8

Tally y yo hacíamos tres números por noche en el «Martinique». Esto no era raro; la mayoría de clubs tienen varios pases, y algunos incluso cuatro o cinco. El primero empieza hacia las nueve y media; hay otro poco antes de medianoche y el último hacia la una y media. Es una forma de vivir al revés, ya que cuando uno se acuesta es casi de día. Uno se levanta a mediodía o a primeras horas de la tarde, y esto te concede casi el tiempo justo para cenar; y en unas muy pocas horas hay que hacer todo aquello que la gente normal hace durante todo el día.

Lo importante de este modo de vida es la perspectiva con que se miran las cosas. Las horas que cuentan, las importantes, son las oscuras, las horas de la noche. El día sólo significa la oportunidad de ir a la lavandería, ensayar el número; o visitar al agente teatral. De noche, cuando están las luces encendidas, tu vida se ilumina con ellas. Lo que digo es que tal vez la vida del artista sea como un club nocturno. Si por cualquier motivo, el lector tiene la ocasión de entrar en un club nocturno durante el día, verá que es un lugar desolado. Los cuartos y la sala están silenciosos, desiertos, salvo la presencia de algunos mozos y las mujeres de la limpieza… que trabajan inevitablemente bajo una débil luz. Las sillas están apiladas encima de las mesas, y éstas se hallan separadas de las paredes para que las mujeres puedan limpiar mejor. Las alfombras se ven raídas, los cuadros y los espejos de mal gusto, y los muros necesitan una capa de pintura. Y por encima de todo, penetrando en todos los cuartos, en todos los rincones, en los muebles y las lámparas, flota el olor a cerveza agria. En la cocina, el mayordomo pide víveres; y detrás del mostrador, el camarero comprueba sus provisiones. En el despacho, en contaduría, un contable pone en orden el libro. Parece en conjunto un restaurante cerrado por quiebra.

De noche todo es diferente. El club está iluminado con luces tamizadas; la orquestina toca, llenando los rincones con su música; las mesas están cubiertas con manteles blancos; en tanto los camareros agitan las cocteleras con hielo, como si fuesen maracas. Es un mundo diferente.

Poco después, este mundo se torna real.

Entre los pases del espectáculo, hay muy poco que hacer. Sin tiempo para alejarse mucho del local, o ejecutar algo de importancia, por regla general, después de quitarse los trajes para no arrugarlos, uno se sienta entre bastidores conversando, o jugando a cartas. Algunos leen revistas y periódicos, escriben cartas o llaman largamente por teléfono.

Tally y yo compartíamos un pequeño camerino. Apenas era mayor que una alacena, con dos sillas y un tocador para el maquillaje. Después del primer pase, nos poníamos las ropas de calle y salíamos a dar una vuelta; entre los otros dos pases, aguardábamos en el camerino.

Y hablábamos.

Cada noche, de un modo u otro, ella me contaba algo de su vida, de cómo murieron sus padres en un accidente de automóvil siendo ella muy niña, y cómo había ido a vivir con sus tíos. La tía había fallecido ocho años después.

—Y sólo quedamos tío Will y yo —explicaba—. Aunque era un hombre muy mayor, nunca pensé en él como en un viejo. Era alto y sólido, y casi completamente calvo… tanto, que tenía el cráneo como afeitado. No hablaba mucho ni se quejaba; era muy generoso… y muy poco práctico.

Mientras ella hablaba, yo intentaba verla en relación con aquel hombre que la había criado, trataba de imaginarla cómo era entonces.

—¿Poco práctico? —me admiré—% ¿Qué hacía?

—Era grabador…, pero algo más. Era un artista. Un verdadero artista —se quitó un brazalete de la muñeca y abrió un guardapelo unido al mismo. Añadió—: Esta soy yo… un grabado que tío Will hizo cuando cumplí los catorce años.

Me entregó el guardapelo y yo lo puse contra la luz. De pronto, me sonrió un rostro aniñado. Los reducidos detalles de sus facciones, el trazado de las líneas, eran exquisitos. No podía decir nada. Me limité a asentir en silencio y cerré el guardapelo, devolviéndoselo.

—Siempre quiso ser grabador —prosiguió ella—. Bueno, en la tradición de Durero. De joven estuvo estudiando en Europa. Grabar, como arte, estaba desapareciendo; cuando volvió aquí, se casó y para ganarse la vida, se convirtió en fotograbador.

—¿Y esto hizo el resto de su vida?

—Sí —la voz de Tally guardaba grandes simpatías para el pasado—. Siempre tenía trabajo y ganó mucho dinero. Tenía en casa el banco y las herramientas y, de vez en cuando, grababa en acero o hacía un aguafuerte. Cuando lo terminaba, lo destruía casi siempre. O lo regalaba a quien le gustaba.

