Citando una frase de Porgy: «la felicidad es algo». Es difícil recordar la sensación de felicidad, al cabo de cierto tiempo, tal vez por ser transitoria, intangible, efervescente. A menudo, se confunde con el contento que, según creo, es un compromiso entre ser feliz y desdichado. Más tarde, cuando uno vuelve la vista hacia los meses y los años pasados, es imposible recordar claramente los momentos de completa felicidad, aunque es mucho más fácil recordar aquellos momentos en que prevalecía el contento.
Sé, no obstante, que aquellos meses de nuestro matrimonio en Nueva York, cuando actuábamos en el «Martinique», fueron dichosos. Nuestro mundo se componía de dos habitaciones: la de un hotel con las paredes empapeladas y un pequeño camerino. Las dos habitaciones estaban conectadas por una calle larga, que a veces estaba iluminada por luces de neón, a veces por la luz gris del alba, que empezaba a suavizar la negrura de la noche, cuando íbamos de una habitación a otra.
Tally reconocía mejor que yo, lo que disfrutábamos en aquella época. Tal vez por esto no quería abandonar aquella forma de vida aunque ya no nos quedaba otra elección. Sólo unos días antes de terminar en el «Martinique», volví al hotel con un nuevo contrato de cinco semanas para el «Lark Club» de Filadelfia. Cuando se lo conté a Tally, me escuchó en silencio. Sentada en la cama, jugueteaba nerviosamente con el anillo de boda, sin la menor emoción en su semblante.
—Lew —murmuró cuando terminé de describir el contrato—, me gustaría… que no hubieras aceptado.
Su voz apenas era audible.
—Oye, cariño —repliqué—, llevas casi tres meses fuera de Filadelfia. Tiempo más que suficiente para haber superado tu pesar por la muerte de tu tío. Ahora ya puedes volver allí.
Moviendo tristemente la cabeza, se negó a mirarme a los ojos. De pronto, intuí que por debajo de su rostro impasible, estaba luchando con otras emociones que yo no podía identificar.
—No es… por tío Will —murmuró de nuevo, tragando saliva. Se miró las manos y bajó la cabeza—. ¿Tendré que ir contigo?
Encendí un cigarrillo.
—Claro, muñeca —traté de mantener el tono ligero—. El gerente del club de Filadelfia dijo: «No me importa que venga el mago, pero que no deje de venir la muñeca».
Pero Tally no sonrió. Luego, dijo más para sí que para mí, hablando en voz alta:
—¿Por qué tenía que ser para allí el contrato, y no para Chicago o Los Ángeles?
—En esta profesión —manifesté—, hay que aceptar los contratos como vengan. En cierto modo, tenemos suerte. No tendremos que parar ni un solo día.
Tally se levantó de la cama, dio un par de vueltas por la habitación, deteniéndose ante el tocador, cogió y dejó el cepillo del cabello, fue a la ventana, se asomó a la calle, volvió a la silla… y constantemente estaba reflexionando, aunque yo no sabía qué era lo que pensaba… no, no lo sabía.
—¿No podrías ir tú solo… —preguntó al fin—, y dejarme aquí?
—Creo que no. Han contratado el número tal como lo hago ahora, no en singular.
—Sí, supongo que éste es un motivo —gimió con tono de resignación.
A la semana siguiente terminamos en Nueva York y empezamos a preparar el equipaje para Filadelfia. Yo poseía un baúl viejo, y Tally ya había reunido bastantes cosas. La sombrerera ya no contenía todas sus ropas. Orgullosamente, se había comprado dos maletas. Y una tercera más pequeña, como un neceser de viaje. Cuando volví al «Delafield» tras haber estado fuera todo el día, efectuando las visitas de despedida, disponiendo que viniesen a buscar el baúl y puliendo los últimos detalles, nos despedimos del hotel. Max nos ayudó a subir al taxi.
—Hasta la vista —dijo.
Y así, con Tally llevando el neceser, salimos para Filadelfia.
