En la sala de consulta del psicólogo el pequeño vampiro se dirigió sin rodeos a la ancha silla de relajación, forrada de cuero verde, en la que se había sentado durante la sesión de prueba.
Tomó asiento y empezó a ejecutar extraños movimientos con los brazos…, como si hubiera hecho un curso de boxeo sin contrario.
—¿Quieres enseñarnos algo con tus gestos, Rudolf? —preguntó el señor Schwartenfeger, que estaba sentado como en un trono en su silla giratoria detrás del escritorio repleto, como siempre, de documentos y libros y observaba con atención al vampiro.
—¿Cómo que… enseñar? —gruñó el vampiro.
—Lo que estás haciendo parece muy misterioso —opinó el psicólogo.
—¿Misterioso? —repitió el pequeño vampiro—. ¡Me estoy relajando!
—Ah, vaya…
El señor Schwartenfeger se rascó la barbilla. Era evidente que le resultaba penoso no haber reconocido como tales los «ejercicios de relajación» de Rüdiger.
Pero inmediatamente después se sobrepuso y con su voz tranquila y amable de psicólogo dijo:
—¡Bueno, es maravilloso que ya hayas empezado! Así podremos iniciar de inmediato los ejercicios…, si estás de acuerdo.
—Claro que estoy de acuerdo —resopló el vampiro—. ¿Es que acaso no se ve que estoy ardiendo de ganas de hacer el programa?
—¿Ardiendo? —dijo el señor Schwartenfeger con una posecilla—. Sí, hoy estás algo menos pálido que la última vez.
Anton no pudo evitar sonreír irónicamente.
«¡No es de extrañar, sintiendo Rüdiger un amor tan ardiente!», pensó…, pero prefirió guardárselo porque no quería provocar una nueva discusión.
Se sentó lleno de expectación en la vieja y dura silla de madera que había delante del escritorio del señor Schwartenfeger y observó cómo el psicólogo empezaba ya con el entrenamiento:
—Cierra el puño derecho, Rudolf. Muy fuerte… Mantén la tensión, así… Y ahora suelta los dedos, distiéndelos… Estás muy relajado…
Anton vio que el pequeño vampiro parecía aquel día mucho más concentrado y también parecía no estar ya tan temeroso y tan agarrotado. Rüdiger interrumpió el programa una sola vez porque sus brazos, según dijo, «pesaban más que un ataúd de plomo». Por lo demás, siguió sin rechistar las instrucciones que le daban, relajando los brazos, la nuca y después los hombros.
La extraña y concentrada calma que acompañaba aquellos ejercicios se trasladó incluso a Anton.
Apenas se atrevía a respirar.
Sólo cuando el pequeño vampiro tuvo que relajar los músculos de la cara se deshizo aquel estado de ánimo especial.
De repente a Anton le costó trabajo no explotar de risa, pero es que era demasiado cómico ver cómo al pequeño vampiro le salían arrugas transversales en la frente y parecía un triste perro teckel.
Después el vampiro tuvo que cerrar los ojos.
Anton vio sorprendido cómo en aquella ocasión Rüdiger ni siquiera parpadeó. Dirigió una mirada de aprobación al señor Schwartenfeger.
¡Las instrucciones reposadas y firmes del psicólogo parecían producir sobre el pequeño vampiro un efecto casi hipnótico!
—¡Y ahora vas a contar lentamente hacia atrás empezando desde cinco! —prosiguió el señor Schwartenfeger—. Y luego dirás: «¡Me siento bien, estoy completamente despierto y despejado!», ¡y abrirás los ojos!
El pequeño vampiro empezó a contar con voz amortiguada:
—Cinco… Cuatro… Tres… Uno… Me siento bien, estoy completamente despierto y despejado…
Abrió los ojos y silbó suavemente entre los dientes.
—Realmente estoy completamente despierto y despejado —dijo, y con una voz áspera y gutural añadió—: ¡Su programa es casi tan bueno como una transfusión de sangre, ja, ja, ja!
Anton se estremeció, pero el señor Schwartenfeger sonrió halagado.
—¡Estoy muy contento de que tenga para ti un efecto tan positivo! —dijo—. Mi otro paciente, Igno Rante, después de las primeras sesiones siempre se quejaba de que tenía dolores de cabeza.
—¿Dolores de cabeza? —dijo el vampiro dándose golpecitos en la frente—. Esa palabra es desconocida para mí —y añadió fanfarroneando—: ¡Es que depende siempre de la cabeza que tenga uno!
—¡O de lo idiota que sea uno! —completó Anton.
Apenas se le escapó aquello, podría haberse abofeteado por hacer esa tonta observación. Pero el pequeño vampiro no se dignó dirigirle una mirada a Anton… como si no hubiera oído la observación.