Cannon estaba enzarzado en el interrogatorio de Harold Lafoski, miembro del laboratorio policíaco, que era testigo de la acusación. Lafoski declaró que había llegado a la casa junto con los policías Meyers y Cane. Habían registrado cuidadosamente el cuarto del horno, ante todo, y después el resto del sótano.
Por fin, habían terminado el registro en los pisos superiores.
—Bien —dijo Cannon—, voy a enseñarle varios objetos. Y deseo que usted los identifique. Primero: ¿reconoce esto?
Abrió una caja plana de cartón y extrajo un fragmento de metal casi liso, carbonizado. El pedazo de plomo estaba ahumado por el fuego.
—Sí —asintió Lafoski—. Hallé esta bala debajo del horno, dentro del cubo de la ceniza.
Cannon le entregó el proyectil.
—Por favor, diga si puede identificarlo sin dudas.
Lafoski giró lentamente la bala entre sus dedos, mirándola con atención.
—Arañé mis iniciales en el plomo con mi cuchillo.
Le devolvió la bala a Cannon.
El fiscal la ofreció como prueba, y el secretario la aceptó y la marcó con el número correspondiente. Cannon volvió al estrado de los testigos y alargó hacia el oficial de Policía otra caja muy pequeña, apenas de cinco centímetros cuadrados.
—Por favor, ábrala y dígame qué ve dentro.
Lafoski abrió la caja.
—Veo un diente.
—¿Lo había visto antes?
—Sí, señor.
A continuación, el testigo dio la localización de la casa, la hora y la fecha en que había encontrado e] diente.
—¿Dónde, a qué hora y qué lugar descubrió el diente?
—En el mismo sitio que la bala.
—¿El mismo sitio que la bala? Por favor, aclare un poco más, señor Lafoski.
—Debajo del horno, en el cubo de la ceniza.
—¿Puede identificarlo, sin dudas, y asegurar que es el mismo diente que usted halló?
—Sí. Observará usted que este diente está bastante chamuscado y manchado por el humo. Por tanto, era imposible marcarlo a pluma o lápiz. En consecuencia, hice un signo… precisamente el de sumar, usando pintauñas rojo.
—¿Ve aquí la misma marca?
—Sí, señor.
—¿Está seguro de que es la misma?
—Seguro.
—También someto esto a la evidencia —concluyó Cannon, entregando la cajita al secretario del tribunal, y cogiendo acto seguido un enorme sobre color manila—. Por favor, observe atentamente este sobre. ¿Lo ha visto antes?
—Sí. En la solapa está escrito mi nombre, Harold Lafoski, junto con la fecha del veintitrés de noviembre pasado.
—¿Qué hay dentro del sobre?
—Una pequeña cantidad de ceniza.
—¿Dónde la encontró?
—Debajo del horno, en el cubo de la ceniza.
—En el mismo lugar donde halló el diente y la bala, ¿no es así? —insistió Cannon.
—En efecto.
—Está bien. Hablemos de la ceniza. ¿Había una gran cantidad en el cubo?
—Bastante, sí, señor, aunque no con exceso. La suficiente para cubrir el fondo del cubo. Pero alguien había limpiado escrupulosamente el interior de aquél un poco antes.
—¿Lo limpió usted?
—Lo limpiaron antes de la llegada de la Policía.
—Si habían limpiado el cubo, ¿cómo se explica que usted encontrase aún dentro la bala y el diente?
—¡Protesto! —exclamó Denman, poniéndose en pie y dirigiéndose al juez—. La respuesta sería una mera suposición por parte del testigo.
Antes de que el juez dictaminase, Cannon repitió la pregunta de otra forma.
—Permítame preguntarle esto: ¿no es posible que la bala y el diente estuvieran dentro del fuego, entre las brasas del horno, y cayesen por la rendija, después de haber limpiado el horno?
—Sí —asintió Lafoski.
—Entonces, usted metió dentro de este sobre una muestra de las cenizas, lo cerró y lo firmó.
—Correcto. Recogí con la solapa del sobre un poco de ceniza, cerré el sobre y lo firmé.
—Gracias —replicó Cannon.
Entregó el sobre como prueba. Despidió a Lafoski y llamaron a Herman Meyers a la silla de los testigos.
Meyers, en respuesta a las preguntas de Cannon, se identificó como miembro del departamento de Policía, habiendo acompañado a Lafoski y estando presente durante el registro del sótano.
—Mientras el señor Lafoski examinaba el horno, ¿qué hacía usted, señor Meyers?
—Registraba el resto del cuarto —Meyers era un hombre corpulento, de anchos hombros y rostro enrojecido, que parecía impaciente por el interrogatorio—. Estaba dando un repaso general.
—¿Encontró algo?
—Claro que encontré algo.
Meyers, como muchos policías, opinaba que el tiempo pasado en un tribunal era tiempo perdido.
