Tú eres diferente

—Yo… hubiera debido prevenirte del aparato luminoso —observó entristecido Anton—. ¡Pero es que no me he dado ni cuenta…! —dijo tosiendo tímidamente—. ¡Lo siento!

Anna había agachado la cabeza.

—¿Sigue mirando Rüdiger la luz? —preguntó ella en voz baja.

«¡Suena como si ya casi se le hubiera pasado el enfado!», pensó Anton, y miró hacia el interior de la habitación.

—Sí, Rüdiger sigue ahí sentado como si tal cosa.

—¿Y el señor Schwartenfeger?

—Está hablando con él.

—¿Eso es todo?

—Me parece que ahora el señor Schwartenfeger va a apagar el aparato luminoso.

—¿Va a apagarlo? —dijo Anna suspirando—. ¡Ojala!

—Yo podría comprarte unas gafas de sol también a ti —propuso Anton.

—¿A mí? —dijo Anna pasándose la mano por los ojos—. No, ya es demasiado tarde.

—No, digo para el sábado que viene —repuso Anton—. Por si acaso venimos también y el señor Schwartenfeger vuelve a trabajar con el aparato luminoso.

—Ah… —dijo Anna.

Miró cautelosamente hacia Anton y con una sonrisa coqueta dijo:

—Sí, si de verdad quieres hacerlo y no te importa demasiado gastarte tu dinero en eso…

—¿Cómo me va a importar demasiado… siendo para ti? —dijo perplejo Anton—. ¡Claro que no! Sólo me importaría demasiado si fuera para Rüdiger.

—¿Para Rüdiger? —preguntó sorprendida Anna.

—¡Sí!

En aquel momento se extinguió la clara luz. Anton engurruñó los ojos.

Susurrando declaró:

—Ya te he dicho que Rüdiger y yo ya no somos amigos; por lo menos no somos amigos de verdad.

—Sí, ya lo sé —contestó Anna susurrando también. ¡Porque te ha echado de las sesiones de terapia!

—Y porque lo único que hace siempre es aprovecharse de mí —completó Anton.

Dentro, en la sala de consulta, el pequeño vampiro había empezado a hacer nuevos ejercicios de relajación. Anton vio cómo levantaba los hombros y los volvía a dejar caer.

—Yo tengo que gastarme mi dinero en él —dijo furioso Anton— y Rüdiger sólo piensa en sí mismo. ¡Es un verdadero egoísta!

—Es cierto —opinó Anna.

Después de hacer una pausa, ella añadió suavemente:

—Pero es que también somos así por naturaleza.

—¿Por naturaleza?

—Bueno, sí… —dijo ella tosiendo apocada—. Ninguno de nosotros podría sobrevivir si no pensara antes que nada en sí mismo.

—¡Pero tú eres diferente! —repuso Anton.

—Sí, todavía sí —dijo Anna con una risita avergonzada—. Sólo que… ¡podría ser que también me volviera como Rüdiger!

—¿Tú?

—Humm, sí… Si me salen dientes de vampiro y tengo que convertirme en un auténtico vampiro…

Anton sintió que se le ponía la carne de gallina. Involuntariamente se separó un poco de Anna.

—Pero precisamente por eso quiero seguir el tratamiento del señor Schwartenfeger —aseguró rápidamente Anna—. ¡Para que tarde mucho, mucho tiempo!

Miró con ternura a Anton y le preguntó:

—¿O es que acaso has cambiado de idea?

Anton sabía a qué se refería: a la negativa de él a convertirse en vampiro.

—¡Mi idea al respecto no cambiará nunca! —declaró con voz firme.

Una sombra nubló el rostro de ella.

—¿Nunca?

—¡No!

—Pero hay otra cosa que tampoco cambiará nunca —dijo Anna riéndose ahora con picardía—. ¡Que yo nunca dejaré de seguírtelo preguntando!