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Por favor, que suba el testigo al estrado —voceó el ujier.

Cannon se acercó a la silla de los testigos y preguntó casualmente.

—¿Cuál es su nombre?

—Daniel F. Mikleson.

—¿Es usted miembro del departamento de Policía de Nueva York?

—Sí, señor. Soy teniente, agregado a la brigada de homicidios del Este.

—¿Recuerda lo que sucedió la mañana del veintitrés de noviembre del año pasado?

—Sí, señor.

Cambiando de postura en la silla, por otra más cómoda, el teniente explicó que lo enviaron a registrar una casa situada en la calle Ochenta y Nueve Este.

—¿Fue ello en respuesta a una llamada anónima?

—Sí, señor, por teléfono. Un individuo llamó desde una cabina pública de la estación del Metro del lado Este… la parada de la calle Ochenta y Seis Este.

—¿Habló usted con él? —Cannon añadió rápidamente—. Y si fue así, ¿qué dijo el individuo?

—Hablé con él y dijo: «De la chimenea de esa casa salen unos olores espantosos. Creo que se ha cometido un asesinato».

Cannon contempló suspicazmente al acusado y volvió a dedicar su atención al testigo.

—Después de esa llamada, usted se dirigió al lugar indicado. ¿Le acompañó alguien?

—Sí, otro detective llamado James Lowery.

—¿Qué ocurrió al llegar a la casa?

—Es una casa grande, una residencia particular. Hay una puerta de cristal muy grueso, protegida por una mampara de hierro. Tocamos el timbre y durante algún tiempo aporreamos la puerta.

—¿Cuánto?

—Diez minutos. El timbre funcionaba porque oí el repiqueteo interior.

—¿Qué hora era?

—Cuando llegamos y estacionamos el coche policial delante de la casa consulté mi reloj. Eran las 10,28 de la mañana.

—Gracias. Después de tocar el timbre y aporrear la puerta durante diez minutos, ¿qué hicieron?

—No sabíamos con seguridad si la llamada no la habría efectuado algún chiflado, o un vecino enfadado. Y estaba a punto de regresar a mi despacho para realizar ciertas comprobaciones, cuando un hombre abrió la puerta.

—¿Cómo vestía?

—Ropa interior, aunque llevaba encima un batín.

—¿Cuál era su aspecto? ¿Estaba afeitado? ¿Tenía peinado el cabello?

—No, señor. No estaba afeitado y su pelo se hallaba muy alborotado.

—¿Ve a ese mismo hombre en esta sala?

—En efecto —el teniente miró fijamente al acusado—. Está sentado allí.

—Por favor, vaya hasta él y coloque una mano en su brazo.

El teniente anduvo rápidamente la distancia que le separaba del acusado, le tocó brevemente el brazo, y regresó al estrado de los testigos.

—Bien —prosiguió Cannon con su interrogatorio—, ¿qué dijo el acusado al abrir la puerta?

—Actuó de manera muy rara. Él…

—¡Protesto! —tronó Denman.

—Se admite la protesta —concedió el juez.

—Está bien —se conformó Cannon—. Después de abrirse la puerta, ¿qué ocurrió?

—Nada… por unos instantes —replicó Mikleson—. El hombre calló. Le enseñé mis credenciales y preguntóme qué deseaba. Le conté que alguien había llamado hablando de un crimen y que tenía la obligación de efectuar un registro de la casa.

—¿Qué dijo entonces?

—Nada. Se comportó de una forma muy rara y…

—¡Protesto! —exclamó el defensor.

—Admitida la protesta.

—¿Sacudió la cabeza? —insistió Cannon.

—Sí, de un lado a otro. Tuve que repetir mis palabras. Por fin me preguntó si tenía un mandamiento. Contesté que no, mas que lo conseguiría si él insistía. Que dejaría al detective Lowery de vigilancia, mientras yo iba a buscar la orden de registro.

—¿Y qué contestó el acusado?

—Me dijo: «Bien, puede entrar».

Paso a paso, Cannon condujo al testigo a la descripción de la casa. Mikleson identificó fotografías del dormitorio del acusado y el baño contiguo, que se había tomado en su presencia por personal policíaco. Cannon las ofreció como pruebas y como tales quedaron señaladas.

