12

¡Aquellas planchas me inquietaban mucho! Sabía que tenía que desprenderme de ellas lo antes posible. En un hotel extraño, no es costumbre llamar a un botones, pedirle un martillo y empezar a golpear contra un yunque una serie de planchas de metal… con la esperanza de destruirlas. La sola posesión de las planchas significaba un gran lío con el Departamento del Tesoro, a pesar de no haber servido nunca para imprimir.

Más peligroso todavía, según mis ideas, era el desconocido e invisible Greenleaf. Había dispuesto, con mucho tiempo y algún gasto, que el viejo Will hiciese las planchas. Si Tally estaba en lo cierto, había buscado las planchas en la casa la noche en que el viejo murió. Bien, ahora resultaba imposible enviar las planchas al Gobierno sin mezclar a Tally, debido al dinero que Greenleaf les había entregado en cheques, que ella había cobrado personalmente. Y había algo más…

¿Y si Greenleaf era el responsable de la muerte del viejo? ¿No era probable que le hubiese golpeado por la escalera cuando Will Shaw vio que ya no podía entregarle las planchas por habérselas llevado Tally? ¿No era posible que primero hubiese golpeado a Will Shaw, y luego, con el viejo inconsciente, haberle arrojado al sótano?

De todas formas, una cosa estaba clara: tenía que deshacerme inmediatamente de las planchas. Y además, no tenía intenciones de vagar por las calles de Filadelfia, llevándolas, mientras buscaba un lugar donde esconderlas. Tally se quedó sosegadamente en cama mientras yo me vestía. Parecía angustiada.

—Oye, muñeca —le espeté, besándola—, voy a salir… No te muevas hasta que vuelva.

Asintió. Guardé de nuevo las planchas en el armario y salí apresuradamente de la habitación.

Ya en la calle, me dirigí hacia el Ayuntamiento, buscando un sitio donde esconder las planchas y donde pudiesen continuar ocultas por algún tiempo. Preferiblemente, hasta terminar nuestro contrato con el «Lark» y haber regresado a Nueva York. Las calles estaban llenas de personas que me parecía me contemplaban suspicazmente. Yendo por la avenida del parque Benjamín Franklin hacia el Museo de Arte, me acerqué al monumento de George Washington, que se halla sobre una isla de cemento rodeada por el tráfico. Dentro del parque del Museo de Arte, no obstante, hallé otra estatua, con el sitio que andaba buscando. Era un fundido en bronce de un hombre con una espada en alto, a caballo, y le llamaban el León Luchador. Directamente detrás, crecía un seto bien recortado, muy espeso, con una masa entrelazada de raíces gruesas. De pie detrás de la estatua, cavando entre las raíces, podría esconder las planchas sin ser visto por nadie. Las planchas enterradas a regular profundidad, podían quedar escondidas durante años… corroyéndose y quedando fuera de todo uso.

Estaba ya ansioso por regresar al hotel, coger las planchas y enterrarlas en el sitio elegido. Bajé muy de prisa la escalinata del museo, llamé un taxi y me hice conducir al hotel.

Ya en el «MacAndrews», un botones abrió la puerta del taxi y le entregué un níquel.

—Buen día, señor Mountain —me dijo el botones.

—Sí, en efecto —concedí.

Era un chico delgado, prácticamente sin espaldas, que caminaba como un pingüino. Varias veces, cuando llovía, buscaba taxis para Tally y para mí, y en consecuencia no escaseábamos las propinas. Por un momento, estuve a su lado en la soleada acera, y de pronto una gran sombra pareció cubrir al sol.

El botones miró hacia arriba y, gritando unas palabras sin sentido, me empujó hacia la calzada.

¡Se oyó un ruido tremendo como un portazo!

¡La muerte yacía a mi lado en la calle!

Estupefactos, el botones y yo permanecimos allí, y en aquellos instantes de parálisis, la acera se pobló de gente, procedente de las calles y casas vecinas, formando un círculo en torno al espantoso guiñapo.

A mis pies había una zapatilla negra, de terciopelo, con ribetes dorados.

Era una zapatilla de Tally.

Las olas que lamían las playas de todos los océanos del mundo dejaron de moverse por un momento, permaneciendo inmóviles. Luego, las mareas, atropellándose entre sí, corrieron más de prisa, como surgiendo del fondo de los mares y oscureciendo la luz del sol. Dentro del negro centro de la enorme ola, se oyó un estruendo, cada vez más potente, al tiempo que la ola ganaba en tamaño, hasta que no quedó más que la presencia de un estrépito tan intenso que ningún otro sonido podía oírse, ni verse ninguna otra visión. Y, sin embargo, en medio había voces que chillaban, voces que murmuraban.

Ante el mío apareció un rostro. Un rostro que no había visto nunca. Un rostro ancho, con ojos negros y mandíbula poderosa. Finalmente, no pude soportar más el estruendo de las voces… de la única voz. La voz que pertenecía al semblante ancho.

