El enigmático desconocido

Pero, desgraciadamente, todo esfuerzo fue en vano. Apenas había tomado asiento cuando su padre empezó a reírse.

—Dime, Anton, ¿no habrás estado probando mi máquina de afeitar?

—¿Cómo se te puede ocurrir eso? —dijo Anton rechazando aquella acusación.

Fingiendo indiferencia siguió untándose el pan.

—¡Bueno, pues por lo colorada que tienes la barbilla! —contestó el padre de Anton volviéndose a reír.

—Es por el agua fría —explicó Anton.

—¿Te lavas con agua fría? —dijo su madre contrayendo burlona la comisura de los labios—. ¡Eso sí que es nuevo!

—Sí… —dijo Anton—. Lo he visto en la televisión. El agua fría conserva joven la piel más tiempo. Quizá tú también deberías probar.

—Ah, ¿sí? —dijo ella sarcástica—. ¿Y los de la televisión saben también de algún remedio contra la varicela?

Anton se puso pálido.

—¿Contra la varicela?

Ella asintió con la cabeza.

—Si yo no me equivoco, esas manchas rojas que tienes por la boca son de varicela.

A Anton estuvo a punto de caérsele de la mano el pan con miel.

—¿Y dónde la iba a haber cogido? —se hizo el sorprendido.

—¡Probablemente en el colegio! —dijo ella poniéndose de pie—. Llamaré contigo por teléfono a la secretaría del colegio. Quizás ellos sepan allí de más casos.

—No te molestes —contestó apresuradamente Anton—. Yo, eh… —dijo tosiendo apocado—. Henning… tiene la varicela.

Ella volvió a sentarse.

—¿Y por qué no lo has dicho antes? —preguntó ella mirando penetrante a Anton.

—Porque… —vaciló.

En ese caso no era nada fácil encontrar una excusa creíble.

—Probablemente Anton tiene previsto algo importante que no quiere perderse de ninguna manera —observó el padre de Anton—. Quizás una cita con alguna chica… —añadió.

—¡Exactamente! —dijo Anton agradecido por aquella ayuda.

Su madre no parecía muy convencida.

—¿Anton… con una chica?

—No, con una chica no. Pero es verdad que he quedado con alguien: con Jürgen.

Aquello respondía incluso a la verdad, pues Anton tenía previsto pasarse a continuación por casa del señor Schwartenfeger para contarle lo de la guarida de Igno Rante.

—¿Con Jürgen? —preguntó la madre de Anton moviendo nerviosamente la cabeza—. ¡Ya salió otra vez ese enigmático desconocido!

—¿Enigmático desconocido? —preguntó Anton riéndose irónicamente para sus adentros.

—¿Y por el misterioso Jürgen ése querías ir a toda costa al colegio… a pesar de la varicela? —inquirió entonces su madre.

—Bueno, es que… —dijo Anton carraspeando—. Podría ser que no fuera varicela. ¡Y además, es que tenemos que entrenarnos para el campeonato!

—¿Un campeonato? —preguntó ella de mal humor.

—Sí, en el colegio hay un campeonato de ping-pong el miércoles.

El padre de Anton asintió con reconocimiento.

—¡Nuestro hijo se va a convertir poco a poco en un auténtico as del deporte!

—¡No creo que Anton vaya a participar en ese campeonato! —apagó la madre de Anton el entusiasmo del padre.

—¿Por qué no? —se indignó Anton.

—Porque la varicela es muy contagiosa —contestó ella tranquilamente—. Por lo que yo sé, los niños con varicela tienen que estar aislados.

—¿Aislados?

—Sí. Durante una semana no deben asistir a clase.

—¡Qué! ¡¿Una semana entera?! —gritó Anton.

—Y puede que más todavía —contestó ella—. Pero ahora lo primero que nosotros haremos será tomar la temperatura.

—¿Haremos? —dijo Anton, que a pesar de su indignación no pudo evitar reírse—. ¿Es que tenemos tres termómetros?

Su madre le lanzó una fría mirada.

—Ahora vete a tu habitación que yo iré enseguida con el termómetro que tú de sobra conoces.

—¡Vaya que si lo conozco! —gruñó Anton.

Si había algo que él odiara aún más que los lunes, era tomarse la temperatura. Sin embargo, obedeció y desfiló hacia su habitación.

—Aislado… —dijo furioso cuando volvió a estar en la cama.

Segurísimo que su madre se empeñaría en que aquella semana tampoco saliera de casa; aunque sólo fuera por los hijos de los vecinos. Al menos… aún le quedaba una ligera esperanza: ¡que a pesar de todo, fuera únicamente algún tipo de erupción de la piel!