En Filadelfia muchos clubs nocturnos están agrupados en la calle Locust… y la Decimotercera Avenida. Algunos son buenos, otros malos. El «Lark» era pequeño, nuevo y en proceso de establecer una política de espectáculos… luchando entre la sofisticación y la corrección, la monotonía y la vulgaridad. Cuando llegamos, todo estaba mezclado. En el cartel, un cómico llamado Lemmie Hall representaba imitaciones con ayuda de un sombrero, y actuando también de presentador. Había una cantante sumamente atractiva, de buena voz; unas bailarinas llamadas las «Cinco Encantadoras Larks», una colección de coristas con rostros misteriosos, inescrutables, piernas delgadas y ropas alquiladas… y Tally y yo.
El interior era pequeño, y las paredes estaban tapizadas con terciopelo; las mesas, sillas y el mostrador eran de madera clara, muy modernos. Los clientes estaban muy apretujados, como embutidos en el salón, y la pista de baile no era mayor que una bandeja de camarero. Actuábamos en la pista, y el espectáculo se veía respaldado por siete músicos con chaquetillas coloradas. El director tocaba el violín, y había un guitarrista, mas por desdicha ambos instrumentos eran eléctricos. Ocasionalmente, los dos músicos mezclaban los controles del volumen y el resultado por los altavoces era como el griterío de una tribu africana.
Lo que daba más fama al «Lark» era una estatua de mármol que se erguía en casi en el centro de la sala. Era la escultura de un hombre desnudo besando a una joven desnuda. El mármol blanco estaba iluminado en la base por varios reflectores, y contra el terciopelo negro del fondo, el visitante obtenía la impresión de que Afrodita y su amiguito estaban jugando completamente manchados de harina.
Llevábamos trabajando en el «Lark» una semana, cuando sonó el teléfono. Tally y yo parábamos en el «Hotel McAndrews», que es otro hotel para artistas. Se halla situado en una callejuela increíblemente estrecha, cerca del distrito nocturno, y cuenta al menos con cincuenta años de antigüedad. Pero es confortable, aunque viejo. Exceptuando el vestíbulo. Lo han redecorado con fluorescentes, muebles cromados, imitación de piel y accesorios tubulares, con una capa de pintura salmón en el techo. El vestíbulo tiene forma de L con la recepción y dos ascensores en el corte vertical de la letra; al otro lado, una escalera conduce a los pisos, y una puerta da al bar y comedor. Dentro, hay dos puertas que llevan a una calle diferente, pues el bar está localizado en una esquina del edificio.
Nuestra habitación estaba en el piso superior, en una esquina también, en la fachada del edificio. Los corredores del «McAndrews» están poco iluminados y sus paredes presentan una pintura color chocolate hasta la altura del hombro, con un tono más claro hasta el techo. Los suelos están cubiertos por alfombras viejas, y hasta a la luz del día, todo aquello tiene un sabor arcaico, vetusto. No obstante, las habitaciones resultan cómodas.
En la nuestra había una cama de matrimonio, un aparato de televisión que funcionaba una hora por cada níquel introducido en la ranura, varias butacas cómodas y dos lámparas de lectura. El cuarto de baño con el suelo de linóleo, con una gran bañera de metal, de patas en pezuña. Con dos enormes armarios, Tally instaló en uno el plato eléctrico, que utilizábamos como cocina.
Cuando llegó el día… el de la llamada telefónica, estábamos aún durmiendo, pese a ser tarde. Sonó el aparato y yo lo dejé tocar unos instantes, esperando que contestase Tally. Mas al ver que no era así, lo cogí yo.
—Sí…, ¿quién es?
Al otro extremo hubo un silencio tan especial que me despabiló por completo. Escuché atentamente, aunque no oía nada.
—¡Eh, diga! ¡Diga! —Agité el aparato—. ¡Diga!
Al cabo de unos momentos, una voz murmuró:
—Le pagaré veinticinco de los grandes por ellas.
