Naturalmente, a la mañana siguiente de conocer a Tally volví al «Delafield» hacia mediodía, y ella abrió la puerta de la habitación. Estaba totalmente vestida… con el mismo vestido del día anterior. Probablemente era el único que tenía. O al menos, el único que había traído de Filadelfia. Se había peinado, maquillado… y estaba muy bonita. La cafetera permanecía encima del plato eléctrico, y nos sentamos a desayunar… con un par de buñuelos que yo había comprado. Balanceé la taza sobre el brazo de la silla y traté de animar la conversación.
—¿Hace mucho que se ha levantado?
—Oh, sí… Horas…
—¡Caramba! Bueno, supongo que ha de ser estupendo levantarse temprano. ¿Cómo ha dormido?
—Muy bien. ¿Y usted?
No era un diálogo muy chispeante, pero me gustaba. Estando sentado ante ella y hablando con ella, ya tenía bastante.
—Muy bien —aprobé—. Toda la noche he dormido con el perro de mi amigo. El chucho siempre duerme en la cama sobrante, y cuando alguien duerme en ella, el perro no abandona su hogar. Sin embargo, con cierta persuasión, se dejó convencer y no me molestó. No me molestó…, pero insistió en quedarse él con la almohada.
Tally rio y en la alegre mañana su risa resultó tan brillante como la luz del sol.
—¿Trabajó anoche?
—Seguro. Tres sesiones.
—¿Es divertido?
—No mucho…
De pronto comprendí que mentía. Sí, era divertido. No me costaba mucho recordar que pocos años antes lo había juzgado la mejor cosa de la existencia. Y empecé a hablarle de ello.
Nuestra casa, en la granja, era grande, cuadrada, achaparrada. Tenía un porche exiguo en profundidad aunque muy ancho. Y postes o pilastras de madera… colocados cada dos palmos para sostener una barandilla. En verano, mis padres sacaban un par de mecedoras y allí estaban sentados hasta el oscurecer. Aunque la casa tenía tres pisos, poseía un tejado plano de metal… pintado de color rojizo. Coronando el tejado había una cúpula de cristal… de un metro y medio cuadrado. Sobre la cúpula había un pararrayos largo y elaborado, que apuntaba al firmamento de Iowa. A la cúpula sólo podía llegarse por una escalerilla que se proyectaba a través de una abertura del techo de una habitación del tercer piso. Nadie entraba allí, ya que usualmente estaba ocupado por palomas y otras aves. Nunca supe por qué la construyeron o concibieron siquiera, en medio de las praderas. La casa la construyó algún pionero olvidado, mucho antes de la Guerra Civil, y mi abuelo la adquirió mucho después. Como la mayoría de las granjas, siempre necesitaba una capa de pintura.
En el patio delantero había grandes robles, sobre un terreno herboso, con una hierba que parecía crecer un palmo del suelo, sin crecer más. Mi padre colgaba en la rama de un roble una cuerda con un neumático viejo a guisa de balancín. Sin embargo, no recuerdo haberlo usado nunca; tal vez porque no tenía hermanos ni hermanas con quienes jugar, y me pareciese tonto columpiarme solo. Detrás, y lejos de la casa había los demás edificios de la granja: los graneros, los cobertizos para el equipo, la criba del maíz, el silo y el gallinero. Como me crie junto a los animales, éstos me atraían poco, y no eran ninguna novedad. Muy pronto, mis obligaciones consistieron en coger los huevos y ayudar a mi madre a dar el grano a las gallinas; poco a poco me gradué en ordeñar las vacas… y más tarde salí al campo.
Es fácil dar la impresión de que empecé a trabajar con dureza a edad muy temprana. Pero no es verdad. Mi vida fue la misma que la de casi todos los chicos agricultores, según creo, y aún mejor que muchas. Siempre teníamos a un peón para ayudar en todos los quehaceres, y mi madre tenía usualmente a una muchacha que le ayudaba en la casa. Nuestra granja era próspera, y nuestro estilo de vida estupendo. No obstante, una granja, a mi entender, es un lugar solitario, a menos que forme verdadera parte de la vida de uno. Por desgracia, aunque yo vivía en una, jamás formó parte integrante de mí. Al oscurecer, la tierra parece expandirse, alejándolo todo, cada vez más lejos, hasta que la granja en que uno vive es una isla. Lo demás del mundo no cuenta; muy en lontananza se hallan las carreteras, las cuales no conducen hasta ti.
