Ceguera nocturna

—Pues si realmente tu sobrinita es tan valiente… ¿por qué no sube sola? —intervino entonces Igno Rante.

—¿Que por qué? —dijo Anna—. Porque usted se conoce esto mucho mejor que yo, y porque yo no tengo ninguna gana de darme un golpe en la cabeza o de clavarme algo en un pie.

—Pero, ¿no dicen que vosotros tenéis una vista tan penetrante como la de un ave nocturna? —preguntó Igno Rante.

—«Vosotros»… ¿quiénes? —dijo Anna—. ¿De quién está usted hablando?

—De vosotros…, de vuestra familia —contestó Igno Rante carraspeando—. ¡Vosotros los Von Schlotterstein… sois famosos por vuestra aguda vista!

—Nuestra vista es absolutamente normal —dijo Anna—. Como la de todos los demás vampiros.

—¡Como la de todos no! —le contradijo Tía Dorothee—. El señor Rante, por ejemplo, no tiene tan buena vista… desgraciadamente.

—¿Qué le pasa a su vista? —preguntó Anna.

—Bueno… El pobre querido señor Rante tiene algo de ceguera nocturna.

—¿Ceguera nocturna? —repitió Anna.

—Sí —dijo Tía Dorothee con una tosecilla, a quien al parecer lo del defecto de Igno Rante en la vista le resultaba penoso—. Eso sucede en las mejores familias de vampiros.

—Ah, ¿sí? Pues yo no he oído hablar nunca de ningún vampiro que tuviera ceguera nocturna —dijo Anna. Y luego añadió mordaz—: ¡Lo principal es que esa ceguera nocturna no se contagie!

—¡Anna, no digas esas cosas! —exclamó suplicante Tía Dorothee—. Y sobre todo… ¡no digas ni una palabra de ello en el Consejo de Familia!

—¿Y por qué no?

—Porque… —Tía Dorothee hizo una pausa y luego declaró solemnemente—: ¡Porque uno debe juzgar a su prójimo por lo que es… y no por lo que no es! Y si el Consejo de Familia se entera de que el señor Rante tiene…, bueno…, algún que otro problema con la vista, podrían abrigar enseguida prejuicios contra él. Y además… —añadió— eso es precisamente lo que yo estimo del querido señor Rante.

—¿Que no vea como es debido? —preguntó asombrada Anna.

—¡No! Que no sea como los demás —repuso muy digna Tía Dorothee. Y en tono susurrante añadió—: Ahora ya puedes encender tranquilamente tu linterna, mi querido Igno. Anna ahora ya lo sabe. Y Anna no tiene ningún prejuicio, ¿no es verdad?

—No —dijo Anna… ¡qué iba a contestar si no!

—¿Que encienda la linterna? —dijo Igno Rante riéndose apocado—. ¡Bien, si tú lo dices, mi querida Dorothee, la encenderé!

Debía de tener la linterna en la mano, pues inmediatamente se encendió una luz. Procedía de una profunda ventana del sótano, que, igual que las ventanas del primer piso, estaba condenada con tablones de madera… aunque de una forma más chapucera: faltaban varias tablas y hasta Tía Dorothee se podría colar entre ellas.

Al pensar en ello a Anton se le aceleró el ritmo cardíaco. Quizá los vampiros no hubieran entrado en la casa por la escalera del sótano como él había supuesto al principio, ¡sino por aquella ventana!

El haz de luz tembló y se hizo más débil.

Anton oyó entonces la voz de Igno Rante:

—¡Sígueme, Anna! Así podrás ver enseguida una cosa muy bonita. ¿Qué digo yo ver? ¡Ponerte! ¡Podrás ponértela! Espera y verás. Te va a entusiasmar.

—Sí, id vosotros dos delante —corroboró Tía Dorothee—. Yo, por si acaso, voy a echar un vistazo ahí fuera.

¿Un vistazo ahí fuera? Durante unos segundos Anton se quedó rígido de espanto. Pero luego, cuando empezó a oírse ruido detrás de las tablas, echó a correr.

Corrió a toda prisa hasta la puerta del jardín y trepó por los barrotes de la verja. Ya en la acera volvió a darse la vuelta y miró hacia la casa. Allí estaba, sombría y repulsiva, y no se observaba en ella ni el más mínimo signo de vida.

Con un ligero remordimiento pensó en Anna. ¿La estaría dejando en la estacada por salir huyendo de Tía Dorothee? Pero Anna no parecía estar ni siquiera un poco intimidada o temerosa. ¡No, ella sabría defenderse si es que tenía que hacerlo!

Anton extendió los brazos por debajo de la capa, los movió arriba y abajo, e inmediatamente sus pies se separaron del suelo.