—¿Quién es? —volví a preguntar—. ¿Y por qué pagará veinticinco de los grandes?
—Ya lo sabe —fue la respuesta.
Colgaron.
Lentamente, dejé el receptor en su soporte. Luego, cogí los cigarrillos de la mesita. Reflexionando, decidí que se trataba de una broma. Alguien a quien yo conocía… posiblemente alguien del «Lark». Me encogí de hombros y, ya totalmente despierto, hice un poco de café. Tally se despertó mientras hervía el agua y se sentó en la cama.
—Chica, eres muy mala doncella —le dije—. ¿Quieres una taza?
—Oh, sí, por favor.
Estiró los brazos, sacudió la cabeza y su cabellera se desplegó sobre la almohada al volver a tenderse. Llevé una taza a la cama y me senté a su lado.
—¿No ha sonado el teléfono? —me preguntó en tanto sorbía el café.
—Seguro que no eran las campanas de Santa María —repliqué.
—¿Quién llamaba?
—Una voz. Una voz misteriosa… y si te parezco imbécil no puedo impedirlo.
—Deja de decir tonterías, querido —me interrumpió—. ¿Quién era? ¿No se han equivocado de número?
—No me extrañaría que fuese Lemmie Hall. Probablemente, su sentido del humor…
—¿Qué dijo?
—Pues el que llamaba dijo con voz disfrazada: «Le pagaré veinticinco de los grandes por ellas».
—¡Qué!
Tally se incorporó en la cama, derramando el café.
Poniéndose de pie de un salto, le arrebaté la taza de sus temblorosas manos. Tenía el semblante gris de miedo y no podía hablar.
—¡Muñeca! —dejó la taza sobre la mesa y cogí sus manos entre las mías—. Tally, ¿qué te pasa? ¿Qué sucede? Cuéntamelo.
Liberó las manos y pasando los brazos en torno a mi cuello, enterró el rostro en mi pecho. Permanecimos en esta postura algún tiempo… como sosteniéndonos mutuamente.
—Lew… —susurró ella al fin—, no sé… no sé qué hacer.
—¿Qué sucede, Tally? Dímelo, y sea lo que sea, pensaremos qué puede hacerse.
Encendí un cigarrillo y, abatiéndola sobre la cama, se lo coloqué entre los labios.
—No sé cómo empezar —dijo lentamente—. No sé exactamente cómo empezó…, pero había ese hombre. Lo llamábamos Greenleaf[2].
—¿Quién era?
—No lo sé… de veras.
—¿Le viste? ¿Qué aspecto tenía?
—No le vi nunca. Sólo hablé algunas veces con él por teléfono.
Empezó a temblar y le acaricié la espalda.
—Bueno, muñeca —traté de sosegarla—, hablaste con él por teléfono. ¿De qué?
—De unas planchas… De los grabados falsificados que estaba haciendo tío Will…
—¿Qué dices? —la miré sin dar crédito a sus palabras. Le temblaron los labios y continué con más calma—. Oye, será mejor que me lo cuentes a tu manera… desde el principio.
Fui hacia el tocador y cogí un pañuelo limpio. Se secó los ojos e intentó sonreír.
—Una vez… creo que ya traté de contarte cómo era tío Will. Se fiaba de todo el mundo. Toda su vida fue bueno y generoso… y admirable. Y todo el mundo se aprovechó de él, con ideas y planes idiotas para hacer dinero. Cuando llegó a viejo no le quedaba nada.
Tally hizo una pausa para exhalar una bocanada de humo.
—La compañía para la que había trabajado casi toda su vida la vendieron y los nuevos amos le dijeron que era ya demasiado viejo. Al principio, no podía creerlo. Todo el día estaba sentado en casa fingiendo leer anuncios y escribiendo cartas a otras empresas, pero, como es natural, nadie le contestó. Al cabo de algún tiempo, tuvo que creer la realidad. Cuando finalmente la aceptó, se le quebró el corazón y los ánimos. No era más que un anciano, demasiado viejo para trabajar, demasiado inútil para darle un sueldo.
