El aparato luminoso

Cuando entraron en la sala de consulta había junto al escritorio del señor Schwartenfeger una especie de carro de servir encima del cual Anton vio una caja alta y estrecha. Dentro de aquella caja había varios tubos de cristal colocados verticalmente y muy apretados unos contra otros.

—¿Qué es esto? —preguntó el pequeño vampiro yendo hacia allí vacilante.

—Es un aparato luminoso —le explicó el señor Schwartenfeger.

—¿Un aparato luminoso?

—Sí. Es una pantalla que desprende una fuerte luz, aproximadamente tan intensa como la luz del día.

—¿Como la luz del día? —gritó el vampiro—. Pero entonces…

En lugar de terminar la frase soltó un suave gemido.

—Pero si es sólo una luz artificial —le tranquilizó el señor Schwartenfeger—. ¡El aparato no puede hacerte absolutamente nada, Rudolf!

—¿Y usted cómo lo sabe? —bufó el vampiro.

—Lo sé por experiencia —respondió el señor Schwartenfeger—. ¡Mi otro paciente, Igno Rante, habla maravillas de los efectos del aparato luminoso!

—¿De verdad?

Aquello parecía haber convencido al pequeño vampiro.

—¡Espero que os hayáis traído las gafas de sol! —dijo el señor Schwartenfeger.

—¡La bolsa! —le ordenó el pequeño vampiro a Anton—. ¿Tienes la bolsa?

—Sí —gruñó Anton… molesto por el brusco tono del vampiro.

—¡Menos mal! —dijo el vampiro sonriéndose ahora burlón.

Dirigiéndose al señor Schwartenfeger y haciéndose el importante dijo:

—Le he echado una buena bronca a Anton, ¿sabe usted? No se le volverá a olvidar nada en una temporada.

Anton apretó furioso los labios. De un tirón sacó de debajo del jersey la bolsa y se la dio al vampiro. Rüdiger empezó inmediatamente a revolver en ella, pero luego le entraron temblores.

—¡Brrr, tanta cosa amarilla! —gimió tendiéndole la bolsa a Anton con un gesto de repugnancia—. ¡Hurga ahí dentro!

Anton ni se inmutó.

—¡Hazlo! —vociferó el vampiro.

El señor Schwartenfeger, que debía de presentir una nueva pelea, carraspeó.

—Coger lo de la bolsa puedo hacerlo yo —le ofreció.

Después de buscar un poco encontró las gafas y se las entregó al pequeño vampiro. Éste las cogió en contra de su voluntad manteniéndolas alejadas y cogidas con la punta de los dedos.

—¡Bueno, y ahora te vas a ir a la silla de relajación! —dijo el señor Schwartenfeger… de forma inusitadamente autoritaria, según le pareció a Anton.

Rüdiger gruñó algo y se dejó caer en la butaca, poniendo una cara como si tuviera que mordisquear un limón… o no, peor aún: ¡un diente de ajo!

Anton, que como siempre tuvo que conformarse con la silla dura e incómoda, observó al vampiro medio divertido, medio preocupado. No estaba seguro de si el vampiro, quizás, estaba solamente fingiendo su repulsa hacia las gafas, ¡pues, al fin y al cabo, no era más que una montura de plástico negro con unos cristales oscurísimos!

—Y ahora te vas a relajar, Rudolf —oyó Anton la voz del psicólogo—. Estás muy tranquilo y dejas que tus músculos se suelten…, muy sueltos…

—Con estas asquerosas gafas en la mano no puedo —gruñó el vampiro.

—Sí, ¡sí que puedes! —le contradijo el señor Schwartenfeger—. Vas a relajarte mucho… Así… Concéntrate solamente en esa sensación de relajación… Sí, ahora estás extraordinariamente tranquilo… Y ahora ponte lentamente las gafas de sol…

Como si el señor Schwartenfeger hubiera hipnotizado al vampiro con sus ejercicios de relajación, Rüdiger levantó su brazo derecho y se colocó las gafas de sol sobre la nariz.

—¡Muy bien! —le elogió el señor Schwartenfeger—. Sigues estando muy relajado, Rudolf… Apenas notas ya las gafas… Están ahí pero no te molestan… Estás muy suelto y muy relajado…

El pequeño vampiro soltó un suspiro.

Ahora parecía estar relajado por completo, pues incluso sus largas y flacas manos, que casi siempre se hallaban en movimiento, estaban tranquilamente apoyadas en los brazos de la silla.

A Anton aquello le pareció casi un milagro. Se acordó de lo que el señor Schwartenfeger había dicho al principio de la terapia: que si cooperaban, Rüdiger y él quizá podrían conseguir un pequeño milagro.

—Y ahora vamos a encender el aparato luminoso —anunció el señor Schwartenfeger—. Vas a cerrar los ojos y vas a relajarte…

Anton había esperado que el vampiro reaccionaría con miedo o incluso quizá con pánico al encender el aparato. Sin embargo, el vampiro se quedó sentado y por sus estrechos y bastante exangües labios no salió ni una sola palabra de protesta.

—¿Has cerrado los ojos? —se aseguró el señor Schwartenfeger.

—Sí.

—Bien. Sigue muy relajado, Rudolf…

Anton vio excitado cómo el señor Schwartenfeger accionaba un interruptor incorporado en un lateral de la caja.

Durante unos segundos no ocurrió nada, pero luego los tubos de cristal se iluminaron e inundaron la sala de consulta con una luz extraordinariamente clara e intensa.

En un primer momento Anton se quedó como cegado. Cerró con fuerza los ojos y pestañeó.

La luz le recordaba la lámpara de luz roja que había en su casa, que también despedía una luz así de penetrante; sólo que la luz del aparato no era roja, sino blanca.

El señor Schwartenfeger acercó más a la silla de relajación el carro del aparato luminoso.

Era estremecedor ver allí sentado a Rüdiger sin moverse para nada mientras la luz se reflejaba en los oscuros cristales de sus gafas de sol. ¡Igual que en una película de terror que Anton había visto una vez!

—Bueno, y ahora vas a abrir los ojos y vas a mirar muy relajado a la luz —ordenó el señor Schwartenfeger al pequeño vampiro—. Estás muy suelto… Estás muy relajado… y ahora tu vista se dirige hacia la luz… Y tú sigues tranquilo, muy tranquilo…

La cabeza del vampiro se movió, pero con los reflejos en los cristales de las gafas no pudo comprobar si Rüdiger había abierto realmente los ojos.

En aquel momento llamaron a la puerta.