Los ojos del dentista, detrás de sus gafas sin montura, contemplaban a Denman con interés. Se pasó nerviosamente una mano por el cabello y se aclaró la voz. El defensor se le aproximó con estudiada indiferencia, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.
—Doctor, declaró usted que un paciente que usted conocía bajo el nombre de Isham Reddick le llamó porque le dolían tres muelas, ¿no?
—Correcto, señor.
—Bien, usted examinó atentamente las muelas, incluso con rayos X… mas no halló ningún mal en dichas muelas.
—No vi ningún motivo para el dolor.
—Y tras comunicarle esto al paciente, ¿qué dijo él?
—Que seguían doliéndole.
—Después de la primera visita, usted volvió a verle en diversas ocasiones. ¿Repitió alguna vez que le dolían las muelas?
—No me acuerdo.
—En cambio recuerda todo lo demás, ¿verdad?
—Cuando le vi últimamente —Boss jugueteó con un anillo de la mano izquierda—, yo sólo pensaba en su muela postiza.
—Y no le extrañó que su paciente ya no se quejase de las muelas. Usted le manifestó que las tenía en buen estado, y él, muy amable, no volvió a quejarse.
—Exacto —afirmó Boss—. A veces, los dientes o las muelas duelen por ser sumamente sensibles a los cambios de temperatura… Luego, la condición pasa y…
—De modo que usted decidió que no estaban dañadas las muelas de Isham Reddick, y procedió a fabricar un diente postizo para él. Dígame, doctor Boss, ¿quién habló primero de ese diente postizo?
—Reddick, estoy seguro.
—¿Por qué?
—Bueno, la falta del diente afectaba a su apariencia. Lo necesitaba. Y la cantidad de tiempo y trabajo necesarios para fabricar el diente excedía a lo que Reddick podía pagar. Era más importante para él tener el diente que para mí fabricarlo.
—Usted implica, doctor Boss, que le hizo un favor a Isham Reddick al fabricarle el diente postizo, y yo pienso que fue usted muy generoso —Denman hizo una pausa y luego preguntó—: ¿Tiene usted muchos pacientes, doctor Boss?
—Pues sí.
—¿Es un consultorio importante el suyo?
—Tengo todos los clientes que puedo cuidar.
Denman volvió al ataque.
—Y no obstante, a pesar de su mucho trabajo, usted perdió bastante tiempo, y muchos esfuerzos, claro, para fabricar un diente postizo para Isham Reddick, que no podía pagárselo como otro paciente más rico, ¿verdad?
—Ciertamente —replicó Boss con sequedad.
—Doctor Boss, no niego que usted hiciese el diente para Isham Reddick. Estoy seguro de ello. Mas no estoy seguro de que usted fabricase el diente a mano, especialmente coloreado, con la debida forma, el conveniente matiz… un diente diferente a todos los demás dientes del mundo —deliberadamente, Denman contempló al testigo de arriba abajo—. Bien, ¿lo hizo, doctor?
—¡Sí, lo hice! —afirmó decididamente el dentista.
—Piénselo —prosiguió Denman—. ¿No es posible que en su depósito hallase un diente apropiado a este uso? Usted posee un depósito de dientes de muchos tamaños y formas, ¿no es cierto?
—Sí.
—De modo que pudo encontrar uno que fuese apropiado para Isham Reddick, con lo cual usted podía ahorrar mucho tiempo y esfuerzo… ¿No es así?
—¡No! —tronó Boss.
—¿Por qué?
—Porque el paciente jamás se satisface con un trabajo mal hecho.
—Pero Reddick no habría notado la diferencia. Hubiera visto un diente delantero, que parecía razonablemente adecuado a sus necesidades… un diente que no tenía…
Denman intentaba que Boss admitiera haber utilizado un diente de su depósito. Con esta admisión, la identificación del diente hecha por el odontólogo como perteneciente a Reddick quedaría sumamente debilitada. Sin embargo, Boss sostuvo tenazmente que había fabricado el diente para Reddick, y Denman no logró hacerle flaquear.
El interrogatorio de Denman a la señora Boss fue rápido.
La mujer repitió su declaración anterior, respecto al tipo O de la sangre de Reddick, que figuraba en su archivo. Denman no podía sacarle nada más. Al concluir el contrainterrogatorio, el tribunal aplazó la vista para el día siguiente.
A las diez de la mañana siguiente, el fiscal llamó de nuevo al teniente Mikleson para testimoniar.
—Teniente, usted declaró la otra vez que en su primera visita a la casa de la calle Ochenta y Nueve Este, registró el dormitorio del acusado, el baño contiguo… y que se tomaron fotografías de dichas habitaciones —Mikleson confirmó su declaración y Cannon continuó—: Cuando registró el dormitorio, ¿qué encontró?