Abrazándose el cuerpo con sus propios brazos, Tally iba rememorando el pasado.
—Su cerebro…, bueno, no quiero decir que estuviera loco. Simplemente, se negaba a vivir en este maldito mundo. Poco a poco, vi cómo cambiaba… Oh, al principio en cosas sin importancia. Dejó de afeitarse… primero durante días, luego semanas…; dejó de llevar corbata; se le rompían los cordones de los zapatos y se limitaba a hacerles un nudo…
Tally me miró fijamente.
—Siempre le había gustado comer, pero cada vez comía menos… negándose a tragar carne y patatas, y en ocasiones encontraba montones de mendrugos y rebanadas de pan en su cuarto. Como un chiquillo…, ¿sabes cómo esconden los niños la comida para poder salir antes de casa a jugar? Bien, me recordaba esto. Tío Will se estaba convirtiendo en niño… y hablaba y pensaba como tal.
—¿Y tú qué hiciste? —quise saber.
—Naturalmente, tenía que buscar empleo. Tío Will cobraba una pensión de retiro muy exigua… Me empleé como cajera en una tienda del centro, y los sábados y domingos solamente manejaba la registradora para el señor Doremus. Este poseía el drugstore de nuestro barrio, y habíamos comprado allí toda la vida. Trabajando, yo estaba mucho tiempo fuera de casa, dejando solo a tío Will, lo cual no era bueno, mas nada podía hacer para remediarlo. Podía cuidarse de sí mismo, pues no estaba inválido ni tullido. Poco tiempo después, cuando yo llegaba a casa él no estaba. Paseaba hacia el centro de la ciudad y regresaba, haciendo mucho ejercicio. Cuando hacía buen tiempo, se sentaba en la plaza de Washington, en el pequeño parque, que se halla exactamente en el centro del distrito de la Prensa y las imprentas. Probablemente esperaba ver a algunos antiguos amigos —añadió, en un susurro—. Pensé que esto le hacía bien. Como si tuviera alguna obligación…
—Seguro —la consolé—, le gustaba volver al distrito de las imprentas, tal como a los maquinistas viejos les gusta rondar por las estaciones.
—Esto pensé —continuó Tally—. De pronto, un día llegó tío Will feliz, dándose aires de gran importancia. Se mostró muy reservado, alardeando de ello como un crío. Insinuó que tenía un trabajo. Aunque no dijo nada más, añadió que tenía algo que ver con el Gobierno. ¡Muy secreto! Pensé que posiblemente era invención suya.
»Durante varias semanas habló de un caballero muy importante que había conocido. Se encontraron en la plaza y charlaron largo y tendido. Y un día, tío Will vino a casa con un cheque. Estaba firmado por un tal Greenleaf.
—¿De cuánto era el cheque?
—De treinta y cinco dólares. Al principio, creí que no era bueno. Tío Will estaba muy contento y me explicó que Greenleaf le apoyaba y que le entregaría treinta y cinco dólares todas las semanas hasta que emprendiera un gran negocio que tenía en proyecto. Nosotros necesitábamos tanto aquel dinero que decidí cobrar el cheque. Luego, me quedé el dinero… sin gastarlo por si reclamaban el importe. Pero no sucedió así. Y a partir de entonces, todos los viernes tío Will me entregaba el cheque, que yo cobraba a mi vez.
—¿No sospechaste nada?
—Al principio, sí…, pero luego… Oh, no sé. Por primera vez, alguien le entregaba dinero a tío Will en vez de llevárselo, y lo necesitábamos tanto… tanto… Tío Will empezó a trabajar en el sótano, durante todo el día y a veces de noche. Mantenía su taller cerrado y nunca me dejaba entrar allí. Cuando le preguntaba que hacía, eludía el tema y me decía que no me preocupase…, ¡que él podía cuidarse de todo! Lew, quiero que sepas, aunque resulte risible, que estaba como un niño con un gran secreto. No tuve fuerzas para lastimarle… de modo que le dejé tranquilo. Sabía que seguía siendo un maravilloso grabador y pensé que… honrada, verdaderamente… que estaba trabajando para Greenleaf.
