Aquella mañana de domingo a Anton le despertaron unos extraños brincos junto a su cama. Abrió los ojos y vio a su padre, que —por extraño que pudiera parecer— ¡estaba a los pies de la cama haciendo gimnasia!
Y además no llevaba puesto ni el pijama ni el albornoz, sino el chándal y las zapatillas de deporte (algo completamente inusitado para ser domingo por la mañana).
Anton tenía la sensación de estar en mitad de un sueño; o mejor dicho: de una pesadilla…
Cerró los ojos y los volvió a abrir pestañeando cuidadosamente, pero su padre aún seguía allí.
—¿Por qué me despiertas tan temprano? —gruñó.
—¿Temprano? —se rió el padre de Anton—. ¡Son casi las once! ¡Mamá y yo acabamos de decidir que vamos a empezar este domingo un programa de entrenamiento en toda regla!
—¿Vamos? —preguntó desconfiado Anton, que poco a poco empezaba a comprender por qué su padre estaba dando brincos precisamente delante de su cama—. ¿Acaso yo también?
—¡Pues claro que sí! —contestó su padre—. ¡Tú eres el que más necesita el entrenamiento!
—¡Oh, no! —se quejó Anton tapándose con la manta hasta la punta de la nariz.
—Oh, sí —dijo su padre—. ¡Esta mañana no tienes muy buen aspecto que digamos!
Y con una risita de complicidad añadió:
—Te quedaste viendo la televisión, ¿eh? ¿Qué pusieron? ¿«Drácula abandona la cripta»? ¿O «La viuda de Frankenstein»?
—¿Viendo la televisión? —dijo Anton frunciendo los labios—. ¿Los Alegres Músicos Ambulantes? ¡No, gracias!
—¿Y la película de por la noche? —bromeó su padre—. ¿Es que no te iba?
—Primero: sabes perfectamente que no me dejáis ver la película de por la noche —repuso Anton—. Y segundo: ¡A esas horas yo ya estaba durmiendo!
Aquello era cierto: después de la visita de la tarde anterior a la consulta del señor Schwartenfeger, en la que el pequeño vampiro había conocido el programa contra los miedos fuertes… y Anton había tenido que emprender completamente solo el vuelo de regreso a casa. Había llegado a su habitación bastante agotado y se había ido a la cama enseguida.
—Ah, ¿de verdad? —dijo su padre guiñándole un ojo como si estuviera conchabado con él.
Anton le miró muy digno… y se calló.
—¿Estáis ya listos?
Para terminar de ponerle de mal humor a Anton, ahora encima apareció su madre en la habitación, también con un chándal azul oscuro.
—¡Cómo! ¿Anton está todavía en la cama? —exclamó.
—Nuestro hijo no está hoy en plena forma —bromeó su padre—. O mejor dicho: está en plena forma… ¡para quedarse en la cama!
—Ja, ja, ja —se burló Anton sin pestañear.
A cámara lenta retiró la manta.
—¡Nosotros sí tendríamos más motivos para estar cansados! —dijo el padre de Anton guiñándole un ojo a la madre.
—Sí, pero ¡quién sabe hasta cuándo habrá tenido la luz encendida Anton! —observó ella.
Anton se rió burlón aún más.
—Sí, quién sabe…
Sin embargo, su madre se limitó a reponer secamente:
—Date prisa en vestirte.
Y luego se marchó de la habitación.
—¡Hasta pronto, pues, amigo deportista! —dijo el padre de Anton siguiéndola.