El hombre de la silla de los testigos era el forense Howard M. Eggleston. Ataviado con un traje gris humo, una corbata a rayas grises y marrones, respondía a las preguntas con precisión y autoridad.
—¿Cuánto tiempo hace que es usted forense, doctor? —inquirió Cannon.
—Siete años.
—Y en ese tiempo, ¿cuántas autopsias ha efectuado?
—¿Anualmente?
—Sí, anualmente.
—Bueno, entre doscientas y doscientas cincuenta… No todos los años es el mismo número.
—Sí, claro. Pero es justo afirmar que en siete años usted ha efectuado de mil cuatrocientas a siete mil cincuenta autopsias, ¿correcto?
—Sí.
—Doctor Eggleston, ¿consideraría esta cifra un poco baja? Si fuese necesario, ¿podría darnos la cifra exacta de sus archivos?
—La cifra siempre estaría situada entre los dos extremos que usted ha mencionado. Y sería mantenida por el archivo.
—Gracias, doctor. En esos siete años, como resultado de su deber, usted ha examinado un gran número de cadáveres… cientos de ellos literalmente. Los ha examinado de hombres, mujeres y niños… de muchas edades y razas, ¿verdad?
—Cierto. Por la Ley, se requiere un examen en todos los casos de homicidio por accidente, antinatural y sospechoso.
—¿Ha identificado cadáveres con falta de miembros, como la cabeza, los brazos o las piernas?
—En algunos casos, sí.
—Y en esos casos en que los cadáveres estaban tan espantosamente mutilados, ¿eran las facciones o detalles corporales irreconocibles?
—Sí.
Denman se puso en pie.
—Esto es muy interesante —se dirigió al juez—, pero ¿qué intenta demostrar el señor fiscal?
Cannon, a su vez, volvióse hacia el tribunal.
—Como bien sabe el señor defensor, estoy estableciendo el fondo del testigo para su experta declaración.
Denman, que no deseaba una extremada eficacia de las actividades médico-legales ante el jurado, exclamó:
—La defensa concede que el doctor Eggleston es un experto.
Volvió a sentarse.
Cannon fue hacia su testigo.
—Bien, doctor, aquí tengo algunas pruebas. Como ya las he presentado al tribunal, deseo que usted las identifique. Primero, esta hacha identificada por el señor Cane. ¿La examinó en su laboratorio?
—Sí.
—¿Qué halló usted?
—En el punto de la «V», donde las garras de la hacha se juntan, había restos de sangre y cabellos rotos.
—¿Pudo identificar aquella sangre como humana?
—Sí, señor. Era sangre humana perteneciente al tipo O.
—¿Fue posible identificar el cabello?
—Identifiqué el cabello como de una cabeza humana.
—Gracias. Bien, aquí tiene un sobre, también identificado por el señor Cane, que contiene varios cabellos procedentes del cepillo de Isham Reddick. ¿Los examinó?
—Sí, señor —replicó Eggleston—. Los cabellos del sobre son idénticos a los que hallé en el hacha en el laboratorio.
El jurado, como un solo hombre, se inclinó hacia delante con los ojos fijos en el forense.
—Quiere usted decir, pues, sin duda posible, que los cabellos del hacha y los del cepillo son idénticos, ¿eh?
—Exacto.
—Por favor, ¿puede mostrarnos cómo llegó a esta conclusión?
Instalaron un proyector ~ una pantalla y el tribunal pudo ver proyectados secciones cruzadas de pelos, sumamente ampliadas. Eggleston, con voz decidida explicó la duplicación de la construcción celular y los puntos de identificación. Cuando concluyó, Cannon reanudó el interrogatorio:
—Aquí tenemos un pedazo de lona identificado por Harold Lafoski. ¿Lo examinó usted?
—Sí, señor. Esta lona había sido quemada por fuego, y contenía restos de pintura y sangre —Eggleston hizo una pausa y añadió—: Sangre humana.
—¿Pudo identificar el tipo?
—Sí. Era del tipo O.
—Aquí tenemos un frasco con una etiqueta que lleva el nombre del detective Cane, junto con la palabra «horno», identificándolo como procedente del cuarto del horno. ¿Qué halló usted en este frasco?
