Dormir con zapatos

Fue un largo y agotador vuelo de regreso a casa. Primero Anton regresó al depósito de agua, y desde allí fue volando casi todo el trecho que había hasta la casa del señor Schwartenfeger. Luego consiguió encontrar una calle que conocía y que le llevó a su casa.

Llegó a su habitación cansado y destrozado.

Se dejó caer en la cama con un profundo suspiro. Sólo quería descansar un momento.

—¿Duermes con zapatos? —preguntó de repente junto a él una voz clara.

—¿Yo? —exclamó Anton pegando un respingo, y sin estar seguro de si estaba despierto o soñaba.

En una franja de plateada luz de luna había una pequeña figura…: como una aparición del reino de los espíritus. Confuso, se frotó los ojos.

La figura entonces soltó una risita y Anton supo de pronto quién era.

—¡Anna!

—¡Cuando duermes estás para enamorarse de ti, Anton! —dijo ella otra vez con su risita.

—¿Cuando duermo? —preguntó él rascándose la cabeza—. Yo… yo sólo quería descansar un segundo.

—Hasta has sonreído —dijo suavemente Anna—. ¡Quizás has soñado con nosotros!

—O con quitarme los zapatos —repuso Anton… intencionadamente jovial para desviar la conversación hacia otro tema.

Sacó los pies de la cama y empezó a desabrocharse los zapatos.

—No tienes por qué sentirte incómodo por lo de los zapatos —dijo Anna—. Al contrario: ¡me parece estupendo que empieces ya a practicar!

Anton levantó la cabeza.

—¿Que empiece ya a practicar? ¿Acaso te crees que no sé quitarme yo solo los zapatos?

—¡No! —dijo ella riéndose animada—. ¡Quería decir que en lo de dormir con zapatos tú no tienes tanta práctica como nosotros!… Todavía no —añadió.

Anton entonces entendió su insinuación.

—Es que yo tampoco quiero practicar lo de dormir con zapatos —declaró él volviendo otra vez a su zapato izquierdo, donde se le había hecho un nudo.

Anna no respondió. ¿Se habría ofendido por el comentario de Anton?

Para conciliarse con ella preguntó sin levantar la vista:

—El vestido que llevas… ¿Era ésa la cosa bonita que quería enseñarte Igno Rante?

—¡Bah, qué más da! —repuso arrogante Anna—. A ti de todas formas no te gusta…

—¿Cómo se te puede ocurrir eso?

—Pues primero porque cuando te has despertado no has dicho ni una palabra de mi vestido. ¡Y segundo por que ahora ni siquiera me estás mirando!

—Porque me quiero quitar el zapato —se defendió Anton.

Por fin consiguió deshacer el nudo. Respirando profundamente se quitó el zapato.

—Y además sin luz no puedo distinguir mucho.

—¿No puedes distinguir nada?

Anna fue hasta el escritorio y encendió la lámpara.

—¿Está mejor así?

—Sí.

La repentina claridad le hizo parpadear a Anton.

Cuando sus ojos se habituaron a la luz miró detenidamente a Anna.

Llevaba un vestido largo de una tela brillante como la seda de color rosa. Le sentaba sorprendentemente bien; casi como si se lo hubieran hecho a medida. ¡Probablemente era un viejo vestido de niña!

—¿Qué? —preguntó Anna sin apenas poder reprimir la curiosidad.

—Tú…, estás muy elegante —dijo con cautela Anton.

No quería de ninguna manera volver a llevarse una plancha.

—¿Elegante? —dijo Anna sonriendo halagada y pasándose la mano por el vestido—. ¿De verdad?

—Sí, elegante y…

Anton dudó.

Anna levantó las cejas.

—¿Y qué?

Si Anton era sincero, completamente sincero, ahora tendría que contestar que ella le parecía un maniquí… y no la Anna que él conocía y a él le gustaba. Pero también la sinceridad a veces era brutal y hería, así que Anton dijo simplemente:

—Elegante y algo… ¡extraña!

—¿Extraña? —repitió Anna, y para alivio de Anton sonrió—. ¡Sí, eso es verdad! Si se compara este estupendo vestido con los harapos que tengo que llevar normalmente…

—El señor Rante, por cierto, tiene otras cosas bonitas —le contó ella después.

—¿De veras? —dijo Anton esforzándose en que Anna no se diera cuenta de lo expectante que estaba él por saber más cosas de Igno Rante.

—¡Y tanto! —dijo Anna recogiéndose el vestido y tomando asiento en el borde de la cama de Anton—. ¡Tiene un gigantesco armario del que sólo él tiene la llave!

—¿En la planta baja? —preguntó excitado Anton.

Anna le miró sorprendida.

—¿Sabes lo del armario?

—No, lo del armario no.

—¡Pero si acabas de preguntar por la planta baja!

—Sí, porque os he seguido hasta la guarida de Igno.

Anton carraspeó. Anna no se podía tomar a mal que les hubiera seguido, ¿no?

—¿Nos has seguido?

—¡Sí, por precaución! Porque no quería dejarte sola con ese Igno Rante.

Anna entonces se rió disimuladamente.

—Yo no lo llamaría precaución —dijo—. Más bien…

Hizo una significativa pausa y miró tiernamente a Anton.

—¿Más bien qué? —preguntó afónico Anton.

—Yo lo llamaría celos —contestó Anna—. Celos por ¡amor!