—¿Y nunca viste a ese sujeto?
—No. Varias veces llamó por teléfono para hablar con tío Will, y yo le contesté que estaba en el sótano.
Tally ya se había dominado por completo y hablaba lentamente, con cierta vacilación. Le serví más café. Se incorporó sobre la almohada y ocasionalmente tomaba un sorbo, mientras continuaba con su relación.
—Una noche llamó Greenleaf. Tío Will cogió el teléfono y yo oí parte de la conversación. Ya había terminado lo que estaba haciendo y estaba ansioso de principiar el nuevo trabajo. Comprendí que Greenleaf contestaba que aún tardaría unos días, y quería que tío Will fuese inmediatamente al centro. De pronto, de manera imprevista, tío Will, se mostró como un niño terco, y gritó que él mismo las llevaría a Washington. Empezó a discutir y me sorprendió ver lágrimas en sus ojos. Unos lagrimones que resbalaban por sus mejillas, y temblaba tanto que no podía estar de pie. Se hundió en una silla al lado del teléfono. Y recuerdo que antes de colgar exclamó: «¡Nadie las tendrá hasta que me den el trabajo!».
»Luego, fue a la cocina y sentóse al lado de la mesa. Se puso de bruces encima, sosteniéndose la cabeza, y allí continuó sentado, llorando y balbuciendo. Tuve miedo de que le diese un ataque al corazón o a la cabeza. Intenté calmarle y poco después me contó lo ocurrido.
»Will Shaw conoció un día a Greenleaf en la plaza de Washington. El encuentro fue casual, y luego continuaron viéndose como dos viejos amigos. El tío de Tally le contó a su reciente amigo que había sido un estupendo grabador. Greenleaf a su vez le confió que era amigo personal del jefe del Departamento de Imprenta y Grabado de Washington, D. C[3]. Greenleaf le prometió a Will Shaw hablar con su amigo para que le dieran un empleo. El viejo, buceando en sus recuerdos, se acordó de que en aquel Departamento siempre habían buscado grabadores con experiencia. Y que en su juventud había rechazado una proposición para trabajar allí. Inmediatamente, cobró nuevas esperanzas.
»Sin embargo, unas semanas más tarde, Greenleaf le comunicó, con toda clase de precauciones, a tío Will, que en Washington consideraban que era demasiado viejo y que su amigo del Departamento no creía que pudiera ya cumplir con el trabajo. Tío Will se hundió en las simas de la desesperación. Eventualmente, Greenleaf propuso una solución, que el viejo no estaba en condiciones de sospesar o calcular, y que por tanto aceptó inmediatamente. Will Shaw tenía que hacer una serie de planchas duplicadas, de manera tan experta que no podrían diferenciarse de las originales. Greenleaf llevaría las planchas a Washington y las enseñaría a su amigo. Cuando el Departamento no pudiese distinguir las buenas de las otras, tendrían la prueba ante los ojos y al viejo le concederían el empleo. Greenleaf tuvo buen cuidado, al hablar con el anciano, de no mencionar la palabra “falsificación”, y aquél, olvidándose de todos los reglamentos de la Ley en contra de la reproducción del dinero del Gobierno, se dejó convencer por su amigo. Como Greenleaf tenía varios amigos en los distintos Departamentos de Washington, tío Will pensó de buena fe que ninguna ley podía serle aplicada por algo tan inocente.
»En su entusiasmo por ayudar a tío Will, Greenleaf le ofreció generosamente adelantarle algún dinero mientras hacía las planchas. También, y muy amablemente, Greenleaf le comunicó al anciano que no debía apresurarse en su labor, señalando que todos sus planes quedarían frustrados si las planchas no eran perfectas. Tío Will podía tomarse todo el tiempo que necesitase; cuando finalmente quedase contratado para trabajar en Washington ya le devolvería los adelantos a Greenleaf.
