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El juez del Tribunal de Sesiones Generales, del Condado de Nueva York, se alisó la toga negra, arregló deliberadamente los papeles que tenía delante y miró al ayudante del fiscal del distrito.

Éste se puso de pie detrás de la mesa de la acusación y avanzó unos pasos hacia la tribuna de los jurados. En la sala austera y sombría, de techo alto, el ayudante del fiscal era el centro de la atención general, por lo que se detuvo confiadamente un instante antes de dar comienzo a su declaración.

Volvióse ligeramente y sus ojos se posaron en el acusado, que estaba sentado al lado del defensor, y todos los ojos de los jurados siguieron su mirada. En aquel momento, con las miradas de los jurados fijas en el preso, el fiscal empezó a hablar. Pronunciaba con claridad y fluidamente, con tono de amable charla, paseándose lenta y deliberadamente por delante de la tribuna del jurado, donde se sentaban nueve hombres y tres mujeres.

El ayudante del fiscal del distrito era un individuo llamado Franklin Cannon. Hombre de media edad, de mediana altura y cabello de color indeterminado, era un tipo lento y desprovisto de emociones que intentaba solamente cumplir con las obligaciones de su profesión. No le gustaban los ademanes teatrales, y preparaba sus casos cuidadosamente, presentando los hechos con lógica, y todas las pruebas, ante el jurado, con honestidad y sinceridad, por lo que muchas veces perjudicaba en grado sumo a sus contrarios. Cannon apreciaba la importancia de inaugurar un proceso; en tal momento, el jurado ya solía formarse unas impresiones duraderas de la acusación y la defensa, opiniones de las que ya no se desviaba en todo el juicio.

Cannon, mientras peroraba, tenía conciencia del escrutinio a que estaba sometido por los ojos del jurado. Mientras seguía refiriéndose a generalidades, sabía que aquellos ojos sondaban su rostro, examinaban sus ropas, observaban sus gestos; una docena de pares de orejas calibraban el sonido de su voz, sospesando sus palabras. A medida que transcurrían los minutos, sentía cómo subía la tensión entre los jurados, y cómo el aislamiento de cada uno desaparecía al acostumbrarse a su aspecto y al sonido de su voz. La experiencia le decía a Cannon que todos los jurados nuevos están inquietos al iniciarse un juicio, y él se contentaba con pasar aquel tiempo adicional en construir sus primeros contactos con el jurado. Uno a uno, irían pensando:

«Me recuerda al primo Joe, por la forma cómo habla…», o bien: «Se parece un poco a Bob Elkton, del departamento de ingeniería».

O simplemente:

«Cannon habla como un hombre razonable».

Fuese lo que fuese lo que pensara el jurado —la comparación familiar o la súbita aceptación de él como persona—, fuesen cuales fuesen sus decisiones, la barrera caería de pronto, y la acusación podría continuar tranquilamente con su objetivo de enviar un hombre a la silla eléctrica.

Bruscamente, Cannon dejó de hablar y avanzó más hacia el jurado. Se detuvo de nuevo y pareció rebuscar en sus mentes.

—Deben recordar —continuó lenta, casi suavemente— que el acusado no tiene obligación de demostrar su inocencia, puesto que esta obligación corresponde al Estado; y que mi obligación es demostrar la culpabilidad del acusado.

El primer defensor se levantó de su silla y se quedó en pie junto a la mesa.

—Señoría —dijo—, debería usía instruir al jurado de que lo que acaba de decir el fiscal es sólo un asunto legal. No tiene nada que ver con su magnanimidad particular.

Cannon dio media vuelta y, al hacerlo, pareció saludar a su contrincante.

—Ciertamente, es un asunto legal —concedió cortésmente.

Los ojos del jurado estaban fijos en el defensor, en parte hostiles, en parte sorprendidos por aquella súbita intervención. Cannon, que intuía la simpatía del jurado por él, simpatía que la defensa podía disipar rápidamente, volvió a concentrarse en su discurso.

—En muchos aspectos, éste es un caso excepcional y muy interesante —la voz de Cannon sonaba ahora con gravedad—. El acusado lo está de asesinato. Y el hecho de que esté acusado es la causa de su presencia aquí, aunque esto no significa necesariamente que él cometiera el crimen. El Estado de Nueva York intentará demostrar que mató a un hombre que él conocía como Isham Reddick… que trabajaba para él como ayuda de cámara y chófer.

Cannon dio media vuelta y fue hacia su mesa para coger un rimero de papeles, que hojeó detenidamente.

—Ahora intentaremos demostrar que el acusado poseía un motivo y tuvo la oportunidad.

Los radiadores, pintados de plata, en la silenciosa sala, soltaban leves rachas de calor. Las hileras de bancos de roble, la bandera que ondeaba flojamente, las persianas de los ventanales, los espectros callados de los procesos de otros acusados, aguardaban pacientemente.

Cannon terminó de repasar sus notas, dejó los papeles y volvió a situarse delante de la tribuna del jurado.

—Indudablemente, todos ustedes conocen la expresión «evidencia circunstancial». Y probablemente se habrán referido a ella de manera burlona… No es raro oír que un criminal, después de quedar convicto, afirma su completa inocencia e insiste en que todas las pruebas eran circunstanciales.

