11

Denman llamó al forense para proceder al contrainterrogatorio. El defensor ocultaba bien sus temores. Cannon había logrado, a su entender, establecer el hecho de un cadáver en la casa, identificando al hombre que, en vida, era Isham Reddick. Aunque todavía había algunos cabos sueltos en el caso del fiscal, Denman tenía pocas dudas de que a Cannon le costaría muy poco atarlos. Sin embargo, la defensa comprendía qué curso había emprendido la acusación, y sabía que era necesario contrarrestar aquel testimonio para impresionar al jurado.

—Doctor Eggleston —empezó Denman quedamente—, usted identificó la sangre encontrada en un hacha, un pedazo de lona, y dos frascos conteniendo diversos residuos, todo lo cual presentaba restos de sangre humana. ¿Es exacto?

—Sí.

—El señor fiscal ha dicho que usted es un forense muy experto, cosa que no ponemos en duda en absoluto.

—Gracias —replicó el doctor con sequedad.

—Ahora bien, usted ha clasificado toda la sangre, o sus restos, que encontró, como pertenecientes al tipo O. ¿Correcto?

—Correcto. Era del tipo O.

—Como forense experto, doctor Eggleston, ¿puede manifestarle al tribunal cuántos tipos hay de sangre?

—Cuatro.

—¿Sólo cuatro tipos? —Denman fingió profunda sorpresa. Añadió—. ¿Quiere decir, doctor, que entre todos los millones… miles de millones de personas que pueblan la tierra, sólo se encuentran cuatro tipos distintos de sangre?

—Sí, exacto.

—¿Y todo el mundo posee uno de esos tipos? ¡Un momento! —Denman pidió silencio—. Bien, doctor, si es tan amable de enumerar esos cuatro tipos…

—Hay cuatro tipos para clasificar la sangre humana —repitió Eggleston con voz clara y audible—. Esos tipos son el O, el A, el B y el AB.

—¿Cuál es el tipo menos corriente?

—El AB.

—¿Y el más común?

—El O.

—Muy interesante. El tipo O… El tipo más común… el tipo que presentan literalmente cientos de millones de personas…, ¿correcto?

—Sí —masculló Eggleston.

Denman volvióse y miró casualmente a los jurados. Luego, volvió a concentrar su atención en el testigo.

—Entre los doce hombres y mujeres que componen este jurado, ¿cuál es la probabilidad matemática respecto al tipo O?

—¡Protesto! —Se opuso Cannon—. ¡Esto requiere una conclusión!

—Señoría —gruñó Denman—, creo que la única conclusión es que el jurado tiene sangre en las venas.

Cannon enrojeció. Sin embargo, el juez dictaminó en favor suyo.

—Repita la pregunta de otro modo, por favor —dijo.

El defensor se encogió de hombros.

—Doctor Eggleston, usted identificó decididamente la sangre de esos diversos objetos, como perteneciente al tipo O. ¿Puede, en su calidad de experto, identificar dicha sangre como perteneciente exclusivamente a Isham Reddick?

—No, señor —confesó el testigo sin mirar a Cannon.

—Entonces, sólo la clasificó de acuerdo con generalidades —exclamó Denman despreciativamente.

—La identifiqué como perteneciente al mismo tipo de sangre que la de Reddick.

—Pero no puede demostrar que fuese suya, ¿verdad?

—No, señor.

Denman se apartó desdeñosamente del testigo y se enfrentó con el jurado, aunque seguía dirigiéndose a Eggleston.

—Dicho de otro modo, usted no demostró nada.

—¡Esto no es cierto! —gritó el testigo con firmeza.

Denman dio media vuelta rápidamente.

—¿Qué demostró entonces, doctor?

—Que no era imposible que la sangre fuese de Isham Reddick —replicó el médico, mirando fijamente al defensor.

Inmediatamente, Denman cambió de ataque.

—Espero que pueda mostrarse más específico respecto a la misteriosa ceniza que usted analizó, doctor. Por un instante deseo refrescarle la memoria respecto a la declaración que prestó usted para el señor Cannon.

Sacando una hoja de papel, leyó:

R.› También hay evidencias de origen proteico.

P.› ¿Significa esto la posibilidad de carne humana… o mejor, lo que antes podía ser carne humana?