—El viejo debió estar bastante chiflado para creerse este cuento —comenté—. Desde el principio se oía la tostada. Will Shaw encontró a Greenleaf ocasionalmente… como una gallina se encuentra con un halcón.
—Tío Will sólo tenía una idea fija… volver a trabajar. Lew —me suplicó Tally—, debes recordar que el viejo ya no… ya no…
—De acuerdo. Estaba enfermo y era muy viejo. ¿Qué más ocurrió?
—Cuando finalmente lo comprendí todo, hice que tío Will me entregase la llave y bajé al taller. Dentro, en el banco de trabajo, había unas planchas terminadas para billetes de cinco, diez y veinte dólares. Sabía que el Gobierno las consideraría como falsificaciones y también estaba segura de que Greenleaf pretendía usarlas en su provecho. Algo me decía que debía sacarlas al momento de casa. No era muy tarde, de modo que las metí en aquel maletín que tenía cerradura, y las llevé al drugstore de Doremus. Todos los que trabajábamos allí teníamos una taquilla para las botas y uniformes, y yo puse el maletín en la mía, cerrando con la combinación. Estaba sumamente inquieta y me senté a tomar una coca cola.
»Traté de decidir qué hacer. En Filadelfia hay una Casa de la Moneda de Estados Unidos, una sucursal, claro. Es un edificio de ladrillos pardos, que había visto muchas veces. Llevaría allí las planchas y las entregaría a alguien con autoridad. De pronto, me decidí en contra porque podrían pensar que tío Will era peligroso… y lo enviarían a un instituto mental. Pensé enviarlas por correo, anónimamente, pero esto me asustó porque había leído que el FBI puede seguir el rastro de todo lo enviado por correo. Llevaba ya en el drugstore una hora, y cuanto más pensaba en todo ello más confusa estaba. Finalmente, decidí que al día siguiente llevaría las planchas al puente del río Delaware, y las arrojaría al agua.
»Cuando llegué a casa había un gran silencio. Tío Will no estaba a la vista. Fui a la cocina donde le había dejado y le busqué en su dormitorio. De vuelta a la cocina, observé que la puerta que llevaba al sótano estaba sólo entornada, y que abajo había luz. Pensé inmediatamente que tío Will había bajado al taller. Abrí la puerta para llamarle… y le vi. Estaba tendido al pie de la escalera.
—¿Muerto? —pregunté, más bien afirmativamente.
—Sí —calló un instante y prosiguió quedamente—. No recuerdo casi nada más de aquella noche. Llamé al médico y avisé a la Policía. Aseguraron que se trataba de una muerte accidental.
—¿No lo fue?
—Al principio pensé que sí. Sabía que tío Will estaba terriblemente angustiado. En ese estado, pudo tropezar o caer por la escalera… Incluso sufrir un ataque al corazón o al cerebro… y haberse roto el cuello.
—¿No les hablaste a los policías respecto a las planchas… o a Greenleaf?
—No. Las planchas no estaban en casa y creí preferible no mencionarlas. La Policía se portó muy bien conmigo. El médico me recetó un sedante y una chica de la vecindad me hizo compañía toda la noche. Al día siguiente, cuando volvieron los policías, yo ya había reflexionado profundamente. Decidí definitivamente no decir nada de las planchas ni de Greenleaf. Sólo declare que tío Will era muy viejo y había perdido un poco el conocimiento.
—¿Qué te hizo pensar luego que no era un accidente? —me interesé.
—Bueno, cuando la Policía se marchó por segunda vez, tuve la oportunidad de dar un vistazo a toda la casa. Y estuve segura de que alguien había estado allí, haciendo un registro. No había señales muy claras… sólo algún cajón abierto, algo fuera de sitio… Muy leves rastros, de lo contrario, la Policía se habría dado cuenta. Pero cuando se vive mucho tiempo en una casa, es un hábito ver las cosas en un sitio fijo: la escoba siempre está dentro de la alacena… o el modo cómo está colocada la ropa interior en un cajón. Bien, algunas cosas por el estilo habían cambiado. No faltaba nada, mas estuve convencida de que alguien había llevado a cabo un registro completo. Y la única ocasión en que había podido tener lugar era la noche en que tío murió, porque yo no estaba en casa. Y a partir de entonces no me había movido.
