—Rüdiger —dijo con alegría… y se quedó paralizado.
Él pequeño vampiro seguía llevando puestas las gafas de sol y parecía bastante abatido.
—¿Qué te pasa en los ojos? —le preguntó asustado Anton.
El vampiro frunció la boca a disgusto, como si le resultara penosa la preocupación de Anton.
—¡Nada! —gruñó.
—¿Nada? —repitió Anton—. ¿Y las gafas?
—¡A Rudolf le gustan tanto las gafas de sol que ya no quiere quitárselas! —dijo entonces el señor Schwartenfeger, yendo un par de pasos detrás del pequeño vampiro y con cara de estar muy satisfecho—. ¡Un éxito enorme! —dijo entusiasmado—. ¡Algo extraordinario! ¡Estoy verdaderamente orgulloso de Rudolf!
El vampiro sonrió halagado.
—Entonces, ¿ha salido todo bien? —preguntó Anton.
—Sí, maravillosamente bien —respondió el señor Schwartenfeger—. ¡Pero ahora Rudolf está muy cansado!
—Muy cansado no —le contradijo el vampiro con una risa ronca—. Después de todo, yo soy conocido por mis fuertes nervios. ¡Dicen que tengo unos nervios como clavos de ataúd!
—¡Ah, ¿sí?! —le dijo burlón Anton.
«Nervios como clavos de ataúd»: aquella expresión la había empleado Lumpi; pero no refiriéndose a Rüdiger, ¡sino a él, a Anton!
—Me parece que tú no puedes soportar que alguien me diga algo agradable, ¿no? —bufó el pequeño vampiro—. ¡Pues sin ti la sesión ha sido mil veces mejor! He podido concentrarme como es debido y nadie se ha peleado conmigo ni me ha hecho perder la concentración con comentarios estúpidos.
Dio un sonoro resoplido como para subrayar sus palabras.
—Y para que lo sepas —continuó diciendo levantando la voz—. ¡De ahora en adelante renunciaré por completo a tu compañía, Anton Bohnsack! ¡La próxima vez vendré yo solo a ver al señor Schwartenfeger, sí señor!
Dicho aquello se dio media vuelta y desapareció por el pasillo de la casa.
—¡Espera, Rudolf! —dijo el señor Schwartenfeger apresurándose a seguirle.
Lentamente e hirviendo de rabia por dentro, Anton les siguió. Se sentía como un imbécil…
Él se preocupaba por el pequeño vampiro, quería ayudarle, estar a su lado ante el peligro… ¿Y qué hacía el vampiro?
En cuanto se le presentaba la oportunidad dejaba tirado a Anton y ya no se preocupaba ni lo más mínimo de él. El pequeño vampiro era un desagradecido y un traidor… ¡Y pensaba única y exclusivamente en su propio provecho!
Cuando Anton llegó a la puerta de la casa ya apenas se asombró de encontrar allí solamente al señor Schwartenfeger.
Era evidente que el señor Schwartenfeger estaba entusiasmado. Con una amplia sonrisa se dirigió a Anton y le explicó agitado:
—¡Ha sido una sesión extraordinaria que permite tener grandes esperanzas!
—¿De veras? —dijo simplemente Anton.
¡No estaba de humor para oír cómo el señor Schwartenfeger entonaba un canto de alabanza al pequeño vampiro!
—Y yo ahora estoy «dado de baja», ¿no? —observó.
—¿Dado de baja? —repitió el señor Schwartenfeger haciéndose el indignado—. ¡Por supuesto que no! ¡En cierto sentido tú eres incluso el protagonista!
—¿Yo? —dijo Anton riéndose secamente.
El cuento del «protagonista» ya lo había oído él una vez… durante su primera visita a la consulta del psicólogo. En aquella ocasión quizá la expresión fuera apropiada… pero ahora a Anton le parecía más bien un burdo intento de consolarle de su indignación y de su decepción.
—Buenas noches —dijo, y salió desfilando.
—¡Anton, te olvidas la bolsa! —oyó que decía el señor Schwartenfeger.
Pero Anton no respondió nada. ¿Qué le importaban ya el aceite bronceador, los calcetines amarillos y la banda para la frente?
Sin volverse ni una sola vez se metió por el angosto y oscuro camino. Protegido por los matorrales extendió los brazos por debajo de la capa, los movió con fuerza arriba y abajo… y salió volando.