Kilómetros a través, una luz brilla en la ventana de otra casa, mas aquella luz forma parte de otra isla distinta y no tiene nada que ver contigo. Las ranas inician su serenata nocturna, lentamente, formando una aguda disonancia que gradualmente va aumentando en confianza y volumen, como a la orden de un director de orquesta; luego, la música decrece gentilmente, siguiendo sabe Dios qué tema, hasta que crece de nuevo y vuelve a bajar. A veces, las palomas de la cúpula arrullan incansablemente a la hora del crepúsculo translúcido, y las luciérnagas aparecen buscando en la noche con sus puntitos de luz algo que nunca encuentran. Y esto continúa hasta que todo muere con el frío rocío matutino.
A los nueve años, poco antes del décimo aniversario, vi un juego de magia en el catálogo-pedido enviado por correo que nos entregaban todas las primaveras y otoños. Durante horas leí aquella descripción, una y otra vez hasta poder repetirla palabra por palabra. Deseé poseer aquel juego más que nada de este mundo. Hasta aquel momento, preso por la fiebre de mi nuevo deseo, comprendí que nunca había anhelado nada en mi vida.
Mi madre sintióse desvalida ante la intensidad de mis ruegos, y no supo negarme aquel regalo por mi cumpleaños, aunque me imagino que su precio excedía de lo que había calculado gastar. Nos sentamos juntos en la mesa redonda de la cocina y rellené el pedido, poniendo la dirección y un sello en el sobre. Aquella noche apenas pude dormir de excitación, y por la mañana estuve aguardando la llegada del cartero en su modelo «Ford» anticuado. Cuando vi que la carta se hallaba ya a salvo y en camino lancé un profundo suspiro de alivio.
Nunca hubo en mi vida un día como aquél en que llegó el juego de magia. Jamás el sol había sido tan brillante, ni el cielo tan azul, ni el mundo tan hermoso. Llegó en una caja de cartón, grande y negra, y en la tapa se veía un mago de aspecto mefistofélico, con el pelo negrísimo y largas patillas. Vestía de esmoquin y estaba sacando un conejo de un sombrero de copa. Dentro de la caja había un libro con instrucciones, y el equipo más sencillo para lograr que una moneda desapareciese dentro de un vaso de agua, para cambiar un penique en un centavo, y hacer aparecer pañuelos del interior de un huevo; había grandes dados de cartón, varillas de cristal, papel que cambiaba de color… El encanto del mundo de la magia y la ilusión. Con la caja de cartón sobre mis rodillas, yo poseía ya los secretos de la cábala, los misterios de la alquimia, la clave del Sábado Pecaminoso; era ya un compañero de Paracelso, un familiar de Cagaster, un estudiante de los egipcios.
A partir de aquel día, nunca tuve muy lejos de mí aquel juego. Y a medida que fui haciéndome mayor, me gastaba todo mi dinero, y después mis sueldos, en equipos más completos. Practicaba en mi habitación siempre que podía; en el granero y los prados, y llevaba cartas y monedas de plata en la palma hasta que mis manos y mis dedos trabajaban con independencia de mi cerebro.
Mi primera aparición pública como mago tuvo lugar en la población de Fairfax, a unos doce kilómetros de nuestra granja. Todos los sábados íbamos en el coche a la Iglesia Unitaria de Fairfax. Con ocasión de una comida en dicha iglesia, ofrecí mis servicios para el programa de distracciones al concluir el ágape. Y aunque con cierta cautela, el pastor protestante aceptó. Esta aceptación se basaba en parte en el hecho de que mi padre era miembro de la congregación desde hacía más de veinte años, así como en la falta de atracciones que presentar. En efecto, los escasos talentos de la congregación habían actuado ya demasiadas veces. Aquella tarde compartí los honores del cartel con una conferencia de quince minutos sobre las islas Falkland, acompañada de vistas fijas, islas situadas al extremo sur de Sudamérica, y notables sólo por su aridez; un concierto de piano a cargo de la señora Randy Fuller, una viuda que daba lecciones de música, y un dueto formado por dos hermanos, él y ella, hijos del matrimonio Ostander.
