—Sí, parece satisfecho —le dio la razón Anna.
El pequeño vampiro había vuelto a cerrar los ojos y parecía estar soñando.
—Probablemente está pensando en Olga —dijo Anton con una risita irónica.
—No me hables de Olga —bufó Anna—. ¡Ya tengo bastante con que vaya a venir pronto aquí!
—¿Sabéis ya cuándo? —preguntó Anton.
—Dicen que dentro de cuatro o cinco semanas —dijo de mal humor Anna—. ¡Pero si me lo preguntas a mí, aunque apareciera por aquí dentro de ocho semanas, seguiría siendo demasiado pronto!
«¡Ojala sean ocho semanas!», pensó Anton. «¡O mejor doce!».
¡Sólo así el pequeño vampiro tendría tiempo suficiente para repetir los ejercicios del señor Schwartenfeger tantas veces como fuera necesario para dominarlos realmente! Por el contrario, si Olga venía demasiado pronto, Rüdiger, impulsado por su ceguera de amor, quizá se expondría a los rayos del sol antes de tiempo… A Anton le entraron escalofríos de pensarlo.
Ceguera de amor… Como si hubieran sido las palabras mágicas, el señor Schwartenfeger arrimó el carro con el aparato luminoso a la silla de relajación, mientras el pequeño vampiro se ponía las gafas de sol haciendo un lento movimiento.
Y luego, antes de que Anton pudiera prevenir a Anna, se iluminaron los tubos de la luz.
—¡Iiiih! ¿Qué es eso? —gritó Anna con voz chillona tapándose los ojos con la mano.
—Es un aparato luminoso —le explicó cortado Anton.
Anna pestañeó.
—¿Y para qué se necesita esa terrible luz deslumbrante?
—Rüdiger tiene que estar un rato mirándola —a través de sus gafas de sol, naturalmente— para que sus ojos se vayan acostumbrando a una luz más clara.
—¡Pero yo no llevo gafas de sol! —exclamó Anna.
—Tendrás unas si haces la terapia —aseguró Anton.
—¿Y ahora qué? —preguntó Anna con la voz temblorosa por la excitación—. ¡Ahora también he visto la luz, y sin ninguna protección en los ojos!
Ella sollozó.
Anton tenía remordimientos. ¡No había pensado para nada en que Anna también estaba en peligro!
—¿Ya no te acuerdas de cómo ocurrió aquella desgracia con la foto? —preguntó Anna con voz llorosa.
—Sí.
Anton se acordaba muy bien de que durante la Noche Transilvana sus padres llegaron de improviso… y de que a su padre se le ocurrió la fatal idea de hacerles una foto a Anna y a Anton.
Por el deslumbrante fogonazo del flash semanas después Anna todavía tenía terribles dolores de cabeza y problemas con la vista.
—Pero la luz del aparato no es tan fuerte como la de aquella vez… —intentó animarla Anton.
Como Anna no contestaba, preguntó preocupado:
—¿Te están doliendo ya los ojos?
—No sé —murmuró ella, abriendo y cerrando los párpados—. No —dijo—, parece que está todo en orden… ¡Y a ti todavía puedo verte perfectamente! —añadió, y al decir aquello su voz se animó de nuevo, y sonrió.