Tally poseía una especie de seguridad interior, una tranquila aceptación de la vida que, al cabo de muchos años de vagabundeos e inestabilidad, me atraía profundamente. Durante varias semanas buscó infructuosamente diversos empleos. Tardaría meses, posiblemente años, en conseguir los contactos necesarios para lograr ganar el dinero preciso para sustentarse haciendo de modelo o recepcionista, o cualquier otro de los trabajos bien pagados que podía desempeñar. Sólo quedaban, por tanto, las tareas vulgares, mal pagadas, que ofrecen aburrimiento y monotonía.
En el «Club Martinique», donde yo actuaba, el primer pase del espectáculo tenía lugar a las nueve y media de la noche. En consecuencia, yo llegaba al club un poco antes de las nueve para vestirme, comprobar el equipo y maquillarme. Todas las tardes, con regularidad, me encontraba con Tally en el «Delafield» y cenábamos juntos en alguno de los restaurantes baratos de la Octava Avenida, y luego paseábamos por Broadway.
A veces, nos metíamos entre la multitud, deteniéndonos a contemplar los vestíbulos de los teatros y cines. Por la noche, las tiendas grandes y pequeñas relucían con los anuncios de neón color verde, lavanda y rosa; los discos atronaban por los altavoces en las tiendas dedicadas a su venta, ensordeciendo en la calle; diminutas tortugas con los caparazones pintados se arrastraban sin rumbo en un interminable intento de escapar a la contemplación de los escaparates; muchos de éstos estaban llenos de rostros de yeso de un doliente Jesús cuyos melancólicos ojos parecían mirar desde un rincón; montones de naipes con mujeres desnudas al dorso. En algunas tiendas, los atareados comerciantes pegaban iniciales personales en absurdas pieles de plátano de la anchura de tapas de cloaca; en otras, es posible adquirir excrementos de perro, de goma, para bromas, a precios populares; estatuas de la Libertad de latón, equipadas con termómetros y barómetros, aunque no con velocímetros; corbatas de rayón con la fecha del cumpleaños y el signo personal del zodíaco; mantillas españolas, navajas, fotos de moiré de mujeres, que pueden manejarse de forma que sus pechos y caderas se muevan atractivamente; pulseras «souvenirs» de la ciudad de Nueva York, relojes por 2,75 dólares con garantía ilimitada concedida por el fabricante (desconocido e inhallable); alfombras orientales que obligarían a un árabe a tirar el Corán al fuego.
Hay tiendas de penique con máquinas que enseñan a torpedear los buques enemigos; máquinas para comprobar la fuerza personal; y máquinas donde se puede visualizar una película de strip-tease. Hay tenderetes donde venden jugo de naranja, de papayo, leche de coco, y salsa de uva con sabor a menta; bocadillos calientes y «perros calientes». Hay salas de baile donde la entrada permite bailar con chicas cansadas y aburridas. Hay también sitios donde es posible comprar marihuana y otras drogas.
La multitud se empuja, corre, se detiene… con un pulso y una palpitación que llega con la noche y huye con el día. Sí, es un paraje de ensueños… ¡casi todos malos!
Por las noches, después de cenar, íbamos cogidos de la mano, hablando, riendo, explorando… Cuando llegaba el momento de irme al club, acompañaba a Tally al hotel, dejándola con la promesa de visitarla a la mañana siguiente.
Una noche, mientras contemplábamos las fotos de una película, en el vestíbulo de un cine, comprendí que Tally tal vez tendría una oportunidad en el circo… El «Gran Circo», que acababa de inaugurar la temporada en Nueva York.
—Tengo una idea —díjele—. ¿Te gustaría trabajar en un circo? El sueldo de una chica de conjunto no es malo… y no hace falta ninguna experiencia: sólo ser bonita. Trabajarías casi nueve meses al año, habitación y comida pagadas. ¿Qué tal? Mañana iremos al «Garden», a la matinée.
—¿Has trabajado alguna vez en el circo, Lew? —me preguntó.
—Seguro —asentí—. Dos temporadas. Antes de la guerra. Entonces, yo era muy joven… y parece que ha transcurrido ya mucho tiempo.
Tally buscó de nuevo mi mano.
—El circo… ¿cómo es?
Regresamos al hotel, andando lentamente entre el gentío, teniendo a veces que bajar a la calzada, y dando rodeos por entre la corriente humana.
—Claro que el decir el «Gran Circo», me refiero a un circo… porque sólo hay uno Grande. Empieza todos los años la temporada aquí, en el «Madison Square Garden». Allí hay una enorme tribuna… siempre llena. Luego, cuando trabaja en otros sitios, lo hace bajo la lona… setenta y cinco mil metros de lona. Viaja unos veinticinco mil kilómetros al año, y cuando en diciembre llega a Florida uno se queda realmente sorprendido de haber resistido tanto.
—¿Tan duro es?
