Tres veces hasta trece

—Pero es fácil averiguarlo —dijo ella dejándose deslizar por el borde de la cama—. ¡Con las relaciones intervampirescas tan buenas que tengo últimamente con el tío Igno!

Con una risita se subió el borde de la falda y se dirigió a la ventana. Allí se detuvo y dijo:

—Ahora tienes que volverte, Anton.

—¿Volverme? ¿Por qué?

—Porque debes guardarme en la memoria con este estupendo vestido… y no con mi vieja y harapienta capa de vampiro.

—¿En la memoria? —dijo sorprendido Anton—. ¿Es que no nos vamos a volver a ver?

—¡Sí, por supuesto que sí! —exclamó Anna riéndose suavemente—. Pero si tú recuerdas cómo estaba con el vestido, quizás esta noche sueñes conmigo. Y quizá sueñes entonces que podemos permanecer juntos para siempre, tú y yo.

Anton se puso colorado. Volvió rápidamente la cabeza hacia la pared.

—No, no lo creo —dijo él—. Yo siempre sueño sólo con el colegio.

—¡Eso no me lo creo yo! —repuso Anna con una risita.

Anton oyó cómo crujía misteriosamente la tela de seda. Quizás Anna se estaba poniendo su capa de vampiro.

—El vestido blanco de encaje del castillo en ruinas… —empezó a decir él con la mirada dirigida hacia el grueso papel pintado—. ¿No quieres llevártelo ahora? Quiero decir: ¡ahora que Tía Dorothee ha cambiado su postura!

—No, mejor no —contestó ella—. Antes tengo que esperar a ver si ese cambio es duradero… Además, me gusta que tengas algo mío… ¡aunque sólo sea un vestido! —añadió—. Y ahora: buenas noches, Anton. ¡Prométeme que contarás tres veces hasta trece antes de darte la vuelta:

Anton se rió irónicamente.

—¿Tres veces hasta trece? No sé si lo conseguiré…

—¿Quieres que te ayude —preguntó ella en broma— con tres veces trece besos?

—No, gracias, no hace falta —rehusó él—. Yo creo que si me concentro lo conseguiré.

—¡Entonces hasta pronto, Anton! —dijo ella.

—Sí, hasta pronto —contestó él.

Y con voz monótona empezó a contar:

—Uno, dos, tres…

Anton había llegado hasta doce cuando de repente tintinearon unas llaves en el pasillo y resonó la vieja sentencia de su padre:

—¿Qué? ¿Lo ves, Helga? Todo en calma.

Anton volvió la cabeza. Apresuradamente se quitó la capa de vampiro por encima de la cabeza y la escondió debajo de la cama. Luego corrió a su escritorio y apagó la lámpara. Al hacerlo chocó contra la silla, que se cayó al suelo con un estrépito.

Anton se quedó rígido. En la casa en silencio aquello había sido casi como una explosión…

Mientras volvía a la cama a tientas oyó la voz asustada de su madre:

—¡Ha sido en la habitación de Anton!

Y ya estaban llamando a la puerta de su habitación.

—¿Anton? —preguntó ella.

Él no respondió.

Ahora ella empezó a sacudir la puerta, que estaba cerrada con llave.

—¡Anton, abre! Sabemos que estás despierto.

—¿Qué pasa…? —preguntó haciéndose el dormido todo lo que pudo.

—¡Ha habido un ruido en tu habitación!

—Ah, sí… —dijo Anton bostezando una vez en alto—. Me he caído de la cama.

—¿Te has caído de la cama? —repitió ella.

—Sí, hoy es víspera de bodas[5]… ¿o no? —repuso él.

—¡Guasón! —resopló ella.

Anton oyó cómo los pasos de ella se alejaban.

Sonrió satisfecho. Su madre, sin sospecharlo, había vuelto a dar en la diana: realmente él sabía gastar buenas bromas cuando quería… ¡y también sabía volar![6]

Aunque… ya no estaba para más bromas, y para un segundo vuelo estaba demasiado cansado. Se tapó con la sábana hasta la barbilla y después se durmió.