—Un revólver en el segundo cajón del escritorio.
—¿Es este revólver?
—Sí —asintió Mikleson—, el mismo, un 32, con un proyectil disparado.
—¿Halló algo más?
—Sí. Una nota doblada y colocada bajo diversas ropas, en la cómoda.
—¿Es ésta la nota?
Cannon le entregó una hojita de papel azulado, aproximadamente de ocho centímetros de ancho y doce de largo, de una clase corrientemente utilizada en las libretas de notas. Ésta se hallaba totalmente desgarrada por un lado.
Mikleson examinó el papel y asintió.
—Es la misma. La identifiqué con mis iniciales.
Cannon dio media vuelta, dirigiendo las frases siguientes al jurado.
—Voy a leer lo que dice este papel. «Reddick…» —empezó con voz clara y bien timbrada—, «mt. 8500» —se enfrentó con el juez—. Señoría, presento esta nota como evidencia —regresó junto a Mikleson y siguió—: Asimismo, en posesión del acusado, usted encontró una libreta. ¿Puede identificarla?
El fiscal le entregó un cuaderno en piel, y el testigo lo identificó.
—Gracias —dijo Cannon, despidiendo al policía.
Volvió a llamar al experto calígrafo, Alvin G. Hartney, y le enseñó el cuaderno.
—Usted examinó los escritos y las notas de esta libreta y lo ha comparado con muestras de la escritura del acusado. ¿Diría que todo fue escrito por la misma mano?
—Sí —asintió Hartney—. La escritura de la libreta es idéntica a la de otras muestras escritas por el acusado.
—Aquí tenemos una hojita de papel —prosiguió Cannon—, que procede supuestamente de la libreta. ¿Ha examinado usted su escritura?
Cannon entregó al calígrafo la hoja de papel.
—Sí.
—¿Puede identificar la escritura?
—Sí. Es idéntica a la de las anotaciones de la libreta y a la de las muestras de escritura del acusado.
—¿Diría positivamente que todo fue escrito por la misma persona?
—¡Sí! —afirmó Hartney.
Cannon le permitió abandonar el estrado.
—¡Mary Deems! —voceó el ujier.
Una mujer de media edad, que todavía conservaba una figura bastante esbelta, avanzó hacia la silla de los testigos. Su redonda cara no mostraba arrugas, ni llevaba otro maquillaje que un poco de color en los labios. Se presentó como dama de servicio doméstico, de la casa de la calle Ochenta y Nueve Este, habiendo trabajado para el acusado. Ataviada de negro, cruzó los tobillos, juntó las manos sobre las rodillas y comenzó con su declaración.
—Ha dicho usted que se dedicaba al servicio doméstico. ¿Puede explicarnos cuáles eran sus deberes? —interrogóla el fiscal.
—Pues… limpiaba la casa, contestaba al timbre y al teléfono y por la mañana preparaba un desayuno continental.
—Aclare lo del desayuno, por favor.
—Yo no soy cocinera, pero por las mañanas hacía café y calentaba unos bollos que servía con mermelada —inclinó la cabeza, reflexionando—. Cuando me contrataron dije que no era cocinera, y me replicaron que en la casa no se guisaba. El desayuno, realmente ligero, era la única comida que hacían en la casa. A veces… había una pequeña reunión, y entonces alguien traía algo de una tienda.
—¿Vivía usted allí, señorita Deems?
—Sí, señor. Tenía una habitación arriba.
—¿Había otros criados en la mansión, aparte de usted?
—Isham Reddick. También vivía allí. Estaba empleado como ayuda de cámara y chófer.
—¿Sólo ustedes para llevar una casa tan grande como aquélla?
—Nosotros éramos los que vivíamos allí —Mary Deems sacudió la cabeza—, sólo Isham Reddick y una servidora, Y había un matrimonio… los señores Lightbody, que venían de día. Él era portero de otro edificio de la misma calle.
—Un momento. ¿Portero?
—Bueno, encargado. Encargado y portero de una casa de apartamentos de la misma calle. Venía todos los días, a buscar las cenizas, a comprobar el horno y arreglar los posibles desperfectos de la casa. La señora Lightbody, su mujer, venía con regularidad para ayudarme a limpiar.
—Entiendo. Bien, volvamos a Isham Reddick. Dijo usted hace poco que estaba empleado como ayuda de cámara y chófer. ¿Es así?
—Sí, señor, y en realidad hacía un poco de todo.
Mary Deems no deseaba formular conclusiones definitivas.
—Veamos, señorita Deems, ¿cuántos años lleva usted como criada… perdón, empleada doméstica?