—Restos, como los que suelen encontrarse en los intersticios del suelo de un cuarto con horno… tierra, mugre, polvo de carbón, astillitas, restos de grasa y trementina. Asimismo, restos de sangre humana.
—¿Pudo identificar el tipo de la sangre?
—Sí. Era del tipo O.
Cogiendo el segundo frasco, Cannon se lo entregó a Eggleston. El frasco contenía el sedimento del agua de la trampilla situada bajo el lavabo del sótano. Cannon también le preguntó al forense qué contenía.
—Tierra, partículas de grasa como las que se hallan en las bases del jabón, lejía, cerdas de cepillo naturales o sintéticas y restos de sangre humana.
—¿Identificó el tipo de la sangre, doctor?
—Sí. Era del tipo O.
—Doctor Eggleston —prosiguió Cannon—, aquí aún tengo un sobre, grande, color manila. Este sobre fue identificado por el señor Lafoski. Contiene una muestra de las cenizas contenidas en un cubo que se hallaba debajo del horno. Usted ha examinado su contenido. ¿Quiere contarle al tribunal qué demostró su examen?
El forense extrajo un papel del bolsillo, lo repasó brevemente, y empezó a recitar una larga lista de propiedades químicas con voz átona.
Cuando hubo terminado, Cannon volvióse hacia el jurado.
—Le pediré al testigo que repita su declaración —sonrió levemente—. Yo no he podido entender una sola palabra.
Los del jurado asintieron sonriendo.
—Bien —resumió el forense—, aparte de la ceniza de carbón, de madera, ciertos residuos de origen vegetal…
—¿Cuáles, doctor?
—Algodón, lino… También hay evidencias de origen proteico…
Cannon le interrumpió. Muy lentamente, articulando cada una de las palabras, preguntó:
—¿Significa esto la posibilidad de carne humana… o mejor, lo que antes podía ser carne humana?
—Correcto.
Hubo unos segundos de completo silencio en la sala. Cannon la alargó hasta el máximo y luego, tosiendo ligeramente, rompió el encanto y continuó presentando la evidencia.
—Doctor, otro punto de identificación importante —el fiscal desenrolló un papel embreado. Dentro se hallaba el hueso chamuscado, con una etiqueta atada que ostentaba el nombre del detective Meyers—. ¿Puede decirme si examinó esto y puede decirnos, por favor, sus hallazgos?
—Lo examiné —afirmó el forense—. Es un fragmento de un hueso que técnicamente se llama tibia.
—En lenguaje lego, doctor, es lo que se conoce como espinilla, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué más puede decirle al tribunal?
—Que es de origen humano y perteneció a un ser adulto.
—¿Podría determinar la estatura de dicho ser?
—Sí, dentro de ciertos límites. El adulto medía de un metro setenta a uno ochenta.
—¿Cómo puede determinarlo, doctor?
Eggleston se lanzó a una detallada explicación basada en las medidas y proporciones del cuerpo humano. Cannon, por fin, le formuló otra pregunta.
—¿No es posible que una deformidad en la estructura ósea afecte a otras partes del cuerpo?
Eggleston se mostró de acuerdo en que era posible tal deformidad, mas que de existir también podía detectarse con investigaciones suplementarias.
—Entonces, ¿no existía esta posibilidad en este caso? —quiso saber Cannon.
—No —replicó Eggleston—. El hueso pertenecía a un ser adulto normalmente desarrollado.
—Gracias. Y ahora, una última identificación.
Cannon presentó el frasco de formaldehido que contenía el fragmento de dedo. Eggleston lo examinó y declaró que se trataba de un sector bien conservado de dedo humano, consistente en la porción situada entre la juntura media y la punta del dedo. Era el tercer dedo de la mano derecha.
—¿Puede contarle al tribunal cómo fue seccionado este dedo de la mano?
—Mediante un instrumento agudo.
—¿No puede precisar más qué instrumento?
—No.
—¿No es cierto que podría haberlo hecho un hacha, por ejemplo?
—En efecto.
—Gracias, doctor, nada más —Cannon volvióse hacia Denman—. Su testigo, defensor.
