Llaves

Cada mañana llegaba a la oficina el primero, porque ya no estaba Martín para anticiparse y Miranda se retrasaría como siempre. Abría la puerta y, sin ningún entusiasmo, repasaba lo que había que hacer ese día. El ritmo de construcción había decrecido drásticamente en el último mes, pero no le importaba demasiado. En caso contrario, y sin Martín allí, al frente, él no hubiera podido sostenerlo. Las urgencias, los imprevistos, los accidentes, los conflictos… lo habrían desbordado. Su territorio natural eran los papeles y los números, las medidas y el cálculo, y no el control directo del trabajo a la sombra de las grúas llevando en la cabeza un casco de seguridad con el que siempre se veía tan ridículo como un mono con birrete.

En el otro campo de su inquietud, le bastaba con que no se produjeran novedades en las investigaciones paralelas que llevaban el teniente y aquel detective alto. Sabía que con cualquier novedad él sería el perjudicado, pero ignoraba quién de los dos podría traerla, quién tendría mayor capacidad para hacerle daño. Si, por una parte, el teniente contaba con el inagotable aparato de la ley y con una vigorosa capacidad para entrar en cualquier sitio y recabar información, del detective temía el talento para analizarla. Detective: una palabra que hasta unas semanas antes le hubiera resultado indiferente, un título que sólo tendría valor en el mundo de ficción de los niños y, quizás un poco, en el de los pequeños delincuentes, sin embargo, ahora tenía el poder de amedrentarlo.

De nuevo entró el primero en la oficina. Eran las cuatro, y hasta las cinco no vendría nadie. Había dicho en su casa que debía estar pendiente de la llegada de un tráiler para indicar los lugares donde debían distribuir la carga. Aún se conservaba cierto frescor del aire acondicionado que había funcionado durante toda la mañana y se detuvo unos instantes a serenarse, a comprobar que todo lo hacía bien y que esta vez no llevaba encima nada que pudiera perder. Demasiadas cosas se perdían. Si Alicia no hubiera extraviado su pañuelo, él no estaría allí ahora esperando a que el sudor se secara en su cuello. Miró la mesa que había ocupado la aparejadora. Ya estaban buscando al sustituto adecuado, pero hasta que llegara seguiría vacía. Por simple curiosidad se acercó a ella y abrió los cajones como aquella tarde los había abierto Ordiales. Él ahora no quería ni buscaba nada, sólo comprobaba el vacío como si en él pudiera hallar alguna especie de identificación o de consuelo, pero recordó la ansiedad con que Martín husmeaba creyéndose solo.

Aquella tarde también él había vuelto a la oficina, con la intención de coger dinero. Necesitaba llevarlo a casa, pero no podía sacarlo del banco, porque en los cheques eran imprescindibles las firmas de dos socios. Resultaba casi patético el modo en que se habían confabulado contra él las circunstancias: era uno de los dueños de una empresa que facturaba varios millones de euros y en ese momento no podía disponer del anticipo de su nómina sin tener que dar explicaciones a la curiosidad de Martín o de Miranda. Habían hecho unos pagos imprevistos y la caja de efectivo estaba casi vacía. Por fortuna, uno de sus clientes había llamado aquella mañana para decir que unas horas después pasaría por allí a entregar una cantidad que aún debía de las cuotas que se abonaban en dinero negro, sin facturas. Sin encender ninguna luz, lleno de ansiedad, había abierto la caja fuerte que se escondía en su despacho de gerente —los tres socios eran los únicos que conocían la combinación numérica—, pero allí no había nada. Era frecuente que mintieran y demoraran los pagos el mayor tiempo posible con la excusa de que también ellos demoraban la finalización de las obras, pero él no podía volver así a casa. La semana anterior, en tres tardes consecutivas, había perdido casi tres mil euros jugando y tenía que aparecer con esa cantidad si no quería soportar de nuevo los insultos, los gritos, las amenazas. No se sentía con fuerzas para oír otra vez la voz rabiosa mientras las risas estúpidas o los bufidos de sus dos hijas servían de eco a las maldiciones de la madre.

Acababa de cerrar la caja cuando oyó que alguien más entraba en la oficina. Apenas tuvo tiempo para esconderse tras la puerta de su despacho, que había quedado entornada. Temblaba de miedo. No hubiera encontrado una excusa convincente para justificar su presencia allí, en la penumbra. Por la estrecha abertura del quicio, sin embargo, podía ver lo que ocurría. Era Martín, que había regresado para hacer alguna gestión olvidada. Aunque era demasiado tarde incluso para él, recordó que a esas horas estaba yendo a unas sesiones de rehabilitación por un problema con su brazo. De ahí el retraso en aquella ronda final que le gustaba dar cada día por las oficinas y por las obras para comprobar los avances y para programar el trabajo posterior.