—¿La Policía no registró la casa?
—No, en realidad, no. Miraron por las habitaciones… sin registrarlas a conciencia.
—De acuerdo —exclamé—. ¿Qué más?
—Me asusté porque no sabía qué pensar ni sabía qué hacer. Una chica que trabajaba también en el drugstore accedió a vivir conmigo hasta después de enterrar a tío Will… lo cual tuvo lugar dos días después. Celebrado el funeral, la muchacha estuvo conmigo aquella noche… y volvió a su casa. Al día siguiente, sonó el teléfono: era Greenleaf.
—¿Podrías identificar la voz de Greenleaf si la oyeras ahora? —quise saber.
Meditó un momento.
—No… no estoy segura, aunque recuerdo que parecía afectada.
—¿Afectada? ¿Con algún acento distintivo?
Volvió a meditar un instante.
—No, creo que no. Me pareció nacido en el Este.
—¿Sonaba su voz como de Filadelfia, de Nueva York, de Boston?
—No, más… más gruesa —se encogió de hombros—. Era… diferente. Bien, me dijo que necesitaba las planchas grabadas por tío Will. Le contesté que ignoraba de qué hablaba y se echó a reír. Esto me enfureció y le comuniqué que si las encontraba las entregaría rápidamente al Gobierno, pues sabía que había engañado a tío Will para que las confeccionase. Volvió a reír y me recordó todos los cheques que yo había cobrado. Luego, hubo un prolongado silencio y creí que había colgado. De pronto, exclamó con voz helada y amenazadora: «Le pagaré las planchas…, ¿o prefiere que haya otro accidente en su familia?».
—¿Nada más?
—Nada más. Aunque antes de colgar dijo algo que no tenía sentido. Sonó como «lenu lotre».
—¿«Lenu lotre»? —repetí—. ¿Estás segura de que dijo esto?
—Sí. Aunque no lo oí con mucha claridad. Pero murmuró «lenu lotre» y colgó.
—Supongo —murmuré vacilante— que pudo apartar la cara del teléfono por un momento, y sólo oíste parte de la frase… respecto a que sería un necio el que no se aprovechase de su oferta, o algo por el estilo.
A mis propios oídos esto sonaba débil. Demasiado débil y en disonancia con el carácter del individuo.
—Bien —añadí—, esto no importa ahora. ¿Qué sucedió luego?
—Me asusté —confesó Tally—. La muerte de tío Will, la casa registrada, mis mentiras a la Policía, y la amenaza de Greenleaf… respecto a un accidente. Anhelaba huir de allí, huir de todo, de modo que metí cosas en la sombrerera, lo más de prisa que pude y salí de casa. En el drugstore recogí el maletín con las planchas… y cogí el primer tren para Nueva York.
—Lo demás ya lo sé —la interrumpí—. Encontraste a un joven alto, guapísimo y con talento y te casaste con él…, ¡el sueño dorado de toda mujer!
Una sonrisa iluminó su tenso semblante.
—Exacto, querido —asintió.
Se inclinó y me besó en los labios, en tanto tintineaba la taza de café entre los dos.
—Incidentalmente —musité—, te deshiciste de las planchas en Nueva York, claro.
—¡Oh, no! —replicó—. ¡Están dentro de mi maletín nuevo, en el armario!
—¡Jesucristo!
Salté de la cama, abrí el armario y saqué el pesado maletín. Lo abrí y admiré una serie de placas de acero, grabadas, unas planchas falsificadas. Contemplando aquellas bellas falsificaciones, sentí cómo el sudor inundaba mi frente.