—Más tarde volveré a referirme a esas fotos… con el permiso del tribunal —continuó Cannon—, mas por ahora quisiera proseguir con mi actual línea de interrogatorio.

No hubo objeción por parte de Denman y el fiscal continuó:

—Dígame, ¿qué encontraron cuando llegaron al sótano de la casa?

—Había una habitación con un gran horno, junco con el cuarto de lavar y unos baños —declaró Mikleson—. También había otras piezas…

—Por favor, concentrémonos sólo en el horno. ¿Dónde estaba situado respecto a la parte delantera y posterior de la casa?

—Al fondo.

—¿Había ventanas?

—Sí, señor. Dos. Pequeñas y muy altas en los muros…, exactamente al nivel de la calle.

—En otras palabras, que era extremadamente difícil ver dicha habitación desde fuera.

—Sí —asintió el teniente—. Era casi imposible verla desde fuera, a menos que uno se agachase para mirar.

—¿Había algo fuera de lo corriente en aquella habitación?

—Bueno, la casa necesita un horno muy grande, ya que es una residencia enorme. Y aquel día hacía calor, pese a lo cual ardía un buen fuego…

—Un momento, por favor —le interrumpió Cannon—. Con permiso del tribunal y el consentimiento de mi estimado colega defensor, me gustaría introducir los informes oficiales del tiempo en las fechas de veintidós y veintitrés de noviembre del año pasado. Los he obtenido del departamento meteorológico y puedo interrogar, en caso necesario, a un experto.

—No hace falta —dijo Denman con indiferencia.

—Continúe, pues, señor Cannon —ordenó el juez.

—Durante el Veranillo de San Martín de aquel otoño —siguió el fiscal—, las temperaturas oficiales para el veintidós de noviembre fueron de 20 grados la máxima y 14 grados la mínima, y el veintitrés del mismo mes, de 22 grados la máxima y 15 la mínima —exhibió una cartulina que entregó al jurador—. Está bien, señor Mikleson, continúe.

El detective volvió a su testimonio.

—El horno estaba sumamente caliente, tanto que no pude tocarlo con la mano.

—¿Lo intentó?

—Sí, señor, para comprobarlo. Por fuera, el horno estaba revestido con una capa aislante, pero incluso a través de dicha capa resultaba demasiado caliente para tocarlo.

—¿Le pareció esto raro?

—Sí, claro. A causa de la temperatura… Hacía tanto calor que no se necesitaba aquel exceso. Además, es perjudicial que un horno se caliente tanto, pues esto los echa a perder. Luego, registré aquel cuarto y vi que lo habían fregado recientemente.

—¿Muy recientemente?

—Mucho. Aunque el cuarto estaba muy caldeado, en un rincón todavía había un poco de humedad en el suelo.

—¿Puede describir dicho suelo?

—Estaba compuesto de losas de cemento cuadradas, muy sólidas. Pero en las junturas había pequeñas grietas.

—¿Qué más vio en aquel cuarto?

—Por las señales del suelo y las paredes, había indicios de un gran banco de trabajo, que había estado poco antes en el cuarto.

—¿Ya no estaba?

—No, señor.

—Un momento —interrumpió Denman—. Me opongo a esta respuesta. En la historia de la casa, de unos setenta y cinco años de antigüedad, probablemente hubo muchos bancos de trabajo en el sótano. ¡Y ya no hay ninguno! Estoy seguro de que el señor fiscal se muestra… excesivamente celoso al intentar dar una interpretación falsa a un simple banco de trabajo.

—Señoría, es algo completamente importante en el caso —arguyo Cannon, de cara al juez—. Puedo demostrar que aquel banco estaba en el cuarto del horno hasta la noche del asesinato…, y es una prueba de consideración.

—Adelante —asintió el juez—, a condición de que toda referencia al banco será borrada del acta si no queda demostrada más adelante su importancia.

—Con el horno tan caliente, la humedad en el suelo, y la falta del banco, usted decidió seguir investigando. ¿Qué encontró?

—¿En el cuarto del horno?

—Sí.

Mikleson se humedeció los labios con la lengua, apartando ligeramente la mirada de la mesa del defensor.