Lo vio encender la luz y revisar algunos papeles, coger unas facturas y llevarlas a la mesa de Alicia. Y allí comenzó todo a ser extraño. Martín se sentó en la silla de la aparejadora y alzó la cabeza con los ojos cerrados y ese gesto de oler que tan a menudo parece doloroso. En el silencio de la oficina, desde su escondite pudo oír la aspiración de las narinas tensándose al inhalar el aire, todavía sin comprender qué ocurría, pero ya intuyendo algo obsceno y oscuro y lastimero. Martín abrió los cajones y los removió buscando algo que no terminaba de encontrar, pero al mismo tiempo daba la sensación de que no sabía bien lo que buscaba. Y luego, de pronto, lo vio agacharse y recoger del suelo un pañuelo que reconoció como de Alicia.

Ignorante de que su intimidad se estaba convirtiendo en espectáculo, se había quedado de rodillas, con el pañuelo tapándose la boca, oliéndolo violenta y desesperadamente. Entonces recordó un comentario que, con ese trémulo instinto con que una mujer fácilmente adivina lo que sucede en el cuerpo de otra mujer, una tarde le había hecho Miranda al ver cómo los dos se alejaban para ir a una obra:

—Si no supiera que son Martín y Alicia diría que forman una pareja.

Él nunca había sentido por una mujer lo que ahora deducía de su comportamiento —una adoración ciega que unía lo sagrado y lo carnal en un mismo impulso— y asistía con asombro y turbación a un espectáculo que no hubiera creído sin haberlo visto. La pasión amorosa era algo que le resultaba extraño y lejano: una exageración con fines comerciales para hacer de un simple instinto un catálogo interminable de libros, canciones y películas estúpidas con que emocionar a los adolescentes. Descubría ahora que, después de todo, también Martín era aquello que simulaba no ser. Lo vio levantarse como si estuviera infinitamente cansado, él, un hombre que podía estar trabajando dieciocho horas al día, y guardarse el pañuelo de Alicia en un bolsillo de la chaqueta como si hubiera encontrado oro. Apagó las luces al marcharse.

Seguía temblando cuando salió de su despacho, sorprendido por el brillo y la dureza del diamante que también él tenía de pronto entre las manos. Allí estaba la solución a su problema, aunque en ese momento no pensara que su intención ya tenía un nombre antiguo: soborno, chantaje, amenaza. Ni siquiera le parecía una transacción comercial: tu dinero a cambio de mi silencio. No. Cuando diez minutos después salía en su busca sólo pensaba en la complicidad, casi en la camaradería: «Yo conozco tu problema. Escucha tú ahora el mío y veamos entre los dos cómo podemos ayudarnos».

Vio su coche aparcado en el bloque en construcción y entró a buscarlo. En la primera planta, un ruido de ronquidos lo paralizó unos instantes. Era Santos, que dormía plácidamente su sueño de aguarrás sobre una plancha de corcho blanco, la mano izquierda con los tres dedos apoyada sobre el estómago alto y rumiante. Siguió subiendo, seguro de que lo encontraría en la terraza desde donde le gustaba mucho contemplar la perspectiva, los mordiscos con que la ciudad iba ganándole terreno al campo. Y en efecto, allí estaba, de espaldas a la escalera, apoyado en el pretil, pero ya girándose como si comenzara a marcharse.

—¿Ocurre algo? —le preguntó al verlo, porque Martín sabía que él nunca haría el esfuerzo de subir hasta allí para contemplar un atardecer ni para calibrar la verdadera dimensión de los edificios que construían.

—¿Puedo hablar contigo un minuto?

—Claro —dijo, cordial y expectante, quizá pensando que iba a proponerle algo sobre el proyecto de Maltravieso que Miranda no debía oír.

—Hace unos días, en una sala de bingo, perdí dinero —comenzó a contarle haciendo un esfuerzo inmenso. Antes, sólo había hablado de eso una vez, a su mujer, creyendo que podría encontrar alguna indulgencia, pero las odiosas consecuencias aún no habían terminado, los insultos seguían resonando en sus oídos. De modo que se sentía temeroso y alerta al pronunciar aquellas palabras, bingo, dinero, perder, que ahora ni siquiera le parecían trágicas, sólo vergonzosas y ridículas.

—¿Perdiste dinero? ¿De la empresa?

—No, no de la empresa. De mi sueldo.

—¿Cuánto?

—Tres mil euros. Casi tres mil euros —repitió, porque de pronto le pareció una cantidad insignificante que Martín podría prestarle con la simple firma de un cheque.

—¿Y? —preguntó.

