Todo empezó el día en que conocí a Tally Shaw. Conocerla, con todos los respetos debidos a los poetas, no fue como escuchar al ruiseñor en un parque, o encontrar un manantial fresco tras una ardorosa caminata por el desierto. Mas el hecho de que ella fuese para mí una completa desconocida, lo mismo que para Nueva York, que estuviese en la Séptima Avenida discutiendo con un taxista, fue lo que puso en movimiento todos los sucesos que ocurrieron después. Y, si hay que creer en la inevitabilidad, fue inevitable que yo actuase como lo hice.
Un taxi se había detenido delante del hotel donde yo me alojaba, y su pasajera no tenía bastante dinero para pagar la carrera. El taxista se mostraba decidido a conservar en su poder el equipaje de la dama, y ésta, una joven, le suplicaba gimoteando, pidiéndole que al menos le permitiese coger un maletín.
El «Delafield», un hotel pequeño aunque no de mala calidad, que cuenta entre su clientela a mucha gente del espectáculo, no tiene portero, de lo contrario la joven habría podido pedirle prestado el dinero. Cuando empujé la puerta para entrar en el vestíbulo, oí que la joven exclamaba:
—¡Es ridículo! ¡Sólo le debo a usted un dólar!
—No es culpa mía —rezongó el conductor—. Me quedaré con su equipaje y lo podrá recoger cuando me pague el pavo.
—Oh, no sé cómo ha sido… Si tenía más dinero… No sé dónde estará… —rebuscó urgentemente en su bolso—. Debió caérseme cuando almorcé. Recuerdo que antes aún lo tenía. En la estación, antes de coger el tren…
Yo estaba en el centro del umbral, con la puerta abierta, escuchando la discusión. Espoleado por mi curiosidad, volví a la acera dejando la puerta cerrada, siguiendo la conversación.
—Oiga, jovencita —protestó el taxista con indiferencia—, tal vez tenía usted el dinero, tal vez no. Pero yo me quedo con sus maletas hasta que me pague o… llamo a un poli.
—¡No, no, por favor! —Se asustó la chica—. Quédese una maleta… la sombrerera. ¿No le basta? Yo me llevaré el maletín…
—¡Ni hablar de eso! —Se indignó el chófer—. ¡Me quedo con ambas cosas!
—Pero he de tener algo… o no podré inscribirme en el hotel… No me dejarán sin pagar por adelantado, yendo sin equipaje.
—Me guardo todo el equipaje —se obstinó el taxista.
Comprendí de pronto que me había situado al lado de la joven, y ante mi propia sorpresa, oí mi voz que decía:
—Si la señorita lo permite, yo pagaré la carrera —el chófer concentró en mí unos ojos llenos de suspicacias, y la muchacha también—. ¿Cuánto le debe? —inquirí.
—Un pavo —replicó el taxista.
—Aquí lo tiene… y entréguele el equipaje a la joven.
El chófer dejó una sombrerera y un maletín de piel en el suelo. Volviendo a su asiento, puso el coche en marcha y desapareció. La joven no dijo nada.
—Bien —exclamé—, ahora le toca a usted. O me da las gracias… o me quedo con su equipaje.
—Ha sido muy amable —me dirigió una sonrisa de embarazo—. Muchas gracias.
—Conque perdió el dinero, ¿eh?
—Sí —repuso, registrando el bolso una vez más.
—¿No tiene idea de dónde lo perdió?
—Pudo ser en la estación… de Filadelfia —comenzó a hablar con atropellamiento—. Bajé en aquella estación a comer un bocadillo. Luego volví al tren. Y no volví a mirar el bolso hasta llegar aquí. No llamé a ningún mozo, ni compré nada más.
—¿No puede telegrafiar pidiendo más dinero? —pregunté, pero ella sacudió tristemente la cabeza—. Bueno —añadí—, de nada sirve quedarnos en la acera. Vamos. La invito a una taza de café mientras usted decide qué es lo que ha de hacer.