Aquella cara era de un detective llamado Brockheim, y estábamos ya en mi cuarto del hotel. Había allí otros hombres, algunos de paisano, otros de uniforme. Era como si todo el mundo estuviera allí. Todo el mundo, excepto Tally.

—Vamos, vamos… —repetía Brockheim—, sí, ha sido un choque. Vamos, señor Mountain, ha de contestar unas preguntas. Vamos, hombre, anímese —uno de los policías había encontrado un frasco de whisky medio lleno y me sirvió un trago. Lo bebí sin hallarle gusto—. Vamos, vamos —repitió Brockheim.

Asido a los brazos de la butaca, los apreté fuertemente. Mis dedos carecían de vida… y yo estaba apretando sólo espuma de cerveza, leche descremada…

—Sí —murmuré finalmente, encontrando la voz en mi interior.

—Así está mejor… —aprobó Brockheim—. Dígame, señor Mountain, ¿cuándo vio a su esposa por última vez?

—No sé…

—Vamos —replicó el detective—, usted acababa de regresar al hotel cuando su esposa saltó por la ventana. Debió verla antes, por la mañana.

—No sé…

—¿Cuánto tiempo hace que salió usted del hotel? ¿Cuánto tiempo ha estado fuera?

Entre todos aquellos mirones, vi la aparición de mi reloj de pulsera que yo había consultado en el parque del Museo de Arte.

—Dos horas —musité.

—¡Bravo! —exclamó Brockheim satisfecho—. Cuando salió de aquí esta mañana, ¿qué hacía su esposa?

—Estaba en cama.

—¿Desnuda y en cama?

—Sí.

—Y usted se marchó, y ella entonces debió levantarse y vestirse, porque estaba vestida cuando saltó. ¿Por qué? ¿Pensaba salir?

—No creo… —tartamudeé, recordando a Tally tal como la había visto por última vez recostada contra la almohada—. Aunque pudo decidir salir. Yo no debía volver en algunas horas.

—¿Cómo estaba cuando la vio usted esta mañana? ¿Discutieron por algo?

—No. No discutimos. Jamás nos peleábamos.

—¿Estaba deprimida por algo?

—Oh, no puedo pensar —gemí—. Estoy… confundido… Me resulta difícil comprender sus preguntas. Permitan que me lave la cara.

Sin esperar el permiso de Brockheim, me puse en pie y entré en el cuarto de baño.

Me aflojé la corbata, me desabroché el cuello de la camisa y abrí el grifo del agua fría. Recogiendo el agua con las manos, me lavé el rostro y coloqué las heladas manos debajo del cuello. Cuando mi cabeza empezó a despejarse, desapareció la niebla de irrealidad que tenía ante los ojos. Me sequé la cara y las manos y volví al dormitorio.

—Está bien —murmuré—, ahora me siento mejor.

—Le he preguntado si su esposa pensaba salir.

—Sí, recuerdo su pregunta. Dijo que Tally estaba vestida de calle. Y no obstante aún iba en zapatillas.

—Exacto —asintió Brockheim—. Dígame, ¿por qué estaba preocupada? Una mujer no salta por una ventana en un súbito impulso.

¡Era el momento de la gran decisión! Me hallaba en el lugar sin retorno. O ahora contaba toda la verdad… o nunca. Insertando un cigarrillo entre mis labios, fingí buscar en mis bolsillos una cerilla. Antes de que Brockheim hiciese funcionar su encendedor, fui al armario, lo abrí y saqué un librito de cerillas de una chaqueta. Mis ojos apenas rozaron un rincón del armario.

¡El maletín de Tally con las planchas falsificadas había desaparecido!

Volví a la silla y tomé asiento. Sabía que Tally no se había suicidado… no había saltado por su propio impulso. No sólo carecía de motivos para ello, sino que era psicológicamente imposible reconciliar esto con su carácter. El acto final de un suicidio desesperado necesita un acondicionamiento, durante algún tiempo, y Tally no había dado muestras de tales ideas.

Yo sabía qué la Policía debía considerar la posibilidad de que su caída fuese accidental. Las dos grandes ventanas al extremo del cuarto eran bastante anchas y altas. Y ambas poseían unos alféizares singularmente bajos, a no más de cincuenta centímetros del suelo. La parte inferior de una estaba totalmente levantada, deslizándose para cubrir toda la mitad superior del marco, y dejando una amplia abertura. Suponiendo que Tally hubiese abierto la ventana, se hubiese asomado, descansando las manos en el alféizar, y se le hubiesen deslizado las manos… Al perder el equilibrio, ¿era posible que el impulso de la caída la hubiese arrojado fuera de la ventana? Esto era imposible de demostrar, pues el alféizar, que era de cemento, no contendría ni huellas dactilares ni de las palmas de las manos.