Entonces supo que ya se había negado, antes incluso de conocer la causa o las razones que lo habían empujado a jugar, porque su respuesta debía haber consistido en acercarse a él y sacar su cartera y decirle que en ese mismo momento iban a arreglarlo.

—Vengo a pedirte que me prestes el dinero. Tengo que llevarlo a casa porque debemos afrontar unos pagos urgentes. No te preocupes, te lo devolveré el próximo mes.

No había terminado de hablar y ya lo vio negando con la cabeza, afirmando su pertenencia a aquella orgullosa especie a la que él nunca pertenecería, la de los hombres que saben negar ante otro hombre que se arrastra y les ruega. Comprendió que también era un error contárselo a él, tan acostumbrado a ganar, tan refractario a la derrota que no podía admitir que alguien perdiera de un modo tan estúpido y absurdo, jugando contra el azar de una máquina, y no al menos en algún juego donde dejarse la piel en la refriega.

—No.

Hizo un nuevo esfuerzo para mirarlo a los ojos, dispuesto a llegar más cerca de la humillación de lo que nunca había llegado antes, mintiéndose al decirse que hay momentos y motivos en los que suplicar de ese modo aún es compatible con los últimos restos de dignidad y orgullo.

—No, no puedo —repitió Martín antes de que él hubiera podido añadir algo—. No tengo ninguna seguridad de que no bajarías corriendo esas escaleras para ir a encerrarte de nuevo en un sitio de ésos con la vana esperanza de ganar para pagarme a mí y pagar esas deudas de que hablas. No te haría ningún favor prestándote el dinero.

—Sabes bien que no sería así. Sabes bien que soy el gerente de la empresa y que nunca en cuarenta años ha habido un solo gasto que no tuviera su factura.

—De acuerdo, de acuerdo. Un hombre íntegro en el trabajo y un desastre en su hogar. No es lo más común, pero no es la primera vez que lo veo. En ese caso, lo más conveniente sería llevarle el dinero a tu mujer para que ella pague esas deudas.

De pronto estaba allí el primer asomo de la ira, sin ningún aviso previo ni señal, como esas nubes negras de verano que parecen materializarse en el profundo azul naciendo de la nada, sin haber pasado antes por las gradaciones de la calima ni por la aparición del viento, para soltar de súbito un rayo y un trueno furiosos cuya simultaneidad indica que ya está encima de la cabeza.

—No. Ella no tiene por qué saber nada de todo esto —replicó, y él mismo fue consciente de cuánto había cambiado el tono de su voz. Por primera vez desde que había llegado a la terraza sentía dentro una fuerza con cuyo uso podría dejar de ser un hombre inofensivo. Su amenaza había hecho engordar aquella bola dura y caliente que le quemaba en la boca del estómago.

—De acuerdo, de acuerdo —concedió Martín—. Un secreto entre hombres. Ocultar que uno va al bingo como otros ocultan que beben o que van de putas. En el fondo, quizá no haya tanta diferencia.

—De putas —repitió, y sólo entonces comprendió que había olvidado la razón que lo había empujado hacia aquella terraza—. Un secreto entre hombres —repitió—. Como ocultar que llevas ese pañuelo en el bolsillo.

Entonces sí consiguió paralizar toda su fuerza e ironía. Lo vio llevarse la mano a la altura de la cadera, como si comprobara que seguía allí guardado; lo vio dudar unos instantes, hasta que de pronto se había recuperado con una sombría concentración de asco y desprecio.

—Ya comprendo. Estabas allí, ¿verdad? Espiando desde tu despacho, con la luz apagada, buscando en la caja esos tres mil euros que necesitas para que dentro de unos minutos, cuando llegues a casa, tu mujer no grite demasiado ni te amenace delante de tus hijas, ¿verdad? No, no hay chantaje. Se acabaron los secretos, vamos a decirlos en voz alta. Yo recogía un pañuelo que Alicia debía de haber perdido, con la intención de devolvérselo mañana, y tú hurgabas en la caja fuerte. Tendrás que explicar con qué intenciones.

Había ido elevando la voz, ya casi gritaba, y parecía que desde allí arriba, desde la terraza, se lo estaba contando no sólo al idiota narcotizado que dormía unos pisos más abajo, sino a toda la ciudad. Luego se calló, esperando su respuesta, seguro de haber eliminado aquella pequeña amenaza de vergüenza que sólo le había afectado unos instantes.

—Tres mil euros. No es mucho dinero. He hecho que la empresa gane mil veces esa cantidad —dijo aún, sin ninguna esperanza, convencido ya de que no recibiría nada, de que nunca había tenido ni tendría la suficiente elocuencia ni carisma ni persuasión para que alguien se detuviera a escucharlo e hiciera por él algo que no había pensado hacer.