—Me reservaré el privilegio de contrainterrogar más adelante al testigo —replicó Denman sin levantarse de su asiento.
Entonces, Cannon convocó al detective Charles L. Risko al estrado. Cuando hubo prestado juramento, Cannon le preguntó:
—Usted está empleado en el Departamento de Identificación del Cuerpo de Policía de la ciudad de Nueva York. ¿Es así?
—Sí, señor.
—Su deber consiste en llevar un archivo de huellas dactilares tomadas por dicho departamento, efectuar comparaciones e identificarlas en lo posible.
—Sí, señor.
—¿Cuánto tiempo lleva en este empleo?
—Once años.
—¿Le entregaron este fragmento de dedo? —Cannon presentó en alto el frasco.
—Sí, señor. Me lo entregó la Brigada de Homicidios y yo procedí a efectuar una impresión.
—¿Una impresión clara? ¿Que podía examinarse con garantías de seguridad?
—Sí, señor. Logré una impresión clara.
—¿Y qué hizo después?
—Procesé dicha impresión para identificarla.
—¿Cómo lo hizo?
—La envié por los canales regulares para su identificación —explicó Risko—. Primero a través de nuestros archivos de Nueva York.
—¿Fue identificada la impresión?
—Sí, señor, inmediatamente. Teníamos las impresiones de un tal Isham Reddick en su solicitud para la licencia de conducir.
—¿Puede demostrarnos cómo se llevó a cabo la identificación?
En la pantalla se proyectaron una copia de la impresión hecha por Risko y otra del dedo impreso en la solicitud. Risko indicó las características idénticas de ambas impresiones, en número de treinta y cuatro, lo cual constituía una identificación positiva. Fue despedido, sin ser contrainterrogado por Denman, y Cannon llamó a Lincoln M. Means al estrado.
—¿Está usted empleado en el Departamento de Licencias del cuerpo de Policía de la ciudad de Nueva York?
—Sí.
—¿Lleva usted consigo la solicitud original efectuada por Isham Reddick con el propósito de obtener una licencia para conducir un taxi?
—Sí, señor.
—¿Quiere, por favor, leer la información relativa a la apariencia física de Isham Reddick que usted posee?
Means empezó a leer en el formulario de solicitud en voz alta.
—Sexo masculino; edad… 36; ojos azules, cabello castaño oscuro; peso… ochenta kilos; estatura… un metro setenta y tres.
—Un momento, señor Means. ¿Quiere volver a leer la estatura?
—Sí, señor. Un metro setenta y tres centímetros.
—¿Fue escrito esto por el propio Reddick?
—Fue escrito por un hombre que firmó como Isham Reddick.
Denman protestó contra esta afirmación. El tribunal le apoyó. Despidieron a Means, mientras Alvin G. Hartney, experto calígrafo, ocupaba el estrado. El testigo efectuó una identificación positiva de la escritura de la solicitud, basada en otro escrito hallado en el cuarto de Reddick. Means volvió al estrado.
—Señor Means, lea de nuevo, por favor, lo relativo a la estatura en la solicitud de Reddick.
—Un metro setenta y tres centímetros.
—¿No escribió un metro ochenta, o un metro ochenta y dos?
—No, señor.
—¿No escribió un metro sesenta y cinco?
—No, señor.
—¿Escribió un metro setenta y tres?
—Exactamente.
—De acuerdo.
Denman no utilizó al testigo, reservándose para más adelante el contrainterrogatorio. Obviamente, aguardaba a que completase su red de identificaciones. A su lado, el acusado estaba sentado, con la cabeza parcialmente inclinada y las manos cruzadas sobre la mesa.
El siguiente testigo fue Stanley Boss, médico odontólogo. Se presentó como practicante de la ciudad de Nueva York, con un consultorio que tenía diez años de antigüedad. Cannon empezó el interrogatorio con relación al diente encontrado e identificado por el detective Lafoski.
—¿Ha visto antes este diente?
—Sí, señor. Estoy familiarizado con él.
—¿Quiere contarle al tribunal cómo puede identificarlo?