El abogado sonrió, y varios jurados le devolvieron la sonrisa.

—Existen algunos casos, particularmente de asesinato, en que los hechos y la evidencia no son, al menos en parte, circunstanciales. Posiblemente, sólo en un caso donde hay testigos de vista del hecho, donde los testigos pueden identificar a la víctima y al acusado, pueda hablarse del caso como carente de evidencia circunstancial.

El abogado defensor se puso en pie.

—¡Protesto! —gritó—. Éste es un asunto de argumentación, y es teórico hasta el punto de que no puede probarse en favor ni en contra.

Cannon se encaró con el juez.

—Por favor, Señoría… —replicó calmosamente—, opino que el tema de la evidencia, particularmente de la evidencia circunstancial, es de suma importancia para el jurado… el cual debe comprenderlo plenamente —volvióse hacia el defensor y sonrió—. Estoy seguro de que mi colega piensa referirse a este tema cuando le llegue el turno.

—Caballeros —intervino el juez—, sobre los puntos de la Ley referentes a la evidencia, yo mismo instruiré al jurado.

Cannon asintió cortésmente y volvió a dirigirse al jurado.

—Es obligación mía y de mi asociado —añadió, indicando al Comisario Ayudante del Fiscal, Rickers—, demostrar en este caso el corpus delicti. En un homicidio, este término se refiere al cuerpo de la persona muerta. Ocasionalmente, los periodistas —Cannon dirigió una mirada hacia el banco de la Prensa—, contribuyen al mito de que sin un cadáver no hay sentencia. Esto no es exactamente cierto, aunque sea un tema estupendo para leerlo una tarde dominical en algún periódico. Lo que indudablemente quieren decir con esto, es que sin la prueba del cadáver, no puede haber sentencia, pero, damas y caballeros de este jurado, este caso es enteramente diferente. En varios casos notables, que puedo citar, se han dado veredictos de culpabilidad sin que haya existido la presencia física del corpus delicti, aunque la evidencia del cuerpo del delito esté probada más allá de toda duda razonable.

»En casi todas las jurisdicciones, sólo la evidencia directa sirve para demostrar el hecho de la muerte, aunque la evidencia circunstancial pueda, claro está, salir a relucir para demostrar que la muerte fue causada por un agente criminal. Y ahora, con esto en claro, volvamos a la noche del veintidós de noviembre del año pasado.

El jurado se dispuso a escuchar atentamente.

—Es afirmación de este Estado —prosiguió Cannon—, que en dicha fecha, poco antes de medianoche, el acusado mató a un hombre llamado Isham Reddick. Éste estaba empleado en su casa, un sitio que se halla en la calle Ochenta y Nueve Este, en la ciudad de Nueva York. Presentaremos las pruebas que demuestran que el tal Reddick se había convertido en una espina para el acusado; que Isham Reddick le hacía objeto de chantaje, y que el acusado, al menos en una ocasión y probablemente en otras, le había entregado a Reddick una suma considerable de dinero. En la noche del veintidós de noviembre, hubo una discusión entre el acusado y la víctima, que concluyó en violencia…

—¡Protesto! —objetó el defensor—. Esto es una conclusión.

—¿Qué intenta demostrar, señor Cannon? —inquirió el juez.

—Intento detallar la posición del Estado en este caso, e indicar sólo lo que demostraré más adelante.

—Continúe, señor Cannon —asintió el juez—, aunque debo insistir ante el jurado en que, en estos momentos, no haya todavía ninguna evidencia que apoye lo que usted manifiesta.

—Gracias —dijo el defensor, sentándose.

Luego, continuó mirando fijamente a Cannon.

El fiscal reanudó cautelosamente su peroración. No quería ser interrumpido más. Las sombras de la tarde ya flotaban en los rincones de la sala, y el fiscal consultó su reloj. Un poco más y habría que aplazar la sesión hasta el día siguiente. Esto le ofrecería al jurado una noche entera para considerar sus observaciones antes de que la oposición estableciese su defensa.

—Durante aquella noche del veintidós de noviembre —siguió Cannon—, y en las primeras horas de la madrugada, el cuerpo de Isham Reddick fue desmembrado y destruido en un intento de borrar todas las pruebas del crimen. Y, ante la posibilidad del descubrimiento o detección del crimen, para que no quedase ninguna prueba palpable. Por suerte para la justicia, no fueron borradas todas las señales del crimen. El cuerpo no quedó completamente destruido… y otras pruebas indiscutibles del homicidio quedaron preservadas gracias a la temprana aparición de las autoridades.

»Ésta es la evidencia que presentaré ante ustedes. Y ustedes la apreciarán, la sospesarán y la considerarán. Cuando hayan oído la relación del caso completo, cuando hayan visto la evidencia con sus propios ojos, si ustedes creen más allá de toda duda razonable que el acusado es culpable, su deber, caballeros, su obligación, será regresar a esta sala con un veredicto de culpabilidad —calló por un momento y agregó—: Gracias.

El juez contempló el reloj de pared estilo Western Unión, golpeó la mesa con la maza una vez y aplazó la sesión hasta la mañana siguiente. Todos se pusieron respetuosamente de pie, en tanto el juez se encaminaba a su despacho.