Otra noche, en el camerino, Tally se estaba cepillando los guantes de terciopelo que complementaban su atuendo. Realizaba esta simple tarea con una concentración que me recordó a una mujer llevando a cabo los quehaceres domésticos. Existía cierta incongruencia entre la acción casera y la sofisticación de su vestido que me emocionaba. Me acordé de ella creciendo en casa de su tío.

—Cuéntame más cosas —le rogué—, de la casa donde vivías. Del sitio donde tu tío tenía su banco de grabador.

Momentáneamente continuó cepillando los guantes. Cuando alcanzaron un grado de perfección, los colgó en una percha. Casualmente, cruzó el camerino, mirándome con indiferencia, y riendo de pronto, se dejó caer en mis rodillas. Nuestro doble peso hizo que la silla crujiera y se arquease peligrosamente, lo cual debió oírse a través del tabique. Desde el camerino contiguo, una bailarina gritó:

—¡Eh, que esto no puede hacerse durante la representación!

Tally se ruborizó y trató de levantarse. La cogí por la cintura y la sosegué.

—No te molestes en negarlo, cariño —reí—. ¡Que piensen lo que gusten!

Tally me rodeó el cuello con un brazo. Encendí un cigarrillo y se lo pasé.

—Continúa —dije—. E ignora las interrupciones.

—Bueno…, vivíamos en Filadelfia en una calle corta… aunque lo mismo podía haber sido una calle de Cincinnati o Chicago.

—¿Has estado en Cincinnati o Chicago? —indagué.

Sacudió la cabeza, sonriendo.

—No. Pero nuestra calle era igual que otras muchas de Filadelfia que conozco, y que sé son iguales que otras muchas de todo el país.

—Seguro, cariño.

—Era una casa con otras idénticas a su lado… Ya sabes, continúan a cada lado como un solo bloque, y son exactamente iguales. Pero, si bien cada bloque es exactamente igual, no hay dos bloques idénticos. Quiero decir —buscó cuidadosamente las palabras—, que las casas de nuestro bloque eran algo distintas a las del bloque inmediato… y éste un poco diferente del otro… y así todos. ¿Lo entiendes?

—Sí, te entiendo.

—En nuestro bloque todas las casas eran de dos pisos, sin contar el sótano, claro. Todas las casas utilizaban los mismos muros contiguos, y estaban construidas directamente sobre la acera. Para llegar al portal era preciso subir seis peldaños de cemento. Conocía muy bien aquellos peldaños porque había jugado en ellos. Hacía rebotar una pelota allí, saltaba con la pierna izquierda y contaba los peldaños; luego, saltaba con la derecha, y volvía a tirar la pelota. Todas las niñas de aquel bloque hacían lo mismo.

»Todas las casas tenían un portal de madera, pintado de blanco, con dos pilastras. En el segundo piso, había una galería verde. ¡Oh, había algo más! Todo el mundo de nuestro bloque se sentía muy orgulloso de que todas las ventanas tuvieran el alféizar de mármol. No era mármol auténtico, sino piedra imitándolo. De modo que lo llamábamos mármol.

—Cariño —la interrumpí—, tal vez esto sea una tremenda sorpresa para ti, pero sólo en Filadelfia hay hileras de casas como éstas.

—¿De veras? —Frunció el ceño e inclinándose hacia el tocador, aplastó el cigarrillo—. Los dormitorios se hallaban directamente encima del comedor y el salón, sin grandes pretensiones. La casa de un obrero.

—Contigo dentro, muñeca —dije, besándola en la nuca—, era una mansión.

—No —negó con gravedad—, era una casa pequeña. En invierno, tío Will pintaba el portal. En el sótano solíamos guardar los impermeables y paraguas. Cuando vivía tía, siempre suplicaba que nos trasladásemos a otra casa… pero nunca nos fuimos de allí —suspiró—. Es gracioso hablar así de todo aquello.

Una noche, yo estaba sentado leyendo el periódico en el camerino, con la silla apoyada contra la pared y los pies sobre el tocador. Había un artículo relativo a un estafador al que habían atrapado por llevar a cabo el timo de la estampita. En resumen, es esto: el timador busca a un tonto, y le pide dinero… por un motivo u otro. Para darle una garantía, mete dentro de un sobre, casi siempre bonos del Estado, y cierra el sobre. Luego, cuando el tonto empieza a sospechar, abre el sobre y halla sólo recortes de diario. El timador se ha limitado a darle el cambiazo con los sobres, tomando luego las de Villadiego con el dinero. Y es sorprendente cómo la gente cae de buena fe en este truco.

Le leía a Tally el artículo en voz alta y cuando concluí, me eché a reír. Sorprendentemente, no me secundó.

