Charles Denman, primer abogado de la defensa, era un individuo sardónico, con un rostro vigilante y escuálido. De pie junto a un ventanal de la sala, su figura quedaba recortada contra la luz, y detrás suyo, en el aire, se agitaban perezosamente las motas de polvo.
Denman llevaba toda la mañana dirigiéndose al jurado, tratando de triturar el discurso de apertura del fiscal, pronunciado el día anterior.
—Usualmente —continuó—, éste es el momento en que la defensa establece lo que desea demostrar… si bien vuelvo a recordarles que ni la declaración del acusado ni la del fiscal representan prueba alguna… Pero creo que será mejor que demore revelar nuestra defensa —su voz se abatió a un nivel confidencial—, porque, francamente, no creo que la acusación haya encontrado una base firme en su caso. Por ahora, suya es la carga de las pruebas, y prefiero dejarlo así.
»Les pedirán a ustedes que escuchen una historia… en la que alguien fue supuestamente asesinado. No existe el cadáver, ni el motivo, ni hay testigos. Y con esta grosera, mejor diría liviana, tela, ustedes tendrán que decidir… más allá de toda duda razonable, que se ha cometido el asesinato. Aparte de que aquí estamos en un honrado tribunal, que se juzga ahora la vida de un inocente, yo diría que toda la historia es tan… tan increíble, que no lograría el favor de media hora de televisión. Sin embargo —prosiguió Denman, tras observar la sonrisa de los jurados—, haremos lo que podamos para demostrar la inconsistencia, la falta de firmeza de todos los cargos. Estoy seguro de que ustedes necesitarán muy poca ayuda para darse perfecta cuenta de la falta de pruebas en los cargos presentados.
Dio media vuelta, en dirección a Cannon.
—Ayer, mi respetado colega, el señor Cannon, dijo, y le cito… —Denman fue lentamente a su mesa y cogió cuidadosamente una hoja de papel; luego, se caló unos lentes con montura de concha y sosteniendo el papel ante él, leyó con claridad—: «Deben recordar que el acusado no tiene obligación de demostrar su inocencia, puesto que esta obligación corresponde al Estado, y que mi obligación es demostrar la culpabilidad del acusado». —Denman dejó el papel sobre la mesa y se quitó las gafas—. Naturalmente, el señor Cannon admitió otras cosas —el defensor dio media vuelta y se encaró casualmente con el jurado—. No voy a leer todo su discurso porque creo estarán de acuerdo en que no vale la pena.
El rostro de Denman mostraba suma avidez.
—Sin embargo, les ruego que recuerden la gravedad de la declaración. Hablar es una cosa… Hacer, otra. Cuando se introduzcan en este caso las pruebas, e indudablemente se introducirán de forma muy impresionante, pregúntense a sí mismos qué demuestran. Díganse, por favor: «¿Qué significa esto? ¿Es una evidencia del hecho? ¿Significa algo a la luz de todo el caso?». Muchas personas inocentes fueron condenadas por evidencia circunstancial…
—¡Protesto, Señoría! —gritó Cannon, poniéndose de pie.
—¡Se acepta la protesta! —sentenció el juez. Luego, volvióse hacia el jurado—. Deberán pasar por alto la última observación de la defensa.
Denman sonrió interiormente. Aunque el juez advirtiese tal cosa al jurado, algunos miembros del mismo recordarían su frase. Denman había trabajado con dureza, tratando de borrar de la mente de los jurados la simpatía hacia el acusador, y procurando que la experimentasen por él. Y empezaba a sentirse agotado con el paso de las horas. Siempre había considerado el caso con inseguridad. Como abogado, sabía que su deber era defender tanto al culpable como al inocente. Hasta cierto punto, sólo limitado por su habitual cinismo, estaba dedicado a su profesión. Luchaba por los derechos de los acusados, protegía los derechos definidos por la Ley, y a veces sufragaba las costas de la defensa. No lo hacía por amistad, ni por ganancias monetarias, sino por la satisfacción de luchar de igual a igual con la ley. A veces, experimentaba mayor simpatía hacia los culpables. El cliente, en este caso, había afirmado su inocencia. Los clientes raras veces le mentían a Denman, y si se convencía de que le engañaban, se negaba a representarles. Mas en este caso no estaba completamente convencido. Ni estaba seguro de conocer toda la historia; aunque lo que sabía le fascinaba.
—Deseo añadir muy pocas cosas —siguió—, aunque sí quiero recordarles que mi cliente no ha confesado su culpa. Lo cual significa que no es culpable… hasta que los cargos queden demostrados irrefutablemente. Y, damas y caballeros, esto no sucederá. Yo les ruego, yo les suplico, que mantengan vivo su sentido de comparación, que continúen albergando sentimientos de escepticismo, y que tengan el cerebro libre de prejuicios hasta haber escuchado a ambas partes.
Estuvo un momento erguido ante los jurados, y por fin saludó con la cabeza, dio media vuelta y se retiró a la mesa de la defensa.
El juez aplazó la sesión.
El ayudante de Denman, un joven de ojos azules y pelo corto, le ayudó a meter los documentos en la cartera.
—Creo que esto va muy bien —le confió a su superior.
Denman levantó la vista para seguir a su cliente que era escoltado, al salir de la sala, entre dos guardias.
—Bastante bien, supongo —asintió el abogado—. Aunque nunca se sabe… hasta que es demasiado tarde.
Los periodistas pasaron por la barandilla de madera y se aproximaron a Denman.
—Supongo que podemos decir que se siente usted optimista, abogado —preguntó uno.
—¿Cómo podría ser de otro modo? —sonrió Denman alegremente.