R.› Correcto.

Denman calló y contempló a Eggleston.

—¿Recuerda haber dicho esto? —le espetó.

—Sí.

—¿Puede manifestarle al tribunal qué entiende por el término «origen proteico»?

—Significa un alto contenido de proteínas… predominantemente proteínas.

—¿Y qué son las proteínas, doctor?

—En bioquímica significan cualquier clase de combinaciones muy complejas de aminoácidos… ah… veamos… conteniendo carbono, hidrógeno, nitrógeno, oxígeno… y usualmente azufre, que son los elementos esenciales constitutivos de todas las células vivas.

Denman meditó largamente la siguiente pregunta.

—¿No hay proteínas también en los vegetales, así como en los animales? —inquirió al fin.

—Sí.

—Ah… —sonrió Denman—, entonces las cenizas con alto contenido de proteínas podrían ser cenizas procedentes de vegetales, ¿no?

—No —gruñó Eggleston—, químicamente la dife…

—¡Por favor, responda a mi pregunta! —Denman interrumpió al testigo, callando para sospesar la situación. Ésta era extremadamente peligrosa. Decidió volver a terreno firme. Agregó—: Hace un momento, doctor, usted ha explicado al tribunal qué significaba la palabra proteínas, ¿verdad?

—Sí, mediante una definición bioquímica.

Denman sacudió la cabeza en reprobación.

—Le he preguntado —volvióse Denman de cara al juez—. Por favor, solicito del tribunal que ordene al secretario leer la pregunta que formulé yo entonces. Y también la respuesta del testigo.

El secretario leyó en voz alta:

P.› ¿No hay proteínas también en los vegetales, así como entre los animales?

R.› Sí.

—Bien —prosiguió Denman dirigiéndose al doctor—, ya ha oído lo que ha leído el secretario. Repetiré mi pregunta. ¿Hay también proteínas en los vegetales? ¿Es esto correcto?

—Sí —asintió Eggleston.

Le sorprendía estar ahora a la defensiva.

—Está bien —sonrió Denman, con el aspecto de alguien que acaba de poner un fraude al descubierto—, por ahora dejaremos de lado lo de las proteínas vegetales —fue lentamente hacia la mesa donde estaban las pruebas y cogió el rollo de papel embreado, que sostuvo en alto sin desenrollar—. Doctor Eggleston, no deseo imponerme a la sensibilidad de cuantos aquí estamos volviendo a abrir este paquete. Usted ya lo identificó, de modo que sabe a qué me refiero. ¿Sabe qué es esto?

—Sí, un hueso llamado tibia.

—¿Un hueso humano?

—Sí, un hueso humano.

—¿Está seguro?

—Sí.

—¿No podría ser un hueso perteneciente a uno de los primates?

—Sí podría —asintió agriamente el forense—. El hombre es un primate.

A sus espaldas, Denman oyó la suave risita de Cannon, mas no dio indicios de su irritación.

—Naturalmente, doctor —sonrió—. Estoy seguro de que en el instituto todos estudiamos biología. Lo que iba a preguntarle antes de que usted se adelantase… Incidentalmente —volvióse hacia el juez—, ¿quiere el tribunal ser tan amable de ordenarle al testigo que no se adelante a mis preguntas?

—Señoría —se puso en pie Cannon—, yo he oído distintamente cómo el señor defensor le formulaba una pregunta al testigo, y cómo éste respondía con inteligencia. Creo que el señor Denman es injusto burlándose del testigo.

Volvió a sentarse, fijos los ojos en Denman y luego los apartó alegremente. El juez le ordenó al testigo que sólo contestase a las preguntas formuladas específicamente.

—De acuerdo —Denman volvióse hacia su testigo con dignidad—. Repetiré la pregunta. ¿No podría ser el hueso de un primate, aparte del hombre, de algún mono, mico o lemúrido?

—No podría ser el hueso de ningún mono, mico ni lemúrido —repuso secamente el forense.

—¿Sin ninguna duda, entonces, es humano?

—Sí, es humano.

—Doctor, usted declaró que este hueso de una pierna, la espinilla, era de la pierna de un ser humano adulto y masculino, normal. ¿De qué pierna?

—De la izquierda.

—Usted declaró que dicho ser humano medía al menos un metro setenta de estatura y no más de metro ochenta. ¿Exacto?