Literalmente, los embrujé… cosa rara tratándose de una iglesia. Oh, sí, la casa se venía abajo. Jamás olvidaré la sensación de estar de pie delante de aquel reducido auditorio y escuchar los aplausos de los amigos, la familia, los vecinos y los demás miembros de la iglesia. Para mí, sonaron a truenos. Al regresar aquella noche a casa, mi padre me felicitó y me regaló diez dólares. Me los embolsé… por servicios profesionales.
Aquel verano concluí con el instituto, a los diecisiete años. Mis padres habían pensado enviarme a la Facultad de agricultura de Ames aquel otoño. A mí lo mismo me daba esto que otra cosa. Yo no estaba ni contento ni disgustado. Cuando llegara el otoño, si tenía que irme, me iría. Y así fue. En julio se celebró una especie de carnaval el día cuatro[1], en Oneida, la cabeza de partido del Condado… a unos veinte kilómetros al otro lado de Fairfax.
Aquella semana mi madre se puso enferma, por lo que mis padres no pensaban ir a la fiesta. Una familia llamada Murray, de la granja vecina, sí iba a Oneida en el coche, y me ofrecieron un asiento. Por aquellos días había ya cine, aunque mudo, y mi padre había erigido en la granja una antena para la radio superheterodino. De modo que ni el cine ni la radio eran ninguna novedad, pero yo nunca había visto una comedia teatral ni un circo. No había ciudades donde actuasen compañías de teatro o de circo en más de doscientos kilómetros a la redonda, y apenas una feria dentro de una distancia corta en auto.
Los Murray y yo llegamos a la feria después de anochecer. La noche parecía estriada con franjas anaranjadas, azules, verdes y rojas, en el firmamento aterciopelado. Recortado contra la luna blanquecina, una gran Rueda Ferris giraba lentamente en su órbita, y un tiovivo daba vueltas alocadamente, con unos caballos que saltaban y unos leones que corrían. El olor a caramelos y palomitas de maíz, a perros calientes, a cacahuetes tostados, a tamales calientes y a chicle, el del aserrín y el heno esparcidos por el suelo, parecía elevarse en ráfagas sucesivas entre el aire plácido de la noche en la pradera. Mis sentidos se vieron asaltados por la vista, el sonido, el olfato. En el primer instante me vi perdido. Estaba borracho de excitación, con una alegría que no había conocido jamás.
Rápidamente me separé de los Murray. Guiado por un conocimiento que no podía identificar, anduve directamente hacia un pequeño remolque rojo, estacionado a un lado del sendero central. Un hombre de media edad, con pelo arenoso y nariz venosa, estaba sentado en la escalerilla. No llevaba chaqueta a causa del calor, tenía la camisa desabrochada, enseñando un pecho velludo, y las mangas arremangadas mostraban unos brazos pecosos.
—¿Es usted el dueño? —le pregunté.
Volvió hacia mí sus pesados ojos, como para reconocer mi presencia. Gruñó algo que podía ser una afirmación o una negativa.
—Quiero un empleo —le espeté con decisión—. Quiero trabajar para usted. Haré lo que sea…
—No necesito a nadie.
—Soy muy bueno con los caballos —repliqué.
Mis oídos zumbaban por el ruido y la excitación.
—Vete a casa, hijo.
Tenía metidas las manos en los bolsillos, y en mi embarazo hallé un dólar de plata en mi mano, que saqué del pantalón. Pasando mi mano ante sus ojos, hice aparecer y desaparecer a voluntad la moneda, que corrió por mi brazo, se detuvo, volvió a la mano, y se disolvió en el aire. Al fondo, oía el ruido de la gente en los tenderetes, en la balsa de los peces, en la rueda de la fortuna, y en las partidas con botellas de leche. El ruido de los autochoques, resonando mecánicamente en la noche. La orquestina con su combo de tres piezas, interpretaba una musiquita que anunciaba el comienzo del baile. Y por en medio de todo eso, la casa de la risa, el mono dromedario, los espectáculos de vida y tortura; los disparos en la galería de tiro, la galería de cintas, de botellines… Todo aquel mundo zumbaba y se contraía y reclamaba la atención de la gente en tanto yo iba jugando con mi moneda de plata delante del hombre de la nariz venosa. Bruscamente, se puso de pie sobre el último peldaño de la escalerilla, mirándome fijamente.
—No lo haces mal, chico —murmuró lentamente—. ¿Dijiste que deseas trabajo?
—¡Oh, sí…, sí, señor! —tartamudeé muy trastornado.
El hombre gritó un nombre por encima de la confusión y el ruido.
