Le entrego el sobre con los doce mil euros. No cuenta los billetes, solamente levanta la solapa con un gesto rápido, como si también él estuviera sorprendido de lo poco que abulta una cantidad que en los viejos billetes de pesetas hubiera abultado siete veces más.
—Creo que nunca había logrado reunir tanto dinero efectivo de una sola vez en mis manos —le digo—. Y nunca creí que me resultara tan fácil desprenderme de él.
—Pero no es el dinero lo más importante —replica, y él no parece mentir. Porque muchas veces he oído esas mismas palabras en la gente más llena de codicia.
—Claro que no. Sin embargo, con tantos titulares en las noticias de cada día hablando de tantos millones y de tantos nuevos millonarios en este país de la noche a la mañana, a veces se tarda demasiado tiempo en comprender algo tan sencillo como que el dinero casi nunca arrastra tras de sí la felicidad —añado, sin miedo a pronunciar esa palabra.
Hablamos vagamente de la solución del caso, de Muriel y el juego, de Ordiales, de la eterna dificultad entre el hombre y la mujer, de la necesidad que todos tenemos de encontrar motivos para sentirnos felices, porque lo que de verdad nos sobran son motivos para sentirnos desdichados, del dinero de nuevo. Sé que nunca le he sido simpático, pero ahora, por vez primera, siento aparecer entre nosotros esa cordialidad que surge entre desconocidos que han participado de forma conjunta en una tarea casual y la han resuelto satisfactoriamente.
—Voy a dejar ese trabajo —le confieso—. Demasiado… cruel. Y quizá sea cierto eso de que uno puede terminar acostumbrándose a la crueldad.
—Me parece una buena decisión. Hay técnicos para hacer eso que usted hacía. Yo también descansaré durante algún tiempo.
—Lo entiendo —digo.
—¿Lo entiende?
—Quiero decir que tampoco debe de ser un trabajo agradable. Todo el mundo huyendo del contacto con el delito, y usted buscándolo —añado. Enseguida tengo la sensación de que en la frase hay algo mal dicho que debo corregir, pero no sé cómo hacerlo—. ¿Problemas? —me atrevo a preguntarle.
—No el tipo de problemas en que usted estará pensando. Sólo problemas familiares.
Miro sus manos. Fuertes, grandes, sin temblor, con movimientos firmes. Ese tipo de manos elegantes que de forma tan errónea la gente asocia a los pianistas. En sus dedos no hay ninguna alianza.
—Mi madre —dice, porque ha visto mis ojos—. Tuvo una caída. Se rompió una pierna y está en una residencia. Durante algún tiempo dejaré el trabajo para estar cerca de ella.
Luego nos quedamos en silencio, sin nada que añadir. Que los veterinarios se ocupen de los animales moribundos, agresivos o incómodos; que la ley se encargue de resolver los delitos. Aunque no estoy seguro de que dejándolo todo a su cargo las cosas funcionen mejor.
Nos despedimos con un breve apretón de manos y lo veo alejarse por la acera: un hombre alto, atractivo, levemente triste. Supongo que no volveré a tener trato con él y que, si alguna vez nos cruzamos por la calle, yo miraré hacia otro lado, como si no lo conociera. El episodio que acaba de cerrar no me llena precisamente de orgullo y no será agradable recordarlo.
Vuelvo a casa, ceno algo, solo y en silencio, y me tumbo en el sofá a oír las noticias: violencia, economía y deportes. Mañana, cuando pase la noche, tengo que cumplir mi último encargo aceptado. Un trabajo fácil: un animal sin testículos, un perro que ha quedado mutilado a consecuencia de una orquitis. Es probable que haya perdido su rabia y que se deje morir sin excesiva resistencia, con esa digna agonía de las bestias que el hombre mutila para poder manejarlas a su antojo: los bueyes, las jacas, los cerdos engordados para el sacrificio.
¿Pero quién de nosotros no es también un mutilado, si no del cuerpo, del alma, esa palabra que todos pronunciamos con vergüenza?, me pregunto de pronto. ¿Quién puede asegurar que durante toda su vida conservará la memoria y las vísceras y todos sus miembros y todos sus dientes sin recortes ni mella? La vida es ir perdiendo partes del cuerpo que el tiempo pudre y capacidades que intentamos suplir con recursos vicarios: un teclado en una orquesta de verbenas cuando no se puede dominar un piano; sexo cuando nos han mutilado para el amor; consumo frenético cuando ya no hay ninguna esperanza de felicidad; diversión y cultura cuando ya no se puede creer en Dios.
Conozco bien todo eso, por todo eso he pasado.
La cortinilla con el fin del telediario da paso a la publicidad y luego a una película. Aún falta una noche para mi último trabajo. Cuando termine con él, sé que estaré más solo. En el fondo, mi relación con los animales ha sido mi relación más importante con el mundo en los tres últimos años. Sigo detestando la otra forma de vincularme con mis semejantes, la de teclista, la de estar subido en un escenario intentando que baile gente que no quiere bailar.
Pero, al menos, ha desaparecido el angustioso conflicto en que me había implicado de forma tan inconsciente y estúpida. Forzándome a pensar en esa buena noticia, apago el televisor y cierro los párpados. Va volviendo el sueño a los ojos que lo habían perdido.
FIN