—Oh, sí…
Me acordaba de todo… del niño que yo había sido… el adolescente que pasó del circo pequeño, de las ferias, a trabajar con el «Circo Grande». Después de las ferias, aquello me pareció majestuoso. El «Circo Grande» era muy lujoso comparado con todo lo anterior.
—Pero se aprende… a resistirlo. Se sufren lluvias, tormentas, huracanes, ciclones… todo lo que el servicio meteorológico puede presentar anualmente. Tormentas de polvo, tempestades de arena… el viejo termómetro a cuarenta grados no significa nada. Se ejecutan cuatrocientas representaciones en algo más de doscientos días, recorriendo ochenta poblaciones de más de veinticinco Estados.
—¿Y cómo lo hacen?
—Bueno, el «Gran Circo» lleva su propio convoy. Con cuatro secciones. Se duerme allí, se come allí… Con todo el equipo y el personal… y los animales. Cuando se plantan las tiendas y la carpa, el circo abarca dieciocho acres de terreno.
—Y si yo… si yo pudiera trabajar en el circo —balbució ella—, tú… ¿no irías conmigo?
—No. Me gustaría… y sería divertido. Mas he trabajado demasiado tiempo tratando de conjuntar mi propia actuación. Si alguna vez vuelvo al circo, sería como augusto, y con el maquillaje de payaso nadie me reconocería. Hay tal vez unas mil quinientas personas trabajando en el «Gran Circo» y de todas ellas, nadie queda tan invisible como el payaso.
Ya estábamos en el hotel y yo tenía prisa.
—Mañana iremos a verlo —le dije.
Me miró, asintió, aunque no con excesivo entusiasmo, y la dejé.
Al día siguiente estuvimos en el «Gran Circo», detrás de la pista. Ante nosotros se había formado una enorme procesión, rota en ocasiones, dejando brechas, que volvían a juntarse, a formarse, a presionarse.
Los ojos de Tally iban captando la magia del color: los bien cuidados caballos con sus jinetes sosteniendo gigantescos candelabros dorados; vegetales animados que andaban sobre patas de goma roja; toros poderosos, inmensos elefantes con tiendas encima, envidia de los potentados orientales; coristas esbeltas, bellísimas, ataviadas como los meses del año, cada una rodeada por pajes, cortesanos y grotescos enanos; jirafas, altísimas, torpes y arropadas con lazadas de satén en el cuello; cebras tirando de los carritos de los payasos; hadas estilo rococó, adornadas con polvo de oro y plata, con estrellas, con sedas y terciopelos; naves espaciales de plástico y cromo, lanzando centellas y fuego de colores, atestados de seres interplanetarios; una falange de antiguos romanos con cascos emplumados, corazas doradas y espadines; bailarinas con calzones de piel y sombreros mejicanos, armadas de pistolas de marfil; tigres que se paseaban inquietamente en sus jaulas de color carmesí y oro; monos vestidos de hombre; cerdos amaestrados, ataviados como enfermeras; acróbatas con pieles de leopardo y calzones de seda; hurís persas de los cuentos de Scherezade, acompañadas de ifrits, jinnis y mamelucos; y la procesión continuaba.
Los protagonistas de Madre Gansa con gigantescas cabezas de carnaval: Bob-Peep y Litle Jack Horner; Boy Blue con un tremendo cuerno; Old Mother Hubbard y el Caballo de Corazones; carretas y carrozas; coches de coronación y coches usados; Atlas llevando un enorme globo sobre los hombros; y payasos… payasos…
Payasos de todas las estaturas, trajes y colores; riendo, llorando, saltando, brincando, conduciendo autos de miniatura, montando animales increíbles… ¡Magníficos, deliciosos payasos!
Por un momento, Tally cerró los ojos ante tanta confusión, y cuando volvió a abrirlos, un payaso estaba junto a ella contemplándola. Su cabeza terminaba en punta y encima llevaba un sombrero muy pequeño, con una gran pluma de faisán en la cinta. Sus grandes y móviles labios caían en decepción, mientras sus ojos, que miraban hacia arriba gracias al efecto de unas líneas de color negro, la miraban con una sorpresa perpetua, arrolladora.
—Vamos… ¿la asusto? —preguntó el payaso con voz cascada.
—Lo siento —rio Tally sin aturdirse—. Me ha sorprendido, nada más.
—Éste es Hammy Nolan —le presenté—. Le conozco desde que estuvimos juntos en la feria. Ham, una buena amiga mía: Tally Shaw.
—Hola, chica —saludó Ham con su voz normal.
—¿Qué tal van los asuntos? —quise saber.
—Regular —replicó el payaso—. Como siempre… aunque la temporada acaba de empezar y no es posible predecir nada. Pero ya sabes que en este oficio las cosas no suelen cambiar mucho.
—Ham, Tally necesita trabajo. ¿Está todavía Seaton como director del espectáculo?
—Seguro.
—¿Crees que le hacen falta chicas?
