, saqué la cuarta reina de mi baraja particular, y disimulé el seis de picas en la palma de mi mano. El segundo individuo apostó, elevando la puja, en tanto que el que tenía la mano se retiró; el de mi derecha hizo lo mismo; yo elevé la apuesta; el jugador de mi izquierda abandonó; y Mejillas Gordas aumentó la apuesta.
Con esto, sólo quedábamos Mejillas Gordas, el segundo hombre de mi izquierda y yo mismo. Obviamente, Mejillas Gordas tenía un póquer; el de su izquierda un color desde el principio. Volvimos a elevar la apuesta, y el color se retiró. Mejillas Gordas y yo nos contemplamos a través de la mesa. Yo había apostado ya setecientos dólares de mi propio dinero. El que estaba en el centro de la mesa era todo mío. Mejillas Gordas añadió otros doscientos cincuenta; yo seguí. Detrás mío, oí la pesada respiración de Steve al ver que ponía en la mesa los doscientos cincuenta dólares con fichas de su dinero.
Mejillas Gordas enseñó cuatro cincos.
¡Yo cuatro reinas!
Impasiblemente, Mejillas Gordas empujó el dinero hacia mí. Lo sabía… y yo también, pero no podía decir nada. Al reunir mis cartas, empalmé la cuarta reina, dejé el seis de picas, y las mezclé todas con los descartes. Mejillas Gordas encendió un cigarrillo.
—Su cara me es familiar —murmuró—. ¿Conoce a Bill?
Su voz sonaba átona.
—Sí, le conozco mucho —asentí.
Naturalmente, era una frase convenida; la presentación de dos profesionales del juego.
Mejillas Gordas se encogió de hombros.
—No le he visto últimamente —dijo.
La partida terminó una hora después. No intenté más trucos, jugué noblemente y traté de proteger mis ganancias. Al salir del hotel, llevaba tres mil quinientos dólares de ganancia. Aparté setecientos, con el fin de entregarle un veinte por ciento a Steve, y le devolví sus quinientos pavos de exhibición. Gruñó y se embolsó la pasta.
—No me gustó que te sirvieses de parte de mi dinero —objetó.
—¿Se siente muy desdichado? —reí.
—No, mas aquello no entraba en el trato.
Se encasquetó firmemente el sombrero gris y llamó a un taxi. Durante un momento vaciló antes de abrir la portezuela.
—Ha sido una buena noche —comentó. Luego trepó al coche y añadió—: Pero los mecánicos de las cartas no viven mucho.
—Yo sí.
Se alejó dentro del vehículo.
En mi bolsillo, incluyendo las ganancias y el dinero primitivo, tenía algo más de tres mil dólares.
Pasta suficiente para atrapar a Greenleaf.