—Exacto.

—Cuando examinó este hueso, ¿cuál era su estado?

—Estaba muy quemado, achicharrado.

—¿Identificó todo el hueso como perteneciente a una tibia?

—No entiendo la pregunta, señor.

—La formularé de otro modo. ¿Estaba el hueso completo, estaba en su longitud y tamaño normales, salvo las quemaduras?

—No, señor.

—Entonces, el fuego ya lo había consumido en parte… acortándolo más de lo normal, ¿verdad?

—Sí —concedió el médico—, habían desaparecido los extremos.

—Y no obstante, usted insiste en que, a juzgar por este resto de hueso, su poseedor no podía medir menos de un metro setenta ni más de uno ochenta.

Eggleston se removió en su asiento. Ningún hombre, en las mismas circunstancias, podía éticamente estar seguro.

—¿Lo juraría?

—No, señor… Lo dudo.

—No le pido que dude —le cortó Denman, aprovechándose de su ventaja—. Sólo le pido esto: ¿queda fuera de toda posibilidad clínica que ese ser humano midiese un metro ochenta y cinco centímetros?

—Esto va en contra de toda probabilidad.

—No dije probabilidad —retrucó Denman—, sino «posibilidad»:

—Bueno —suspiró Eggleston—, existe una posibilidad…

—¡Gracias! —le atajó Denman.

Acto seguido empezó su ataque respecto al otro extremo de la estatura y al final el forense se vio obligado a admitir que el dueño de la tibia podía haber medido algo menos de un metro setenta.

De pie junto a Eggleston, aunque realmente dirigiendo sus frases al jurado, Denman despidió al testigo.

—Gracias, doctor Eggleston. En realidad, este fragmento irregular de hueso que usted ha identificado como no procedente de un mono, un mico o un lemúrido, se halla muy quemado, está incompleto, y no obstante usted insiste en que procede de un hombre. De la pierna izquierda de un hombre que originalmente no medía menos de un metro setenta ni más de metro ochenta. Este hombre desconocido, en los últimos minutos, se ha encogido y al mismo tiempo ha ganado en altura. Estoy seguro que, disponiendo de tiempo, doctor, acabaríamos acordando finalmente en que ese hombre era al unísono un enano y un gigante circense.

Eggleston suspiró con alivio al abandonar el estrado. En el último instante, Denman volvió a llamarle casualmente, truco que el abogado hallaba muy eficaz con un testigo agotado. Denman obtuvo rápidamente la admisión, por parte del forense, de que la bala encontrada en el horno no contenía restos de sangre. Diestramente, el defensor impidió que el médico declarase que el extremado calor del fuego, que había destruido la forma primitiva de la bala, también podía haber destruido los vestigios de sangre y carne que originalmente pudo tener adheridos.

Cannon le susurró a su ayudante que tomara nota para volver a llamar a Eggleston como testigo y pedirle esta información.

Lincoln M. Means siguió al forense en el estrado para el contrainterrogatorio. Cronometrando el tiempo, Denman comprendió que aún podía llamar a dos o tres testigos más antes del aplazamiento de la sesión. Cuando el jurado estuviese encerrado aquella noche, tales contrainterrogatorios serían la única cosa que los miembros del jurado recordarían. Apretando las palmas de las manos contra las costuras del pantalón, Denman inició el interrogatorio. Tras identificar a Means como empleado del Departamento de Licencias, le preguntó:

—Si yo solicitase una licencia y le dijese a usted que mido metro ochenta, ¿me mediría usted?

—No —replicó Means.

—¿Por qué?

—Pues… No tenemos aparato de medir. No es necesario; nadie tiene motivos para mentir respecto a la estatura.

—¿Podría haber otra razón?

—No. Usted aparenta metro ochenta de estatura y yo le creería.

—Y si yo le dijese que mido un metro sesenta, ¿también me creería?

—No, señor. Obviamente, sería falso.

—Bien, supongamos que yo le digo que peso noventa kilos. ¿Me creería?

Means le estudió críticamente.

—Usted es corpulento, y creo que pesa alrededor de los noventa y cuatro kilos.

—Bien, por el momento, usted cree que yo mido metro ochenta y que peso noventa y cuatro kilos. ¿Correcto, señor Means?