La mujer vaciló.
—Desde jovencita.
—No, no le pido una respuesta exacta —Cannon se mostraba comprensivo con la edad de las mujeres—. ¿Digamos unos veinte años?
—Pues… sí.
—Conforme. En ese tiempo usted habrá trabajado para otras familias. ¿Cómo definiría a Isham Reddick, en sus funciones de chófer, ayuda de cámara y de todo un poco, comparado con otros criados similares?
La mujer consideró la pregunta unos instantes y repuso lentamente:
—No muy bien, señor —su rostro honrado se asustaba ante la terrible idea de hablar mal del muerto—, porque en realidad, se tomaba muy poco interés por su trabajo. Naturalmente —su expresión se aclaró un poco—, es posible que no le gustase la idea de tener que hacer tantas cosas. Lo normal es que un ayuda de cámara sea un ayuda de cámara y que un chófer sea un chófer.
—¿Conocía muy bien a Isham Reddick? —Mary Deems se ruborizó y Cannon se apresuró a añadir—: No me refiero a nada personal, pero ¿conversaba mucho con usted?
—No, señor, no mucho. Normalmente, cuando no estaba de servicio, permanecía en su habitación. Sólo en una ocasión se comportó con gran amabilidad. Estábamos solos y me invitó al cine. Después, me invitó también a cenar.
—Se acuerda usted muy bien de este incidente, señorita Deems. ¿Existe para ello algún motivo, aparte de ser la única ocasión en que la invitó a salir?
—Sí, existe otro motivo. Había un pequeño restaurante cerca del cine de la calle Noventa y Dos. Allí nos detuvimos a cenar y estaba yo leyendo atentamente la minuta porque no quería que el señor Reddick gastara demasiado dinero conmigo. Decidí de pronto tomar un bocadillo y una taza de té, y él comentó: «Vamos, no sea tonta, pida lo que quiera. Tengo mucha pasta». Oh, sí, dijo «pasta».
—Isham Reddick, le dijo: «Vamos, no sea tonta, pida lo que quiera. Tengo mucha pasta» —repitió Cannon—. Y con estas palabras, señorita Deems, usted entendió que tenía mucho dinero, claro.
—Esto es lo que pensé, aunque cabía la posibilidad de que bromease un poco… o desease farolear…, ¿sabe usted lo que es farolear, señor fiscal? —Mary Deems se ruborizó. Seguramente pensaba que no era lógico que una señorita distinguida lo supiera—. Bromeando a mi vez, repliqué que estaba segura de que no disponía de más dinero que del necesario para pagar la cena. Entonces, riendo, sacó del bolsillo un fajo de billetes y los tuvo delante de mi cara un minuto, muy ufano. Luego, volvió a guardárselos.
—¿Le comunicó Reddick cuánto dinero había en el fajo?
—No, señor. Mas cuando me lo enseñó, distinguí que entre los billetes había bastantes de cien dólares.
—En su opinión, podía haber unos ochocientos dólares en total, ¿verdad?
Cannon se vio interrumpido por Denman al ponerse en pie.
—¡Protesto!
—Admitida la protesta —sentenció el juez.
—Está bien, señorita Deems —continuó el fiscal—. Después de enseñarle Reddick el fajo de billetes, muchos de cien dólares, ¿qué dijo usted?
—Naturalmente, me pregunté de dónde habría sacado tanta pasta… digo, dinero. No podía ser de su sueldo…
—¡Protesto! —exclamó Denman, colérico.
—¡Admitida la protesta!
—¿Qué dijo él? —preguntóle Cannon a la dama del servicio doméstico.
—Primero, yo me eché a reír y exclamé: «¡Muchacho, debe tener usted una mina de oro!». Él también rio y contestó: «No, no poseía ninguna mina de oro. Más bien parecía un enterrador… Sabía dónde estaban enterrados los cadáveres».
—Un momento, señorita Deems —la atajó Cannon—. Isham Reddick le dijo que él parecía un enterrador… y que sabía dónde estaban enterrados los cadáveres. Se refería a una tercera persona, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Y con esta observación, usted comprendió que Reddick no se refería a verdaderos cadáveres, sino que poseía una información importante.
—Exacto. Se refería a esto.
—No me parece una observación apropiada para una persona que apenas podía pagar el precio de un diente postizo —observó Cannon—. ¿No le causó a usted esta impresión?
—En efecto, señor. Parecía tener mucho dinero.
—¿Llevaba Isham Reddick el diente postizo la noche en que la invitó a usted al cine?
—Oh, no… Recuerdo que había un hueco muy grande en su dentadura… igual que siempre hasta entonces.