El sol sale cada día

—Por mí podemos hacer tranquilamente un par de ejercicios más —declaró entonces el pequeño vampiro dirigiéndose al señor Schwartenfeger.

—Pero yo no quisiera que te esfuerces demasiado, Rudolf —contestó el psicólogo.

—Bah… —dijo el vampiro—. Estoy acostumbrado a que me machaquen los nervios.

—¿De veras? —inquirió el señor Schwartenfeger, que parecía afectado.

—Bueno, es que… —dijo el vampiro sonriendo irónicamente y señalando con un gesto de cabeza a Anton—. ¡Cuando uno es amigo… digo… conocido de uno como ése!

En un primer momento Anton fue a contestarle con algo malo, pero luego se dijo a sí mismo que era la venganza de Rüdiger por lo de «lo idiota que sea uno» y, así, se limitó a lanzar al vampiro una mirada furiosa.

—¡No, realmente creo que ya ha sido bastante por hoy! —declaró el señor Schwartenfeger. Era evidente que sentía que se respiraba en el ambiente una nueva pelea entre Anton y el pequeño vampiro—. ¡Vamos a dejarlo para el próximo sábado, Rudolf!

—¡Pero yo quiero hacer otro ejercicio más! —se empeñó el pequeño vampiro.

—Hummm… —dijo el señor Schwartenfeger mesándose el bigote—. Bueno, pues entonces podríamos hacer un par de ejercicios más con las cosas amarillas…, si tú quieres.

—¡No… no puede ser! —balbució Anton.

El señor Schwartenfeger le miró sorprendido.

—¿Por qué no?

—Es que yo…, la bolsa con las cosas amarillas… Me la he dejado en casa; en mi armario.

—¿En tu armario? —bufó el pequeño vampiro—. Dime; ¿para qué te traigo, si tienes menos memoria que un colador…, sólo que encima con más agujeros?

—Lo siento —dijo apocado Anton.

—¿Cómo que lo sientes? ¿Nada más? —gruñó el pequeño vampiro—. Por tu culpa tengo ahora un retraso de semanas en el programa… ¡Sí señor!

—No, en eso eres injusto, Rudolf —se inmiscuyó entonces el señor Schwartenfeger—. Al fin y al cabo, a cualquiera le puede ocurrir que se olvide de algo. Y lo de un retraso de semanas en el programa… pues, en fin, para decirlo suavemente: ¡Quizá sea un poco exagerado!

El pequeño vampiro frunció con disgusto la boca pero no repuso nada.

—Y además —siguió diciendo el señor Schwartenfeger en tono más conciliador—, ¡no estamos, ni mucho menos, supeditados a las cosas amarillas! Lo vas a ver ahora mismo, Rudolf.

Le asintió con la cabeza al vampiro y con gesto misterioso abrió uno de los cajones de su escritorio…, pero sólo un poco, de tal forma que ni Anton ni Rüdiger pudieron ver lo que contenía.

—Te gusta la música, ¿no? —le preguntó.

—¡Claro que sí! —le contestó el vampiro.

—¡Entonces escucha con atención! —dijo el señor Schwartenfeger echando mano al cajón, del que, inmediatamente después, salió una música suave y de sonido algo metálico.

Era una melodía que a Anton le resultaba conocida.

Escuchó atentamente… y de pronto supo qué canción era aquella: «El sol sale cada día».

«¡Y el señor Schwartenfeger tiene que ir a ponerle justo esta canción al pequeño vampiro!», pensó mirando preocupado a Rüdiger.

Sin embargo, éste estaba recostado en su silla verde y parecía escuchar arrobado y con muchísima atención.

—¿Te gusta esta música? —preguntó el señor Schwartenfeger.

—¡Sí! —dijo el vampiro—. ¡Es justo la apropiada para Olga y para mí!

—¿Conoces la canción?

—No, ¿por qué?

—Se titula «El sol sale cada día[1]»

—¿Cada día… el sol? —dijo el vampiro soltando un gemido.

—Sí. ¡Pero no dejes que el título te ponga nervioso! —le recomendó el señor Schwartenfeger volviendo a hacer un nuevo movimiento dentro del cajón, con lo que la canción sonó otra vez—. ¡Atiende sólo a la música! —dijo con su voz profunda y un poco adormecedora—. ¡Estás muy relajado y sólo escuchas la música!

El pequeño vampiro se echó hacia atrás y cerró los ojos.

—Y ahora yo cantaré en voz baja la letra —le anunció el señor Schwartenfeger.

—¡Oh, no! —murmuró Anton.

Entonces, efectivamente, el señor Schwartenfeger, aunque muy contenido, empezó a cantar:

«El sol sale cada día en la maravillosa ronda de los bosques. Y la bella y recelosa hora de la creación emprende su camino cada mañana.»

Para asombro de Anton, el pequeño vampiro siguió tumbado muy tranquilo… a pesar del «sol naciente» y de «la bella y recelosa hora de la creación».