Excluido

Anton no repuso nada. ¡Le indignaba que el señor Schwartenfeger y su mujer hubieran echado mano de un truco como aquel! (Según él lo veía, seguía siendo un truco).

Aunque comprendía que para el pequeño vampiro era importante, o incluso vital, seguir el programa él solo y sin su ayuda… al pensar que Rüdiger estaba ahora en la sala de consulta, quizás haciendo ya los ejercicios con el aceite bronceador y el chándal amarillo, a Anton le hacía sentirse engañado… y excluido.

La señora Schwartenfeger pareció darse cuenta de su decepción.

—¡Puedo imaginarme muy bien qué es lo que sientes, Anton! —dijo ella—. ¡Pero piensa en Rudolf… y en lo hermosa que puede ser la vida para él cuando haya superado el miedo a los rayos del sol!

—¿La vida? —se sonrió ligeramente Anton con ironía.

—¡Qué triste y qué desconsolada ha tenido que ser su existencia hasta ahora! —siguió diciendo con mucho sentimiento la señora Schwartenfeger—. Lejos de la luz del sol, condenado a la eterna oscuridad. Créeme: ¡si la terapia tiene éxito, Rudolf te estará muy pero que muy agradecido!

—¿Agradecido? ¿A mí? —dijo Anton poniéndolo en duda.

—¡Seguro que sí! —asintió llena de confianza la señora Schwartenfeger.

Se hizo una pausa.

Anton miró hacia la puerta. Le entraron tentaciones de levantarse y de volver sencillamente a la sala de consulta. Al fin y al cabo, había sido él quien había puesto en contacto al señor Schwartenfeger y al pequeño vampiro. ¡La crema solar y la loción solar las había pagado incluso de su propio dinero! Y ahora de repente era repudiado y no era necesario… Era «persona non grappa» o algo parecido…, que era una de las expresiones favoritas de su padre.

—¿Quieres un caramelo? —oyó decir a la señora Schwartenfeger.

—No —gruñó.

—¿O un trozo de chocolate? —preguntó haciendo crujir el envoltorio.

—¡No, gracias, no tengo ganas!… ¡Y leer tampoco quiero! —se le adelantó lanzando una breve mirada a los tebeos.

—¡Está bien! —dijo la señora Schwartenfeger fingiendo que no le importaba—. Entonces nos quedaremos aquí sentados esperando a que Rudolf haya terminado la terapia.

Ella miró su reloj y añadió:

—Ya no pueden tardar mucho.

Anton no respondió. Le había entrado de pronto una sensación tan rara… Su exclusión de la terapia, tan repentina, ¿no tendría otros motivos completamente distintos? ¿Por ejemplo, que el señor Schwartenfeger quisiera deshacerse de un testigo peligroso para él? Se esforzó en aguzar el oído a ver si salía acaso algún ruido de la sala de consulta, pero luego se acordó de lo gruesa que era la tapicería que forraba la puerta.

Tapicería… Observó el sofá marrón en el que estaba sentado. ¿No era extraño que en la sala del psicólogo sólo hubiera para él una silla incomodísima, mientras allí le esperaba aquel confortable sofá?

De alguna manera, parecía como si estuviera preparado…, como si el señor Schwartenfeger y su mujer hubieran tramado juntos un plan. Lo de las golosinas y los tebeos también hablaba en favor de ello, con lo cual se reforzaba aún más la sospecha de Anton.

Miró con suspicacia a la señora Schwartenfeger, que estaba jugueteando con su collar de perlas y parecía estar profundamente sumergida en sus pensamientos.

Anton hubiera querido saltar y hacer algo. ¡Pensar que en la sala de consulta podían estarle pasando cosas horribles al pequeño vampiro… y él estaba allí metido sin hacer nada!

Pero, ¿qué remedio le quedaba?

¡Como oyera algún ruido preocupante, entonces sí que intervendría!

Pero el piso, la casa… todo parecía sumido en un sueño tan profundo como el de la Bella Durmiente.

Y cuanto más aguzaba el oído Anton en medio de aquel inquietante silencio, más nervioso e intranquilo se iba poniendo.

Cuando por fin escuchó pasos por el pasillo, sintió un alivio enorme.

Sin pensárselo corrió hacia la puerta. La abrió de un tirón… y se encontró de frente con el pequeño vampiro.