—¡Protesto! —tronó Denman, contemplando a Meyers con interés. Un testigo impaciente siempre es un testigo favorable a la defensa—. Este testigo hace observaciones con claros prejuicios.
—Por favor, conteste sólo a mis preguntas, señor Meyers —le recomendó Cannon amablemente—. De este modo no le daremos al señor Denman la oportunidad de que proteste —el policía miró al defensor y asintió—. Dígame qué encontró cuando registró el cuarto del horno.
—Hallé un cubo de basura.
—¿Lleno?
—Exacto. Lleno de restos diversos. De todas clases.
Cannon desenvolvió cuidadosamente un rollo de papel embreado. El paquete tendría unos veinticinco centímetros de largo, y cuando fue abierto dejó al descubierto cierta longitud de hueso, tan achicharrado y ahumado que parecía un palo negro. Atado al mismo había una etiqueta.
—¿Reconoce esto?
Le entregó el hueso, envuelto en el papel, a Meyers, el cual lo examinó con repugnancia.
—¿Dónde lo encontró?
—En el cubo de basura de que le he hablado.
—¿El cubo de basura del cuarto del horno?
—El mismo.
—¿Y qué halló allí?
—Un fragmento de hueso.
—Tras encontrarlo, ¿qué hizo usted?
—Le até esta etiqueta, y la firmé con mi nombre y la fecha.
Después de entregar la prueba, Cannon reanudó el interrogatorio.
—Señor Meyers, ¿encontró algo más de interés?
—Sí, señor.
Cannon le entregó un pedazo de lana de cinco por diez centímetros, y un pingajo de lona… ambas cosas muy quemadas.
—¿Encontró también esto?
—Sí.
Meyers identificó ambos trapos mediante sus iniciales, y las pruebas pasaron a poder del secretario.
Cannon despidió a Meyers. El siguiente testigo en prestar juramento fue Arthur Cane. Cane declaró que también estuvo presente en el registro de la casa llevado a cabo por Lafoski y Meyers.
—¿Qué encontró al registrar el sótano? —inquirió Cannon.
—Bien, señor… —replicó el policía—, allá hay un baño con ducha…
—¡Un momento! —Le interrumpió Cannon—. Antes de hablar de esto, ¿registró usted el cuarto del horno?
—Sí.
—¿Qué encontró?
—Tomé un poco de tierra de la que había entre las grietas del suelo de cemento. Metí la tierra dentro de un frasco de vidrio, y en el mismo pegué una etiqueta engomada. Luego, escribí mi nombre y la fecha.
—¿Es ésta la etiqueta? ¿Y el frasco?
—Sí, señor.
—Observo que también puso usted la palabra «horno» —Cannon sostuvo el frasco delante del testigo para que lo viese con claridad—. ¿Lo escribió usted?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—La etiqueta es pequeña y no tenía mucho espacio. Escribí, por tanto, la palabra «horno» para que en el laboratorio supieran que la tierra que contenía el frasco había sido hallada en el cuarto del horno.
—Muy bien. Y ahora, volviendo al cuarto de baño del sótano, mencionado por usted, ¿puede describirlo?
—Es una habitación reducida, de dos metros por tres. Y contiene un water closed, un lavabo y la ducha. El suelo del cuarto y el plato de la ducha estaban aún muy mojados, con leves charqui tos de agua.
—¿Qué hizo usted?
—Desconecté la trampilla del desagüe debajo del lavabo, y recogí algunos restos… como los que suelen hallarse en tales lugares. También los metí dentro de un frasco, le pegué una etiqueta y firmé con mi nombre y le fecha. Sin embargo, en esta segunda etiqueta añadí la palabra «baño». De esta forma podrían identificar el segundo frasco, diferenciándolo del primero.
—¿Es éste el frasco? —Cane lo identificó y Cannon lo pasó al secretario. Luego reanudó Cannon—: Usted examinó los demás cuartos del sótano. ¿Qué más halló?
—En el cuarto de lavar había un armarito metálico, una taquilla, que contenía las herramientas normales en todo hogar.
—Descríbalas.
—Había un martillo, un hacha, alicates, tenazas, dos serruchos, destornilladores, un soldador y varios paquetes de clavos.
—¿Es ésta el hacha que encontró?
El fiscal le entregó al policía un hacha tipo garra, de tamaño pequeño; el testigo examinó las iniciales que había grabado en el mango y la identificó.
—La última identificación, señor Cane. Este sobre blanco, que contiene algunos cabellos, tiene $u nombre y la fecha del veintitrés de noviembre en él. ¿Puede identificar este sobre y decir dónde encontró los cabellos?
—Los cabellos los cogí de un cepillo perteneciente a Isham Reddick, un chófer que vivía en aquella casa. El cepillo estaba en la habitación de Reddick, en el piso alto. Quité los cabellos del cepillo de Reddick, los metí en el sobre, lo cerré y lo marqué con mi nombre y la fecha.
—Gracias. Nada más —terminó Cannon.