—Bueno —pronunció lentamente—, en el suelo, fuera del horno, hay una pequeña zona donde el cemento está agrietado… formando como un platito. Parte de ese hoyo se introduce por debajo del horno unos centímetros…

—¿Es ésta una fotografía del hoyo… o mueca del cemento? —preguntó Cannon, exhibiendo una cartulina.

—Exactamente —afirmó el teniente.

Cannon ofreció la foto como prueba y le pidió a Mikleson que continuase.

—Aquel espacio agrietado —prosiguió el oficial— se halla a corta distancia del portillo del horno; a un lado. El suelo también desciende ligeramente en esa dirección. Y en aquella leve cavidad del suelo, oculta en parte, encontré un fragmento ¡de un dedo humano!

Cannon exhibió una redoma clínica con tapón de cristal. Dentro, flotando en formaldehido, había un fragmento de dedo de dos falanges de longitud.

—¿Es éste el dedo que encontró?

—Sí —lo identificó Mikleson deliberadamente—. Yo mismo corté una muesca en forma de «V» en la uña. ¡Es la misma uña!

El dedo quedó marcado como prueba.

—Tras encontrar el dedo, ¿qué más hizo usted?

—Corrí arriba donde el detective Lowery estaba aguardando con el acusado, y llamé a la Central. Pedí que enviasen el informe de mi hallazgo al despacho del forense… y que me mandasen un equipo fotográfico y dactilar.

—Gracias, teniente. Nada más —terminó Cannon. Luego, se volvió hacia el defensor y añadió—: ¿Desea interrogar al testigo, señor Denman?

—Sí.

Denman se puso de pie, consultó una hoja de papel con notas que tenía en la mano y se acercó a Mikleson indolentemente.

—Respecto a esa misteriosa llamada anónima… ¿La recibió en directo?

—No, llegó a través de la comisaría y su centralita.

—No sabe quién llamaba aunque está seguro de que era un hombre, ¿verdad?

—Sí, señor. Sé que era un hombre.

—¿Una voz profunda?

—No. Ordinaria.

—No era voz de bajo ni de barítono. ¿Entre tenor y barítono, quizás?

—Exacto.

—¿No es cierto que algunas mujeres poseen voz de contralto?

—Sí, creo que sí.

—Bien, una voz femenina por teléfono… una voz profunda de contralto… puede sonar muy semejante a una voz de tenor. Particularmente, si la mujer trata deliberadamente de disfrazar la voz. Y ahora, teniente, someto este punto a su consideración: ¡usted no puede positivamente afirmar que no era una mujer la que llamaba, si la mujer intentó disimular su voz!

—Bueno, yo…

—Conteste sí o no, por favor.

—Nooo, señor —tartamudeó el teniente—. No puedo afirmar positivamente que fuese… Aunque creo…

—Sin opiniones, teniente. Sólo hechos. Volvamos a la misteriosa llamada telefónica procedente de una persona desconocida, que usted no sabe si era de hombre o mujer. ¿Qué dijo esa persona?

—Esa persona dijo: «De la chimenea de esa casa salen unos olores espantosos. Creo que se ha cometido un asesinato».

Mikleson dio acto seguido las señas de la casa, la hora aproximada de la llamada, y los esfuerzos efectuados para descubrir de qué cabina pública procedía la misma.

—Está bien —concedió finalmente Denman—. Dígame, ¿no es procedimiento algo fuera de lo normal que la Brigada de Homicidios actúe en la ciudad siguiendo una pista conseguida por un medio tan poco regular?

—No, señor —negó Mikleson con énfasis—. Muchas veces recibimos informaciones… chivatazos… de fuentes muy extrañas.

Esta declaración impresionó fuertemente a los miembros del jurado.

Denman intentó destruir tal impresión.

—Entonces, supongo que ustedes deben estar muy ocupados siguiendo pistas lanzadas por chiflados, borrachos y misteriosos desconocidos… que desean ajustar cuentas personales. Entonces, ¿es verdad, teniente, que la Brigada de Homicidios de esta ciudad investiga toda esta basura y se niega a quemarla en los incineradores urbanos?

—¡Sí, cuando en los incineradores urbanos hay cadáveres! —replicó airadamente el testigo.

Suspirando, Denman despidió al teniente.

El juez consultó el reloj de pared, golpeó la mesa con su maza y dio por aplazada la sesión.