El dentista, un individuo delgado con un rostro vulgar, se ajustó nerviosamente las gafas. Luego, se aclaró la voz.
—Bueno, el año pasado llamó un cliente.
—Por favor —le interrumpió cortésmente Cannon—, denos la fecha exacta, si puede.
—Sí, puedo. Lo consulté en mi archivo. Fue el día doce, una semana exacta, antes de venir el paciente. Vino verme el diecinueve de setiembre, de modo que llamó el doce.
—Gracias, adelante.
—Bien —Boss volvió a aclararse la garganta—. Recibí su llamada pidiendo hora. Era un paciente nuevo al que no conocía. Dijo llamarse Isham Reddick. Le pregunté por qué me llamaba y dijo que había visto mi nombre en la sección de nombres clasificados por profesiones del listín telefónico. Contesté que estaba muy atareado… y que sólo daba hora de consulta de una semana para la otra. Dijo que deseaba venir a verme a la primera ocasión posible, y le di hora para el diecinueve de setiembre.
—¿Acudió a la cita?
—Sí, con exactitud. Mi esposa actúa de enfermera. Fue ella la que tomó todos sus datos. Incluyendo el tipo de sangre en caso de intervención. Era…
—¡Protesto! —gritó Denman.
—Se admite la protesta.
—Más tarde llamaremos a la señora Boss —se inclinó Cannon—. Siga, por favor, señor Boss.
—El señor Reddick se quejó de que le dolían tres muelas posteriores. Le apliqué los rayos X, mas no hallé caries en ninguno de sus dientes. No parecía haber motivos para el dolor. Sin embargo, al paciente le faltaba un diente de la parte delantera de la boca, lo cual afectaba a su aspecto. Discutimos la posibilidad de reemplazarlo. Contestó que ello dependería del precio y yo me mostré muy razonable… en realidad, cité un precio muy bajo, para colocarle un puente móvil, precio que él aceptó.
—Doctor, ¿puede indicarnos en su propia dentadura la posición exacta del diente que le faltaba a Isham Reddick?
Boss entreabrió ligeramente los labios en una sonrisa y luego, separándolos más, señaló el primer diente del lado izquierdo de su boca. Mantuvo el dedo quieto un instante y por fin lo retiró, apretando los labios.
—¿Procedió usted a fabricar el diente postizo?
—Sí, señor. Lo hice yo mismo.
—¿Tomó las medidas exactas?
—Sí, hasta el punto límite. Llevo un expediente de todo el trato hecho, medidas y el matiz del color.
—¿Hay matices de color? ¿Cuántos?
—Hay muchos grados en el colorido de los dientes, lo mismo que en el color de la piel. Particularmente, los dientes postizos colocados junto a los verdaderos de un paciente han de tener un color idéntico a éstos.
—De modo, doctor Boss, que cuando usted vio el diente presentado aquí como evidencia, usted pudo identificarlo como el mismo que había hecho para Isham Reddick.
—Sí, señor. Es un diente idéntico.
—¿Quiere contarle al tribunal, por favor, cómo pudo identificarlo? ¿Fue a visitarle la Policía?
—Leí el caso en el periódico. Lo que primero me sorprendió fue que prácticamente había ocurrido en el mismo barrio. Luego, leí el nombre, Isham Reddick… y recordé que era mi paciente. Los periódicos decían que habían encontrado un diente… mas no supe si era el que yo había hecho o no. Como tenía un diagrama completo de su dentadura, pues lo hago siempre rutinariamente y con el aparato de rayos X, pensé que podría prestar algún servicio.
—Muy de agradecer, doctor. De modo que usted se presentó a la Policía ofreciendo su ayuda.
—Sí, señor. Pensé que era mi deber.
Después llamaron a la señora Boss y declaró que había llenado una ficha con el tipo de sangre de un cliente llamado Isham Reddick.
—¿Qué tipo de sangre tenía el señor Reddick?
—Según la ficha, el tipo O.
—¿Se lo dijo él mismo?
—No —negó la enfermera—. Él no lo sabía, o al menos no se acordaba. Le tomé una muestra y la envié al laboratorio. Luego, nos devolvieron la muestra con el resultado y lo inscribí en la ficha.