—Sí, señor.

—Metro ochenta y noventa y cuatro kilos —Denman repitió quedamente las cifras mientras sacaba su cartera y extraía de la misma su licencia de conducir. Levantándola, leyó—: «Metro ochenta y cuatro de estatura. Peso: ochenta y un kilos» —se enfrentó de nuevo con el testigo—. Estamos en desacuerdo por cuatro centímetros de estatura y trece kilos de peso. Bastante diferencia.

—¿Cuánto hace que consiguió usted la licencia, señor Denman? —intervino el juez.

—Algo más de un año, al caducar la otra —replicó Denman—, y aseguro a Su Señoría que desde entonces no he cambiado sustancialmente de peso.

—Gracias —sonrió el juez—. Continúe.

—Señor Means, ¿cuál es su peso?

—Unos setenta kilos.

—¿Unos…? ¿Cuándo se pesó por última vez? ¿En una báscula segura… tal vez en el consultorio de un médico?

Means reflexionó.

—Hace… dos o tres años… para un chequeo del seguro.

—¿Y la estatura?

—Metro sesenta y cinco.

—¿Con o sin zapatos?

—Sin zapatos.

—¿Cuándo se midió?

—Cuando me reconocieron para el seguro.

—Cuando me reconocieron para un seguro —replicó Denman—, y cuando me midieron la estatura, el doctor no me hizo quitarme los zapatos. Simplemente, compensó dos centímetros por ellos.

—Bueno —confesó Means con inseguridad—, tal vez el mío hizo lo mismo.

—No se preocupe —el tono del defensor era amistoso—, no intento tenderle ninguna trampa. Simplemente, deseo demostrar que la memoria humana no es infalible. Muchas personas sólo se pesan ocasionalmente, en básculas poco garantizadas, o si poseen las cifras exactas… es posible que hayan cambiado con el tiempo. Bien, señor Means, honradamente ignora si mide un metro sesenta y cinco centímetros, sesenta y siete o sesenta y ocho; y es probable que pese setenta, setenta y dos o setenta y cinco kilos —Denman hizo una pausa y preguntó suavemente—. ¿Correcto?

—Sí, supongo que sí.

—¿No es posible que muchas solicitantes de licencias caigan en el mismo engaño que usted? Llenan el formulario con respuestas que juzgan exactas… pero que, tal vez por culpa del tiempo, ya no lo son.

—Pues…, no…

—No quiero decir un gran error, señor Means. En cambio sí una diferencia de tres o cuatro kilos, de tres o cuatro centímetros…, ¿puede garantizar que cada uno de los miles de formularios contienen unos datos cien por cien correctos?

De repente, la voz de Denman había perdido toda la amistad.

—No —replicó Means lentamente—, a veces, alguien puede cometer un error…

—¡Exactamente! —Denman dio un vistazo a sus notas—. Usted leyó en el formulario de Isham Reddick: «sexo… masculino; edad… 36 años; ojos… azules; cabello… castaño oscuro; peso… ochenta kilos; estatura… metro setenta y tres». —Denman levantó la vista y la fijó en el testigo—. Señor Means, hace unos momentos usted calculó mi estatura, pero en base a sus cálculos…

Cannon ya estaba de pie.

—¡Protesto! ¡Protesto!

—¿No es posible que Reddick midiese más de metro setenta y tres y pesase noventa kilos? —concluyó Denman.

—Señoría —objetó Cannon—. ¡Pido que esta declaración sea borrada del acta y que el tribunal ordene al jurado que no la tenga en cuenta!

—¿Sobre qué fundamento, señor fiscal? —preguntó Denman, sonriendo.

—Es una opinión… puramente hipotética…

—Aprobada la protesta —decidió el juez. Luego, se volvió hacia el jurado—. Por favor, no tengan en cuenta la última declaración, ni permitan que la misma afecte a su decisión.

Denman, no obstante, todavía sonreía. Había fabricado una pantalla de humo, aunque ignoraba cuál era su verdadera importancia.

El doctor Stanley Boss, dentista, volvió a regañadientes al estrado. Denman estaba junto a la mesa de la defensa, visiblemente afilando sus armas mientras el odontólogo se sentaba. Inmediatamente, Denman se lanzó al ataque.