—¡Eh, Hym!
Inmediatamente se materializó una figura al lado del remolque; era un hombre musculoso, con un cuello muy grueso, y unas orejas llenas de cicatrices.
—Hym, échale un vistazo a ese chico. Es bueno.
Me indicó que reanudase mi actuación.
Hym me estudió con ojos calculadores.
—Sí —rezongó—, con una buena carita. Podría dar resultado —volvióse hacia el hombre del remolque—. ¿Has hablado con él? —El otro sacudió la cabeza—. De acuerdo. Lo haré yo.
Anduvimos en silencio hasta la tienda de cocinar, y nos instalamos a una mesa muy mugrienta. Hym descansó los brazos sobre las tablas mal unidas y me contempló cautelosamente.
—¿Vives cerca de aquí?
—No —mentí… sin saber por qué, salvo que aquella precaución me parecía útil—. Vine de una población de Minnesota… a unos quinientos kilómetros de aquí.
Gruñó, complacido con la información.
—¿Tienes parientes?
—No —volví a contestar, apartando resueltamente a mis padres de mi mente.
Asintió más contento aún.
—Muy bien. Ahí va el programa. Te quedarás para vender entradas. Empezarás en el espectáculo de la chica porque la admisión es de treinta centavos. Esto hace que resulte un poco difícil dar el cambio de un dólar. A veces, cuando te den un dólar, si eres listo, darás sólo cuarenta y cinco centavos de cambio. Yo siempre hago que la cola se mueva de prisa, a fin de que los que compran entradas no tengan tiempo de contar el cambio —se llevó una mano al bolsillo y sacó un puñado de monedas—. Veamos. Te enseñaré cómo hacerlo. Imagínate que ya te he entregado la entrada… y empujo el cambio hacia tu izquierda. ¿Por qué a la izquierda? Porque casi todo el mundo se guarda el cambio en el bolsillo derecho. Y hay otro motivo… que te diré luego. Ahora, adelanta el brazo derecho para recoger el cambio… Yo haré la cuenta, ¿sabes? De un dólar, señor, aquí tiene, treinta, treinta y cinco, cuarenta y cinco, cincuenta…, setenta y cinco… y un dólar. Muchas gracias.
Asentí mecánicamente a su cuenta; en mi mano tenía un montón de peniques, níqueles y centavos.
—Está bien —sonrió Hym—, cuenta tu cambio, hijo mío.
Lo conté… había sólo cincuenta centavos. Y debía de haber habido setenta. Hym continuó con su lección.
—De manera que lo interesante es tener gran cantidad de moneda suelta, para dársela a los clientes, y que no puedan contar el cambio, para lo cual, tú habrás de añadir con algún malhumor: «Adelante, amigo… ¡Vamos, muévase! ¡Vamos, por favor, no obstruya la cola! ¡Va a empezar el espectáculo y los demás también tienen derecho a verlo! ¡Avance!». Entonces, uno de mis muchachos en la cola da un empujón y todos avanzan. El tipo se mete el cambio en el bolsillo, con la mano derecha. No tiene que cambiarlo desde la izquierda, de modo que ya no está seguro de lo que tenía y lo que ha recibido. Y eso es todo. ¿De acuerdo?
De repente, no pude hablar. Le miré tristemente, y sus ojos se fijaron en mí con dureza y expectación. Como si leyese en mi pensamiento, se encogió de hombros y se puso torpemente en pie. Como desde muy lejos, oí mi voz que murmuraba con una mezcla de vergüenza y excitación:
—Sí… de acuerdo.
—Perfecto —aprobó Hym—. Comerás de balde en esta tienda, y podrás buscarte un sitio para dormir en los carricoches al efecto. Cobrarás diez pavos por semana —esperaba mi protesta y al no escucharla se relajó su salvaje rostro—. Dentro de una semana, robarás para mí tres veces más, chico —fue hacia la abertura de la tienda, y se detuvo un momento para añadir—: No hay que darle nunca el cambio equivocado a un individuo que te da medio dólar o menos; y en un billete grande no hay límite de lo que puedes quedarte. No tengas los dedos muy pegajosos, ni trates de robarme a mí —se encogió de hombros, y levantó las manos en un gesto de perdón—. Quédate con algo… con algo sí, ¿entendido? Pero no olvides, muchacho, que yo soy el dueño.
Salió a la noche, al ruido nocturno.