Quedaba en pie un hecho, un hecho excepcional…, ¡el más importante! Las planchas habían desaparecido. Cuando yo salí del hotel, estaban en el armario. ¿Podía Tally haberse vestido, escondiéndolas en algún lugar del hotel? Era una posibilidad, aunque lo dudaba. Esperaba que yo regresase. Luego, si ella no se había librado de las planchas, Greenleaf había entrado en la habitación y las había cogido.

Con tantas reflexiones, parecerá que yo había medido la situación con detalle, mientras intentaba demorar mi respuesta a Brockheim. No, no sucedió así. En realidad, todas esas posibilidades pasaron por mi mente en un sólo destello de lucidez. Al momento siguiente, había tomado una decisión. Sabía, sin la menor duda posible, que era inútil hablar de las planchas desaparecidas y acusar a Greenleaf… al que nunca había visto ni podía identificar, y contra el cual no tenía ninguna prueba. Admitir la existencia de las planchas, que valían millones en dinero falso, era señalar con el dedo un motivo para mí también. Lógicamente, la Policía creería que Tally había escondido las planchas para guardarlas, y que yo la había matado para apoderarme de ellas.

Aunque poseía una coartada… la palabra del botones para el momento de la muerte, ello no descartaba la posibilidad de un cómplice.

Por eso, en un instante, fijando mi mirada en la de Brockheim, exclamé:

—Sí, estaba preocupada… Bueno, no preocupada realmente… angustiada y deprimida por la muerte de su tío. Falleció aquí, en Filadelfia, hace menos de cuatro meses, y era el único pariente de mi mujer, con el que había vivido muchos años, puesto que era huérfana, y su muerte la dejó muy deprimida. Al regresar aquí para trabajar a mi lado, sintióse abatida… mas no hasta el punto de quitarse la vida.

Brockheim sacó del bolsillo un chicle, le quitó el envoltorio de papel y se lo metió en la boca. Masticando lentamente, explicó:

—Trato de dejar de fumar. Pero no sirve de mucho —me miró con ojos penetrantes y preguntó—: ¿Cuánto tiempo llevaban casados?

Se lo dije.

—Recién casados, ¿eh? —observó.

—Sí.

—¿Tenía ella algún seguro?

—No lo sé… Tal vez se lo hizo antes de casarnos. En tal caso, no podía ser por mucho y jamás lo mencionó.

—¿No obtuvo nada de ella?

—Ni un penique.

—¿Seguro?

—Segurísimo,

—Puedo averiguarlo —Brockheim se encogió de hombros. Cayó en un profundo silencio y siguió masticando el chicle. Tras esta pausa, observó—: En la centralita me han contado que esta mañana, antes de salir, le llamaron por teléfono. ¿Quién era?

Le miré fijamente.

—Supongo que un bromista del club donde trabajo. El que llamó no sólo quería despertarnos. Fingió haberse equivocado de número…

—Oh, ¿de veras?… —Brockheim se acercó a la ventana—. Entonces, hubo otra llamada más tarde… después de irse usted. Una llamada muy breve. Tan pronto como aquí descolgaron el teléfono, la conexión quedó rota. ¿El mismo bromista?

—Es posible. En mi profesión abundan… No son muy graciosos.

—Nunca lo son.

De pie delante de la ventana, el detective se agachó… y se asomó para contemplar los quince pisos que había hasta la calle. Inclinándose más, puso las manos en el alféizar, soportando con ellas el peso de su cuerpo.

—¿Le molestaba a su esposa el aire fresco? —inquirió, con voz distante.

—No mucho —repliqué.

Brockheim retiró el cuerpo de la ventana.

—No tenía nada contra el aire fresco. De haber tenido jaqueca o no haberse encontrado bien, pudo abrir la ventana para asomarse.

—¿Padecía de jaqueca?

—No lo sé. Esta mañana nos despertamos tarde. Tal vez sólo quiso tomar un poco el aire…

—Sí… —regresando al centro de la habitación, Brockheim se enfrentó conmigo—. ¿Cree posible que saltara?

—No —me mostré muy seguro.

—Entonces, ¿cree que cayó?

—Sí, tuvo que caer.

—Bien —murmuró lentamente—, ahora le dejaré tranquilo. Tengo que interrogar al personal del hotel… y también al del club donde usted actúa. Más tarde volveré a hablar con usted.

Hizo una señal a sus subordinados y todos le siguieron al pasillo.

Instantáneamente, la habitación quedó desierta, una enorme habitación cuadrada, con muchos kilómetros de largo y muchos de anchura. Y en ningún lugar del cuarto había sonidos…, en ningún lugar del cuarto había movimiento… salvo en mis dedos. Poco después, los estudié y descubrí que estaban barajando. Sin embargo, en mis manos no había naipes.

Fui hacia el armario y cogí la botella de whisky.