Al llegar a la altura de las últimas farolas de la calle, Igno Rante, Tía Dorothee y Anna se detuvieron de repente. Igno Rante fue hasta la puerta de un jardín y la abrió, lo que produjo un ligero chirrido.
Al oír aquello, Tía Dorothee miró desconfiada a su alrededor, pero a Anton le dio tiempo a esconderse detrás del grueso tronco de un árbol.
Miró con cautela por los lados del árbol.
Vio cómo Igno Rante, Tía Dorothee y Anna se dirigían hacia una casa grande y oscura. Segundos después habían desaparecido.
¿Acaso tendría Igno Rante su guarida en aquella casa?
¡No, aquello Anton no se lo podía imaginar! A los vampiros les pegaba un cementerio, una cripta, las ruinas de un castillo, una capilla… Pero, ¿una casa? ¿Una casa normal y corriente?
Claro que… tan normal y corriente como Anton había supuesto al principio no era la casa. Al acercarse se dio cuenta de que tenía que estar vacía desde hacía bastante tiempo, pues la puerta y las ventanas de la planta baja estaban condenadas con gruesos tablones. Tampoco el resto resultaba precisamente muy atractivo, con sus muros que se habían vuelto negros de viejos y su chimenea derrumbada.
Aunque el lugar en donde Anton se encontraba no fuera una ciudad fantasma…, aquello sí que era una casa fantasma: ¡el refugio ideal para alguien que no quisiera ser descubierto!
No ser descubierto… Anton pensó si no sería mejor acercarse a escondidas a la casa desde el solar vecino. Pero presumiblemente los vampiros habrían ido al sótano, así que no tenía ninguna importancia el lado por el que Anton llegara… ¡siempre que se moviera con suficiente sigilo!
Se detuvo ante la puerta del jardín, pero no la tocó… ¡por miedo a que el chirrido pudiera bastar para poner sobre aviso a los vampiros!
Con mucho cuidado subió por la verja, cuyos barrotes de hierro forjado terminaban en unas peligrosas puntas afiladas, y luego se dirigió sigilosamente hacia la entrada de la casa a través de la alta maleza.
Anton miró con preocupación hacia las dos casas limítrofes, pero todo estaba en calma. «¡Posiblemente las casas vecinas también estén vacías!», pensó.
«Aunque», pensó Anton después volviéndose de nuevo hacia la puerta condenada con tablones, «si Igno Rante se ha instalado aquí, ¡esta casa no está vacía ni mucho menos!»
Anton advirtió entonces que en la puerta de la casa había un cartel. Engurruñó los ojos y, aunque con alguna dificultad, con la luz de las farolas de la calle consiguió descifrar la inscripción:
«Limpio el corazón, la vista clara y con osadía, la fortuna te sonríe en Villa Vistaclara».
No pudo evitar reírse con sarcasmo. De aquella sentencia, que presumiblemente era una especie de lema para bendecir la casa, ya sólo era verdad una cosa: lo de «limpio el corazón». ¡Aquella expresión era que ni pintada para la guarida de un vampiro!
¡Pero Villa… «en Ruinas» sería más apropiado! Y lo de «la vista clara»… ¿acaso sería entre las tablas clavadas a las ventanas?
No, la única osadía que, en su opinión, se podía tener en Villa Vistaclara era… ¡largarse de allí! Y es que la fortuna parecía haber abandonado aquella casa hacía ya mucho tiempo.