El «Delafield» tiene un pequeño comedor, abierto las veinticuatro horas del día, y a él nos encaminamos. Al coger su equipaje recibí una sorpresa. La sombrerera no pesaba ni era más ligera de lo que cabía esperar; en cambio el maletín pesaba como si estuviese lleno de plomo.
—¿No cree que esto pesa demasiado para llevarlo usted? —pregunté cortésmente.
—Sí —asintió, con cierto nerviosismo—, pero es un buen ejercicio.
Sonrió y se encogió de hombros.
Nos encaramamos a los taburetes del bar, situado a un lado del comedor y ella pidió una taza de té. El mostrador estaba desierto, aunque se hallaba adornado invisiblemente con los fantasmas de generaciones de quesos y bocadillos.
—Para empezar —le pregunté a la joven—, ¿conoce a alguien en la ciudad a quien telefonear… alguna amiga, algún pariente?
—No. Soy una completa extraña aquí.
—¿De dónde viene?
—De Filadelfia.
—La respuesta es fácil —repliqué—. Le prestaré cinco dólares y ya me los devolverá. Coja esta noche el tren… Salen prácticamente a todas horas.
—No puedo —dijo en voz baja.
—¿Tomar los cinco dólares? No se preocupe, ya me los devolverá.
—No me refiero al dinero. Es que… no puedo regresar a Filadelfia.
Se volvió hacia mí, su semblante lleno de determinación.
—¿Por qué no?
No contestó. Bruscamente, comprendí que estaba equivocado… Su semblante no mostraba determinación, sino miedo.
—Está bien, cambiemos de tema. Hábleme de usted; no pertenezco a la Sociedad de Ayuda al Viajero, pero haré lo que pueda…
Entonces me dijo que se llamaba Tally Shaw. No tenía familia, ya que su último pariente, un tío anciano, había muerto la semana anterior. Se había llevado el dinero restante para venir a Nueva York. Y ahora aquí estaba sin dinero, sin amigos, sin empleo. Yo la escuché, la contemplé y comprendí que su vista era un agradable pasatiempo. Mientras hablaba, mantuvo la vista fija en la taza de té, como intentando leer en las hojas. Ocasionalmente, volvía la taza lentamente entre sus dedos. En aquel movimiento había una gracia inconsciente, en tanto mantenía la cabeza arqueada sobre su esbelto cuello, mostrando un hermoso perfil. Sin embargo, no poseía lo que pudiera calificarse de gran belleza. Su encanto residía en su timidez, en su quietud, en una fusión de suavidad y reposo.
En su cabellera danzaban las luces del techo. La regularidad de sus delicadas facciones se veía contrarrestada por su boca, cálida y un poco ancha, y por sus prominentes pómulos que ponían en su rostro una expresión enigmática… una leve nota oriental.
—¿Qué pensaba hacer en Nueva York, antes de perder su dinero? —quise saber.
—No había hecho planes —se encogió de hombros—. Claro está, me gustaría hallar un empleo.
—¿Ha trabajado ya?
—Bueno, un poco… antes de fallecer tío Will.
—¿Sabe escribir a máquina, taquigrafía?
—No… No lo he estudiado.
—¿Ha sentido alguna vez deseos reprimidos? ¿Sabe cantar, bailar? ¿Nunca deseó ser actriz?
Dejó firmemente la taza de té sobre el mostrador.
—No sé cantar una sola nota —replicó—. Me gusta bailar…, pero sólo al compás de una orquesta. Y no tengo dotes de actriz. ¿Y usted?
—No —le aseguré—, conozco muy poco de estas cosas. Aunque empujado por necesidades económicas o problemas de empleos de temporada, he cantado en el coro de El príncipe estudiante, bailé en el vals de La viuda alegre, hice algunos papelitos hablados, incluyendo cinco versos en una ocasión —encendí un cigarrillo y añadí—. Tally, también he vendido billetes en un carnaval, trabajé de payaso en un circo y fui comerciante en Nevada…
—¡Oh! —me miró asombrada y un poco intrigada—. ¡Es usted actor!