Nolan sacudió la cabeza lentamente. Llevaba la garganta rodeada por un enorme cuello plisado y su traje en forma de globo aumentaba su corpulencia.
—Todavía no es el momento adecuado para preguntárselo, Lew. Las de mayo aún no se han ido.
Tally me miró intrigada y me apresuré a explicarle:
—Se refiere a la gente que se une al circo en el Sur, y continúan sólo hasta que llega al Norte. Se marchan hacia el primero de mayo, cuando el circo empieza su gira.
—Aguarda tres o cuatro semanas más —me aconsejó Nolan.
—Sí, tienes razón —accedí.
Ham contemplaba a Tally. Detrás de su máscara de maquillaje, era imposible saber qué pensaba. Cuando por fin habló, sus palabras no dejaron en mí ninguna duda.
—Una muchacha estupenda, Lew. ¿Sigues con tus trucos de magia?
—Sí.
—Seguro que realzaría tu actuación. ¿Por qué no la llevas como ayudante?
Durante años había actuado solo, y nunca se me había ocurrido la idea de realzar mi actuación con la presencia de una chica. Mis contratos menudeaban, trabajaba casi constantemente, y mi agente conseguía para mí buenos sueldos.
—No es mala idea —murmuré. Me volví hacia Tally y le pregunté—: ¿Te gustaría? ¿Quieres trabajar conmigo?
—Me gustaría… si tú lo deseas.
De este modo contraté a una ayudante. A partir de aquel día del circo, pasamos todas las tardes… todas sin faltar una, ensayando con Tally. Yo rehíce algunos números a fin de que ella pudiera estar más tiempo en el escenario. Básicamente, mi número consistía en tres ilusionismos: atrapar una carpa viva en el aire con un anzuelo diminuto; sacar leche de una marmita y hacerla desaparecer en el aire, a medida que la iba sacando; y una cuerda que iba extrayendo de un cesto y al final se convertía en una cobra. Asimismo, y esto era muy importante, entre cada uno de estos tres trucos, ejecutaba otros menores… con la máxima rapidez.
Cronometrando el tiempo y los movimientos, atrayendo la atención del público durante fracciones de segundo, Tally me permitía trabajar con más libertad, libre de la constante atención del auditorio. Gracias a este nuevo truco, mi representación resultaba mejor, más rápida y más complicada.
Ideamos un vestido apropiado, como unos leotardos blancos y con lentejuelas, ceñidos como un traje de baño; además, Tally llevaría guantes negros hasta el codo. ¡Oh, estaría magnífica!
Añadí la tradicional capa negra a mi esmoquin… aunque esta capa tenía también su truco. Estaba confeccionada de tal manera que yo podía cambiar el color de su forro de carmesí a púrpura, a amarillo y a azul, sólo con abrirla y cerrarla. Mas fue Tally la que inmediatamente puso nuevo color y nueva vitalidad a la simple rutina.
Después de casarnos, nos instalamos en el «Delafield». Y llevaba yo allí algunos días solamente, cuando vi que faltaba algo. Era el maletín de piel, aquél tan pesado, propiedad de Tally.
—Eh, muñeca —observé—. ¿Dónde está tu equipaje?
—¿Qué equipaje?
En aquel momento estaba sacando la cafetera de debajo de la cama.
—Ya sabes qué equipaje.
—Bueno… tengo la sombrerera en el armario, cariño.
—Sí, pero ¿y el maletín? ¿Aquél que pesaba tanto como si tuviera dentro uranio?
—Oh… —replicó con indiferencia, sin levantar la vista del suelo, donde estaba arrodillada—. Me deshice de él.
—¿Por qué?
—No valía la pena guardarlo.
—¿Qué había dentro?
—Nada. Trapos viejos.
No sé por qué aquello me pareció tan importante; tal vez porque ella sólo había venido a Nueva York con dos bultos… y ahora sólo tenía uno.
—¿Y no tienes más ropas en alguna parte?
—No —se incorporó, echándose el cabello hacia atrás y quitándose el polvo de las manos—. Tú me aceptaste para bien y para mal. No, sólo tengo las ropas que hay aquí —sonriendo, se inclinó hacia mí y me besó—. Ya sabías que yo no era una heredera. ¿Quieres pedir el divorcio?
—Por ahora no —sonreí a mi vez—, y hasta alguna vez te compraré un vestido.
Empezó a hacer café y no volví a referirme al asunto. Pero no logré apartar de mi mente aquel maletín. Sabía que me lo contaría todo en alguna ocasión; mientras tanto, yo no podía dejar de especular un poco: ¿por qué había abandonado tan repentinamente su hogar? ¿Por qué no tenía ningún lazo familiar en la vida? ¿Por qué no había traído más ropa?
No conocía mucho a las mujeres, pero poseía aún el mínimo sentido común para saber que ninguna mujer, pudiendo, sale jamás de su casa con un solo vestido y unas pocas prendas interiores.