—¿Y hacia dónde volamos? —preguntó cuando se colocó a la misma altura que Anna.
—¿Que hacia dónde volamos? —repitió ella… más bien con rechazo, como si aquella noche sus «ganas de acción» estuvieran ya agotadas.
«¡Espero que no quiera regresar tan pronto a la cripta!», pensó Anton, que después de su papel de mero espectador en casa del señor Schwartenfeger quería a toda costa vivir aún algo emocionante.
—¿Es que no tienes que irte a casa? —le preguntó Anna.
—¿Yo? —dijo Anton—. ¡No!
En ese momento pasaban volando por la torre de una iglesia y Anton vio que las agujas señalaban las diez y media. A sus padres les habían invitado a las despedida de soltera de una compañera de su madre y esas fiestas —Anton lo sabía por experiencia— duraban siempre hasta la madrugada.
—Aún tengo mucho tiempo —declaró él.
Y para «tentar» a Anna añadió:
—Si tú quieres, podríamos probar lo de los baños de luna; es decir, si es que encontramos un lago y el agua no está demasiado fría.
Sin embargo, para asombro suyo, Anna sacudió la cabeza y contestó:
—No, ahora tengo que reflexionar sobre lo del señor Schwartenfeger y su programa, y para eso necesito tranquilidad.
Tranquilidad… Aquello sonaba sospechosamente a cripta… ¡A su tranquila Cripta Schlotterstein!
—Y además —añadió Anna—, ¡tengo que ver si esta vez Lumpi está cumpliendo realmente con su obligación!
Anton aguzó el oído.
—¿Lumpi? ¿Otra vez como vigilante de Tía Dorothee y su pretendiente?
—¡Efectivamente! —dijo Anna—. Lumpi y yo lo hemos cambiado. Realmente esta noche me tocaba a mí volver a —¡bah!— hacer de dama de compañía de Tía Dorothee como si fuera un perrito faldero. Pero es que, si no, no habría podido ir contigo a casa del señor Schwartenfeger. ¡Lo único que espero es que Lumpi no se haya largado como hizo la otra vez!
Anton notó que con los nervios se le aceleraba el ritmo del corazón. Si Anna tenía que comprobar si Lumpi estaba cumpliendo su servicio con Tía Dorothee… ¡entonces la noche aún podía ser muy emocionante!
—¿Sabes dónde están? —preguntó él.
—Querían ir al depósito de agua —contestó Anna.
—¿Al depósito de agua?
—¡Sí! En la planta baja hay un local que se llama… «El castaño enamorado».
—¡Cómo! ¿Están sentados en un local? —preguntó Anton sin creérselo.
—No, no dentro del local —repuso Anna—. Se sientan fuera… ¡Precisamente junto al castaño enamorado!
Anton se rió para sus adentros. «Un castaño enamorado… ¡Pues ese amor tiene que ser muy espinoso!», pensó.
—Sí, allí fuera hay un par de rincones retirados —le explicó Anna.
—¿Rincones para espiar? —preguntó Anton entendiéndola mal a propósito[4].
—¡Sí! —dijo Anna con una risita—. Rincones para sentarse rodeados de rosales. ¡Como en mi cuento!
—¿Como en tu cuento?
—¿Ya no te acuerdas?: la historia del príncipe en el castillo, detrás de los espinos centenarios. Sólo una princesa muy concreta podía traspasar los espinos porque…, bueno, ¡porque podía hacer algo muy especial!
—Ah, sí… —dijo Anton.
Era el cuento de la Bella Durmiente, que Anna había cambiado a su manera. En el cuento de Anna el salvador era, naturalmente, salvadora. Y no una salvadora cualquiera, sino… ¡un vampiro!
—Me decepcionaría mucho que se te hubiera olvidado el cuento —dijo Anna sonriendo—. ¡Bueno, y ahora vámonos volando al depósito de agua!
Su voz volvió a sonar otra vez como Anton la conocía: llena de fuerza y emprendedora.
¡Casi demasiado emprendedora!, le pareció a Anton, quien de repente ya no se sentía tan bien en su pellejo.