—Sólo por necesidad —aclaré—. No por elección. Por gusto, si he de decirlo todo, soy mago.
—¿Sabe hacer trucos?
—Ciertamente. Y algún día usted los adivinará.
Por primera vez se echó a reír. Momentáneamente parecía haber olvidado sus problemas.
—¡Me gustan los magos! —exclamó—. Toda mi vida me han gustado los ilusionistas y los payasos.
—Estoy de acuerdo con usted, salvo que personalmente no me gustan los payasos.
—¡Es usted celoso! —Me miró atentamente y luego continuó, como si me viera por primera vez—. Me ha dicho que se llamaba Lew. ¿Cuál es su verdadero nombre?
—Lew Mountain. Últimamente trabajé bajo el pseudónimo de Patrick París… o Profesor París.
—¿Trabaja ahora en algún espectáculo?
—Trabajo en una sala de fiestas. Lo cual trae a mi memoria otro tema. No tengo mucho dinero. Como mago, sé que resulta poco digno confesar que no puedo materializar monedas en el aire. De modo que pensando así, sólo puedo hacer esto… —agité la mano en el aire y le mostré en la palma de la mano la llave de mi habitación en el hotel—. Esta noche puedo poner a su alcance todos los secretos, todos los misterios, todos los goces, todos los romances y el encanto de…, ¡del Taj Mahal!
Levanté visiblemente la llave.
—¿Qué es? —preguntó.
—La llave que conduce a un baño caliente, a un lecho bastante duro, a cuatro paredes a prueba de sonidos, y a un suelo y un techo muy dudosos. Es la llave de mi habitación, la número 302, situada en el «Hotel Delafield»… donde ahora estamos.
Me había escuchado con una sonrisa, mas de pronto la sonrisa se esfumó.
—¡Eh, aguarde! —me apresuré a exclamar—. No salte a conclusiones equivocadas. Usted necesita descansar esta noche… tal vez contar con un lugar para algunos días. Quédese aquí. Tengo la habitación alquilada por un mes. Usted se queda aquí y yo ya encontraré algún sitio donde roncar un par de noches. Lo cual me re cuerda que conozco a un tipo que tiene un apartamento no muy lejos de aquí. Y lleva años acosándome a invitaciones.
—Oh… —murmuró. Luego se abrillantó su mirada—. ¿No dirán nada en el hotel? ¿No se opondrán?
—No creo —la tranquilicé—. A la dirección le gustaría, claro, cobrar doble… y que nosotros viviésemos en pecado. No son moralistas, sino realistas. Pero una palmera salva a la doncella y si un botones…; entonces, usted podría quedarse aquí eternamente.
Salté del taburete y recogí el equipaje.
—Vamos —la animé.
Saltó a su vez del taburete, siguiéndome al fondo del comedor donde se abría una puerta que daba al interior del hotel. Dejé el equipaje en el suelo, y me asomé al vestíbulo. Max, el botones, estaba apoyado contra el quiosco de periódicos, leyendo las revistas. Con el instinto seguro del que huele un pavo, levantó la cabeza tan pronto como se dio cuenta de mi presencia. Inmediatamente dejó la lectura y se acercó. Retrocedí con él hacia el comedor.
—Te presento a una vieja tía mía de Montreal —le dije, indicando a Tally—. Ha venido a descansar y, debido a la falta de habitaciones en el hotel, tiene que alojarse en la mía.
—Está muy bien conservada —sonrió, examinándola con atención.
—Sí, ¿verdad? Milagros del agua de su pueblo. Bueno, ¿no podrías subir este equipaje a mi cuarto, sin que te viese nadie y sin que me cobren el doble?
—Podría pasar el Yanquee Stadium por el vestíbulo sin que lo supiera nadie —aseguró.
—De acuerdo —le entregué un billete—. Esto es por el equipaje. Te veré arriba.