—Nadie —observó— le hizo este timo a tío Will, pero creo que es el único que no le hicieron.

—O sea que el viejo era un tonto.

—Oh, no. En cambio siempre se dejaba embaucar por una historia sentimental, y siempre fue optimista. Y entre ambas cosas, casi siempre estaba arruinado. Durante todos aquellos años que estuvo trabajando, ganó mucho dinero, pero nunca tenía nada. Oh, sí, pagábamos el alquiler —añadió sacudiendo tristemente la cabeza—, y las cuentas del tendero, y podíamos vestirnos…, pero nada más. Tío Will le prestaba dinero a todo el que se lo pedía. Y siempre compraba cosas…, cosas que nos iban a dar una fortuna de la noche a la mañana…, ¡y nunca era así! Compró terrenos durante la bancarrota de los años treinta y los perdió; especuló en sectores de terreno de los cementerios, que jamás llegaron a construirse; puso dinero en la fabricación de un coche con el motor detrás, y el auto no llegó a fabricarse —echó atrás la cabeza, como deseando ahuyentar aquellos recuerdos—. Invirtió dinero en bonos de un Gobierno sudamericano con gran descuento, y un nuevo Gobierno los canceló. Todo lo que tocaba… se deshacía en sus manos.

De repente, hubo lágrimas en sus mejillas, arruinando su maquillaje.

—El pobre tío Will era… —balbució—, bueno, creía que todo el mundo era honrado como él. De viejo, enfermo y sin hijos… aún creía en los milagros.

—Cálmate, chiquilla —la animé—. Tal vez no lo sabes, pero tus lágrimas están estropeando esa carita de Venus —le di mi pañuelo y se secó los ojos—. Esto va mejor —alabé—. Y ahora, ¿a qué ha venido todo esto?

Esbozó una sonrisa.

—Soy una tonta. No vino por nada. Es que hace tan poco que murió tío Will… que siempre que pienso en él me entristezco —se levantó y fue hacia el espejo para retocar el maquillaje—. Es gracioso lo que pasa con los dos únicos hombres de mi vida.

—Un momento —le interrumpí—. ¿Quieres hacer una confesión? En tal caso, haré lo mismo con mis confidencias de adolescente…, pero sólo si mi abogado y mi agente están presentes.

—No seas tonto —sonrió, recogiéndose el pelo con un lazo de terciopelo y volviéndose hacia mí—. Estoy seguro que eres de fiar. Oh, me has interrumpido en mal momento. Iba a decir que los dos únicos hombres que he amado en vida sois tú y tío Will. Y los dos sois tan diferentes… Tío Will era…

—¡Un verdadero tipo de Filadelfia! —la atajé de nuevo.

—¡Por favor, no tengas celos! —parpadeó y sonrió—. No, vivía en un mundo de maravillas inventado por él. Mientras que tú, chico listo, conoces todas las respuestas, ¿eh? —de puntillas, me rodeó el cuello con sus brazos y me besó en los labios. Luego, inclinando la cabeza a un lado, preguntó—: ¿No es así?

—Chiquilla, no te equivocas —asentí con solemnidad. Y agregué—: Además, creo que la calidad del lápiz de labios ha degenerado desde mi juventud.

Se negó a reír el chiste y me contempló con los ojos muy cerca de los míos. Comprendí que estaba muy seria.

—Te amo, cariño —susurró—, y me apasiona que me ames —gentilmente, aflojó el abrazo, retrocediendo un paso y me miró—. Pero no me gustaría que llegaras algún día a odiarme, Lew.

—¡Un momento! —grité, tratando de reír—. ¿A qué viene esta conversación? Yo no odio a nadie. Amo a todo el mundo. ¡Soy un gran amador!

—Sí, querido —Tally dio media vuelta, sonriendo suavemente y se puso el vestido—. Salgo a comprar unos caramelos. ¿Quieres uno?

—No, tráeme una ostra —pedí—. Con una perla dentro.

Y durante cierto tiempo, así fueron las cosas. Era una existencia apretada, interior, como metida una dentro de la otra: un camerino donde esperábamos hasta la hora de ejecutar nuestro número, y la orquesta tocando nuestra introducción. Los aplausos desde los veladores; el sobre con el salario los viernes.

A veces, caminábamos de madrugada hacia el hotel, deteniéndonos a tomar café y bollos con los camioneros, los lecheros y los polis. Era Broadway cuando la noche huía y las luces se habían apagado, sin llegar todavía el amanecer. Las aceras estaban solitarias y tristes; la hora era gris, fría; ah, pero es maravilloso andar con la chica que te quiere al lado.

Entonces, el mundo ya no está solitario ni frío.