Olvidado, sin más

Cuando sus padres se marcharon, Anton se quedó aterrado. De repente se había acordado de que la noche anterior se había dejado la bolsa en casa del señor Schwartenfeger… la bolsa en la que estaba también su nuevo chándal amarillo. En esas circunstancias, ¿no sería mejor quedarse en la cama? Podría decir, por ejemplo, que le dolía la cabeza… Pero entonces su madre le trataría con vendas y bolsas de hielo.

No, no le quedaba otro remedio: ¡tenía que levantarse! Con una sensación de malestar se puso los pantalones vaqueros y el jersey verde con capucha. Mientras tanto, se rompió la cabeza intentando encontrar una buena excusa, que convenciera también a su madre, para explicar por qué no se ponía aquel día el chándal nuevo.

—¿Anton?

Aquella era ya la voz de su madre, y poco después estaba en la puerta de la habitación.

Exactamente como Anton se había imaginado, cuando le vio exclamó perpleja:

—¿Te has puesto tu ropa vieja?

—Hummm, sí —dijo Anton.

—¿Y eso justo hoy que es domingo?

Anton intentó poner cara de indiferencia.

—No sabía yo que contigo se tuviera uno que vestir bien los domingos.

—¡Uno no! —repuso ella indignada—. Pero si yo te compro un chándal nuevo —y el amarillo ha sido bastante caro, ¡lo sabes muy bien!—, ¡espero que te lo pongas!

—Yo, eh…

Al principio Anton iba a contestar que se había puesto la ropa vieja para no estropear su chándal nuevo, pero supuso que su madre no se tragaría aquella excusa; así que reconoció:

—Me lo he dejado olvidado.

—¿Olvidado? ¿Así, sin más, olvidado? —dijo ella resoplando—. ¿Y dónde?

Anton dudó.

Mal podía decir que en casa de Ole… ¡pues entonces ella se empeñaría en que fuera a recoger inmediatamente el chándal!

¿Y si decía que en casa de Rüdiger von Schlotterstein? Sus padres creían que el pequeño vampiro y su hermana Anna se habían trasladado a otra ciudad y que, con ello, habían desaparecido definitivamente de la vida de Anton. Sin embargo, podría haber llegado el momento de informarles del regreso de Rüdiger y Anna…

Pero Anton también desechó enseguida aquel plan. De todas formas, al pensar en el pequeño vampiro se le ocurrió una idea.

—Me he dejado el chándal olvidado en casa de Jürgen —dijo; ¡y aquello respondía incluso a la verdad!

—¿En casa de Jürgen? —dijo su madre mirándole incrédula—. Es la primera vez que oigo ese nombre.

—¡Es posible! —exclamó Anton riéndose para sus adentros.

«Jürgen»… Anton se refería al señor Schwartenfeger.

Y probablemente la madre de Anton el nombre de pila del psicólogo sólo lo había leído… ¡en el cartel de la puerta de la consulta del señor Schwartenfeger!

—¿Es un nuevo compañero de clase? —preguntó ella entonces.

—¿Un nuevo compañero de clase? —repitió Anton para ganar tiempo.

Le vino a la cabeza un sueño que había tenido una vez: iba a ingresar como nuevo miembro de la familia Von Schlotterstein…

—¡Más bien un nuevo colega!

—Sí, sí, ya estás otra vez con tus chistes —repuso su madre bastante airada—. Pero te voy a decir una cosa: sea el tal Jürgen un colega de la clase que sea… ¡mañana por la tarde el chándal tendrá que estar otra vez colgado aquí en tu armario!

Tras decir aquellas palabras salió rápidamente de la habitación.

—¿Tengo que quedarme en casa ahora? —le gritó esperanzado Anton—. Lo digo por lo de la ropa vieja siendo hoy domingo.

—¡Por supuesto que no! —le gritó a su vez su madre.

—¿Y la gente? —volvió a intentarlo Anton—. ¿Te da igual lo que vayan a pensar de nosotros por andar yo por ahí un domingo con una ropa viejísima?

—¡Naturalmente! —dijo ella con una falta de educación inusitada—. Puedes mantenerte siempre a un metro de distancia.

—¡Con mucho gusto! —gruñó Anton.

Y para indignarla añadió:

—¡Mejor a un kilómetro!

Ella esta vez no respondió; así que Anton salió trotando malhumorado al pasillo.

Sin embargo, en contra de lo esperado, resultó un domingo muy agradable: con cacao y pastel de manzana en el Café del Parque Municipal… «Como excepción para celebrar el domingo», según resaltó la madre de Anton. Y como Anton había dado dos vueltas corriendo a la piscina para niños, le dejaron incluso pedir además una ración de helado con nata.

—¡Espero que tu estómago pueda digerir bien tanto dulce! —dijo su madre.

—¡No te preocupes! —replicó Anton riéndose irónicamente—. Está bien entrenado.

Los que sí que no estaban tan bien entrenados eran los músculos de Anton; de eso se dio cuenta Anton cuando se levantó al día siguiente. Y la cosa estaba realmente mal cuando después de comer se montó en la bicicleta para ir a casa de «Jürgen» a recoger el chándal. Pero, ¡qué no haría él por su madre!

—¿Y dónde vive el tal Jürgen? —le preguntó ella al despedirse.

—Bueno, pues… en el vecindario —contestó de forma imprecisa Anton.

En el vecindario… ¡ya, ya, ojala!

Cuando Anton se detuvo por fin ante la casa del señor Schwartenfeger estaba como si le hubieran pasado por la rueda de tormentos en el verdadero sentido de la palabra.

Con grandes esfuerzos consiguió subir los escalones y llamó al timbre de la puerta.

La señora Schwartenfeger le abrió y dijo sorprendida:

—¿Tú, Anton?

—¡Me he dejado olvidada aquí mi bolsa!

—Bueno, siéntate un momento en la sala de espera.

—¿Sentarme? ¡Oh, sí, con mucho gusto!

En la sala de espera Anton se dejó caer en el sillón que había junto a la ventana, que por suerte estaba bien mullido, y estiró mucho las piernas. Así seguía sentado también cuando de repente se abrió la puerta y, de forma completamente inesperada para Anton, entró el mismísimo señor Schwartenfeger en persona.

—Desgraciadamente no dispongo de mucho tiempo —dijo el psicólogo disculpándose—. Tengo a una paciente.

Le dio la bolsa a Anton.

—¡Pero antes de que me marche me gustaría saber qué es lo que ha dicho Rudolf!