Max cogió la sombrerera y casi se dislocó el hombro al levantar el maletín.
—¡Caray, señora tía! —exclamó—, ¿qué lleva aquí, una carga de bombas?
Tally enrojeció y pretendió coger el maletín.
—Pesa mucho… Yo lo llevaré.
—No parece usted una dama muy afortunada —replicó Max, bizqueando los ojos—. He acompañado a borrachos mucho más pesados.
Pareció desvanecerse literalmente en el vestíbulo.
La habitación 302 estaba situada a espaldas del edificio, lejos de la Séptima Avenida. Era un cuarto de medidas regulares, con las paredes empapeladas, con los marcos de puertas y ventanas pintados de blanco. Habían modernizado el viejo mueblaje hasta una capa de pintura de esmalte negro, incluyendo la cama, el armario, la silla de alto respaldo y la mesita del teléfono. Habían quitado las manijas de los muebles, reemplazándolos por pequeños circulitos de madera pintados también de negro. Las lámparas, que eran de los años veinte, seguían mostrando sus viejas bases, aunque las pantallas eran modernas, con dibujos particularmente odiosos. Sólo los grabados de las paredes eran los mismos. Y serían los grabados del hotel hasta el día en que las termitas los sacaran a dentelladas de sus marcos.
Tally contempló calmosamente la habitación.
—Lo mejor que puede decirse de este cuarto —bromeé—, es que está pagado hasta finales de mes.
De modo sorprendente, me acarició una mano.
—No sabe qué bonito me parece —murmuró.
—Si se lo parece, le mostraré lo demás. Por supuesto, no se extraviaría aquí, aunque de este modo no perderá tiempo buscando. Aquí está el baño. No lleva a ninguna parte. Éste es el armario; no intente encerrarse en él y dar media vuelta; yo lo probé una noche y quedé encajado. Luego, llegué tarde a mi representación.
Al lado de la cama, atraje hacia mí una puertecita de madera.
—Esto es la cocina —expliqué—. No se permite guisar en las habitaciones, pero no ocurre nada mientras la dirección no se entera —volví a cerrar la puertecita y le entregué la llave—. No la abra más que cuando la necesite. La camarera lo sabe… Bueno, todas lo saben, mas mañana por la mañana dele este dólar y no dirá nada.
De una gaveta saqué una bandeja eléctrica, algunos platos, tazas y unos cubiertos, junto con algunos cacharros de aluminio, una cafetera y un asador pequeño.
—Aquí tiene —le enseñé—. ¡Todo lo necesario para la alimentación! Tengo azúcar, café y sopa envasada bajo llave; y leche fuera de la ventana.
—Utilitario —asintió ella—, cuando menos. No creo que dé usted muchas fiestas.
—Sólo durante el auge de la temporada —repliqué modestamente—, y sólo para…, bueno, para mí mismo.
La joven dejó los utensilios en la gaveta y la escondió debajo de la cama.
—Comprendo que le estoy causando grandes molestias… —balbució.
—En absoluto —la corté, con tono ligero—. Siempre espero visitas.
Sonrió. De modo inexplicable, tenía el rostro como embadurnado por una expresión suave e inescrutable.
—Pronto hallaré algo —murmuró.
—No corra, muchacha —contesté—. Elija a su gusto, y empiece por arriba, si puede. Siempre podrá ir descendiendo.
Cogí el sombrero y salí al pasillo.
—Hasta mañana a mediodía —me despedí—. Y hágase una taza de café. Y otra para mí.
—Me levantaré mucho antes —prometió.
—Sí, pero yo no —repuse.
Yendo por la calle, reflexionando qué amigos tenía en la ciudad y dónde encontraría una cama para dormir, recité en voz alta:
Ven a mí a la luz de la luna.
Ven a mí y te diré una historia.
Mas tan sólo a la luz de la luna,
en el bosque que hay junto a la noria,
me sentía muy feliz.