El verdadero motivo

—Pero aún no hemos hablado del verdadero motivo por el que estoy aquí —dijo entonces Anna mirando tiernamente a Anton.

—¿Del verdadero motivo? —repitió Anton.

Justo en aquel momento iba a haberle preguntado el nombre del pretendiente. Pero si lo hacía ahora, seguro que Anna se lo reprocharía por no tener ningún interés en saber el motivo de que ella hubiera ido allí. Así que prefirió dejar la pregunta para después.

Anna le miró con ojos grandes y brillantes.

—¡Se trata del programa!

—¿Del programa?

—¡Sí! Rüdiger me ha hablado tanto de él —declaró ella, pero rectificó inmediatamente—: No, tanto tampoco… ¡Ya le conoces! Aun así, sus… sus insinuaciones suenan muy prometedoras. ¡Y ahora me estoy pensando si quizá no querría hacer el programa!

—¿De veras?

—Bueno, es que… me siguen creciendo los colmillos… —dijo Anna riéndose apocada—. ¡Y eso que me he esforzado por que no me crezcan!

—Pero es que sólo con fuerza de voluntad no basta —explicó ella después de una pausa suspirando con tristeza—. Nadie puede hacer nada contra su naturaleza, dice mi abuela, Sabine la Horrible. Y encima ella está encantada con mis dientes.

Anna sonrió avergonzada.

—¡Pero desgraciadamente lo de la naturaleza no es tan fácil como mi abuela se piensa! —dijo después—. ¡Al fin y al cabo, también es mi naturaleza la que me atrae hacia ti, sin que tampoco yo pueda hacer nada en contra de ello! Y como tú no quieres convertirte en vampiro…

—¡No, no! —repuso apresuradamente Anton.

—¡Bueno, pues por eso he pensado que si tú no quieres volverte como yo, quizá debería intentar yo volverme como tú!

—Tú… ¿cómo yo? —preguntó sorprendido Anton.

—¡Sí, con el programa! En caso de que resulte podríamos estar juntos mucho más a menudo; iríamos juntos al colegio… ¡Podríamos hacer mil cosas! Y Rüdiger dice que el programa obra verdaderos milagros.

—El que lo dice es el señor Schwartenfeger, el psicólogo —repuso Anton, a quien le habían conmovido especialmente las sentidas palabras de Anna.

—Tanto mejor —dijo Anna—. Entonces sí que merece la pena intentarlo. ¿No te parece?

Le miró implorante.

Anton asintió.

—¡Sí!

—Y me atreveré a intentarlo… si tú me ayudas —declaró Anna.

—¿Yo?

—¡Sí! ¡Contándomelo todo sobre el programa!

—Pero es que sólo puedo decirte lo que yo sé —repuso Anton.

Anna sonrió.

—¡Sí, todo lo que sabes!

Anton tosió un par de veces.

Se sentó apocado en la cama al lado de Anna y con voz ronca empezó a contar: el aceite bronceador, la crema solar, las prendas amarillas, las gafas de sol, el aparato luminoso, la silla de relajación… Y le repitió a Anna —lo mejor que pudo— un par de ejercicios de relajación del señor Schwartenfeger.

Cuando más contaba, más se iba animando Anna.

—¡Pero si parece maravilloso!… —exclamó cuando Anton terminó de contárselo—. ¿Tú crees que yo también podría hacer una sesión de prueba?

—¡Seguro que sí! —dijo Anton.

—Pero al principio preferiría sólo mirar —dijo Anna después de pensárselo un poco—. ¿Tú crees que sería posible?

—Humm… —dijo Anton dudando—. Tendría que preguntárselo al señor Schwartenfeger.

De repente se le ocurrió una idea:

—El sábado que viene, cuando Rüdiger tenga su sesión de terapia, nosotros, tú y yo, podríamos volar hasta la casa del señor Schwartenfeger y mirar primero desde fuera.

—¿Cómo… desde fuera?

—¡Podríamos mirar por la ventana!

—Por la ventana… —dijo Anna con una sonrisita—. ¡Sí, eso es lo que haremos!

Y de alegría abrazó a Anton y le dio un beso; un beso como un suspiro.

Sin abandonar su sonrisa, se puso de pie.

—¡Tengo que irme volando!

—¿Ya?

—Sí, tengo que comprobar si Lumpi está cumpliendo realmente con su deber.

Antes de irse dirigió aún una tierna mirada a Anton y dijo:

—¡Hasta el sábado!

Anton se tocó con cuidado la mejilla, pero los labios de Anna no habían dejado rastro: ¡ni el más mínimo rasguño!