Voces desde las profundidades

En aquel momento, con un crujido, se desmoronó bajo sus pies el montón de escombros y piedras al que se había subido para poder leer mejor la sentencia.

Asustado, Anton dio un paso atrás.

«¡Espero que los vampiros no se hayan enterado!», pensó pasando la mirada por la sombría fachada de la casa.

Sí, como Anton suponía, Tía Dorothee, Igno Rante y Anna estaban en el sótano, el peligro no era demasiado grande. Pero si habían subido al primer piso… Allí no habían clavado tablones ante las ventanas. Los vacíos huecos de las ventanas, negros e inquietantes, miraban fijamente a Anton.

«¡Pero presumiblemente un vampiro jamás se instalaría bajo un deteriorado tejado que deja pasar los rayos del sol y la lluvia!», pensó entonces.

De repente Anton oyó voces lejanas: una grave y ronca y otra aguda y ligeramente estridente.

Las voces sonaban extrañamente amortiguadas, como si procedieran de una bóveda subterránea.

¡Luego era cierto que los vampiros habían ido al sótano! Sólo que… ¿dónde estaría la entrada que habían utilizado? Por la puerta de la casa no podían haber entrado en «Villa Vistaclara», pues los tablones estaban demasiado firmes para eso. ¿Habría acaso en la parte trasera de la casa una escalera que conducía al sótano?

Anton se alejó de puntillas de la entrada de la casa.

Descubrió un sendero medio cubierto por la maleza que rodeaba la casa por la izquierda. Con cuidado dio un par de pasos, se detuvo y escuchó con atención.

Volvió a percibir entonces las voces. Seguían sonando extrañamente amortiguadas, pero ahora estaban tan próximas que Anton podía entender cada palabra.

—¿De verdad que no quieres ver eso tan bonito? —preguntó Igno Rante.

—Sí que quiero —dijo Anna—, pero sólo si viene usted conmigo. ¡Yo sola no subo!

¿Subir? Anton se apretó aún más a la pared de la casa. Ya podía rezar para que lo «bonito» estuviera en la planta baja, con las ventanas condenadas… ¡y no en el primer piso!

—¿Por qué le llamas de usted al querido señor Rante? —dijo con voz aflautada Tía Dorothee—. ¡Llámale de tú!

—Sí, exactamente —aprobó Igno Rante—. ¡Llámame simplemente Tío Igno!

—¿Y eso por qué? —repuso Anna.

—¡Para mejorar las relaciones intervampirescas! —contestó Tía Dorothee.

—Humm… lo pensaré —dijo Anna… no muy entusiasmada, como se pudo oír claramente.

—¡Pues entonces empecemos a mejorarlas ahora mismo! —dijo Igno Rante…, a pesar de la apenas disimulada hostilidad de Anna. Y con una empalagosa amabilidad añadió:

—¡La pequeña Anna no se atreve a ir sola! ¡Qué mona!

Anton cerró los puños. ¡Igno Rante era el último al que él permitiría llamarle «mona» a Anna!

—¿Que no me atrevo? —repitió Anna—. ¿Y por qué cree usted eso?

—Porque tú siempre has sido un poco cobarde —objetó Tía Dorothee.

Anton sintió cómo al oír aquella malévola imputación se le encendía la cara de furia.

—¿Que yo soy cobarde? —dijo Anna riéndose indignada—. ¡Bueno, pues entonces por pura cobardía contaré ante el Consejo de Familia que tú le has revelado secretos de familia al señor Rante!

—¿Ante el Consejo de Familia? —exclamó aterrada Tía Dorothee—. ¡No, no debes hacer eso, Anna! ¡Por el amor de Drácula, no digas nada en contra del señor Rante y de mí ante el Consejo de Familia!

—¡Entonces retira lo de que soy una cobarde! —exigió Anna.

—Pues claro que lo retiro —susurró Tía Dorothee—. ¡Eres incluso muy valiente!

«¡Vaya si lo es!», coincidió con ella Anton, aunque sólo con el pensamiento.