Denman se puso en pie para proceder al contrainterrogatorio, llamando a Lafoski al estrado.
El defensor se concentró en el oficial de policía, tratando de derribar la declaración sobre el diente, e ignorando el resto de la deposición por el momento. El diente, como prueba, era sumamente peligroso y Denman deseaba reducir su importancia. Se refirió a las notas que había tomado.
—Todos los dientes parecen iguales, ¿verdad, señor Lafoski?
—No para un dentista.
—¿Es usted dentista?
—No.
Denman contempló al testigo como a un bicho raro.
—Bien, cíñase entonces a responder a mis preguntas. Señor Lafoski, si yo le enseñase, pongamos cien dientes, eligiese uno y después le preguntase, muchos meses más tarde, si era el mismo…, ¿se mostraría usted positivo?
—Sí, en caso de haberlo marcado —asintió Lafoski, en guardia.
—Es posible. Mas ¿escribió usted su nombre en el diente que afirma haber hallado el año pasado?
—No. Yo…
—Esto no es correcto, señor Lafoski. ¿Escribió su nombre o sus iniciales en el diente?
—¿Cómo habría podido hacerlo? Yo…
—Sí o no, por favor. Es muy sencillo. Responda sólo sí o no.
—Sí o no —sonrió Lafoski.
—Muy gracioso, señor policía —observó Denman, curvando levemente los labios—. Ya veo que además de no ser dentista, tampoco es usted comediante. Nos está demostrando que no es muchas cosas. Aunque le concedo cierta habilidad de loro para repetir cosas. Tal vez consiguió esta habilidad igual que los loros… amaestrándole.
—¡Protesto, Señoría! —rugió Cannon—. La defensa se ensaña indebidamente con el testigo.
—Creo que el testigo no está por completo libre de culpa, señor fiscal —replicó el juez calmosamente—. Sin embargo, señor Cannon, este tribunal le ordena al señor Denman que reprima sus comentarios jocosos.
Denman, satisfecho con este intercambio de frases, miró fríamente a Lafoski.
—Según lo entiendo, usted marcó un diente que encontró, con la laca de uñas. ¿Correcto?
—Sí.
—¿Por qué con laca de uñas?
—Porque se pega al esmalte.
—Interesante, muy interesante. ¿Tiene usted algún color o matiz preferido?
—No, para mí todos los colores de lacas son iguales.
—¿Llevaba un frasquito encima —inquirió Denman—, con el propósito de marcar un diente, si lo encontraba?
Lafoski enrojeció.
—No. Hallé el frasquito en la casa… en el cuarto de la criada.
—Lo encontró en la casa. ¿Cuál era la marca?
El testigo miró a Cannon, mas no obtuvo ayuda.
—No me acuerdo —repuso lentamente.
—¿Cuál era el nombre del color en la etiqueta del frasco?
—No lo sé… Supongo que era rojo.
—No suponga, señor Lafoski —la voz de Denman era helada—. Cualquiera de las damas aquí presentes puede manifestarle que no hay ninguna laca de uñas que sea sólo roja. Cada cual ostenta un nombre diferente… Por ejemplo: Rosa escarchado, o Recuerdos del Crepúsculo… Estudio en rojo… —los asistentes empezaron a reír y el juez golpeó la mesa con el martillo llamando al orden—. Dígame —prosiguió el defensor—, ¿por qué lo marcó con el signo de sumar?
—Era un signo muy sencillo —replicó Lafoski, sin ver la trampa.
—Cierto… cierto —afirmó Denman—. Sólo hay dos signos más sencillos: el «menos» de restar, que es la mitad de complicado que el de sumar; y un simple punto. Bien, la verdad, señor Lafoski, es que usted no sabe, sólo supone que se trata del mismo diente. Ciertamente, no puede reconocerlo; no recuerda la clase de laca ni su color; y lo único que hizo para marcarlo fue ejecutar un signo que cualquier niño o niña podría imitarlo.
—Sé positivamente que es el mismo diente —se obstinó Lafoski.
—Le recordaré, citando un refrán, señor Lafoski —observó Denman gentilmente—, que sólo los tontos se muestran positivos.
—¡Señoría! —protestó Cannon coléricamente.
—Borre la última observación de la defensa, secretario —ordenó el juez. Se volvió hacia el jurado—. Olviden lo que el señor Denman acaba de decir. Un testigo, de acuerdo con la Ley, ha de prestar evidencia lo más positiva posible.
Denman saludó cortésmente.
—Perdón —dijo con suavidad—, pensé que el testigo intentaba demostrar algo otra vez.
—¡Protesto! —gritó Cannon.
El juez asintió y golpeó la mesa.
—Por favor, señor Denman, no más comentarios.
Denman despidió a Lafoski. Había hecho lo que podía para convertir al testigo en un payaso. No estaba seguro, no obstante, del efecto causado en el jurado. Denman se encogió de hombros inadvertidamente, repasó sus notas y llamó a Meyers al estrado.