—No —repitió Ordiales.

Lo miró conteniendo otra vez el deseo de hacerle daño físico, de ver su sangre y oírlo quejarse, de romperle aquel gesto de no haber tenido nunca relación con la debilidad o el engaño o la infamia. El último sol de la tarde le daba en la mejilla derecha con toda su furia, como si estuviera mordiéndosela, pero supo que sólo era que se había sonrojado por la humillación. Al frotarse la cara se hizo daño, de pronto consciente de que la ira surgida de las pequeñas ofensas cotidianas recibidas desde tiempos que apenas recordaba, desde que era un niño inteligente y tímido y avasallado, se había ido acumulando y reuniendo en sus manos para que utilizara su inagotable y concentrada reserva sólo en ese momento. Ya no veía a Ordiales, sólo se veía a sí mismo pasando desde la quietud y la resignación a un torbellino de locura en el que agarrar, levantar y empujar hacia el vacío eran un mismo movimiento.

Ni siquiera había oído el grito, aunque estaba seguro de que se habría producido. El único que podía haberlo oído en aquel lado del bloque que miraba hacia el campo era Santos. Bajó las escaleras sin hacer ningún ruido, y al llegar al primer piso escuchó. No se oía nada, ni siquiera los ronquidos de antes. Avanzó unos pasos y al asomarse lo vio aún dormido, aunque la mano mutilada ya estaba removiéndose, como si desde su experiencia de dolor ella hubiera captado antes que cualquier sentido la señal de alarma, pero tan débil que no tenía intensidad suficiente para despertarlo de súbito. Salió de allí corriendo, los pies ardiendo dentro de los zapatos, y, mientras caminaba por las primeras calles de la ciudad, con las estrellas poniéndose en marcha en el cielo y algún gallo de los arrabales arrancándose de la garganta las últimas espinas del día, le parecía que le ladraban todos los perros del verano.

Al llegar a su casa se encerró en la ducha, sudoroso y temblando, se lavó a fondo y le dijo a su mujer que al día siguiente pasaría por el banco a sacar dinero. Contra lo que esperaba, ella no indagó más, como si hubiera advertido en su voz una firmeza que no tenía cuando mentía.

Por la mañana fue al trabajo, como todos los días. Sereno, inmutable, mintiendo antes de que los demás le preguntaran y sorprendido de que todos se dejaran engañar tan fácilmente. Luego pasaron los días, el funeral, los interrogatorios de la Guardia Civil, y él fue afirmándose un poco más cada hora en su invulnerabilidad hasta que una tarde vio al detective husmeando por las obras con gesto furtivo y alzando la cabeza en cuanto detectaba la mínima ráfaga de olor a pintura. Recordó a Santos. Puede que no fuera tan inocuo. Cabía la posibilidad de que aquel ser a quien todos consideraban reducido a la elemental simplicidad de un anélido —boca, tripa y ano— tuviera la suficiente lucidez para haberse levantado por los ruidos y, al asomarse a la ventana, lo hubiera visto alejándose de la obra. Entonces pensó que a quien mata una vez le resulta muy fácil seguir matando.

Creyó que con esa segunda vez había acabado todo. Pero no fue así, claro. Todo volvía a empezar, pero él estaba ahora más cansado.

La chapa azul con su peculiar forma de triángulo. La llevaba en el bolsillo —la había visto al sacar las llaves— cuando abrió la puerta del chalet a primera hora de aquella tarde, cuando estuvo preparando todo el escenario —la pintura y el disolvente, la depuradora en marcha para subrayar la tentación, la plancha de corcho donde tumbarse a dormir— con el mismo esmero con que un decorador cuidaría todos los detalles la noche de estreno, pero al mismo tiempo con la misma precaución para ocultar las poleas, cables y bastidores que lo movían. Lo más probable era que la hubiera perdido en el chalet, en esa primera visita, al agacharse varias veces, o en la segunda, en los minutos finales de ejecución. Luego la había buscado por la piscina y el césped, apurando el tiempo y el peligro con Santos ya flotando en el agua, pero al no hallarla se dijo que, si no estaba allí, se le habría caído por la calle durante el trayecto, o en la obra adonde había ido entretanto, o en la oficina, como a Alicia se le había caído el pañuelo, en cuyo caso terminarían devolviéndosela si algún empleado la encontraba y reconocía el nombre de Job.

Pero también aquellos días habían pasado y nadie trajo nada, así que terminó creyendo que la placa ya estaría en el basurero municipal, o entre las canicas y pequeños objetos de algún niño del barrio. Hasta que de nuevo pudo comprobar que la realidad es indomable y que volvía a insistir en su desafío en cuanto su inquietud se atemperaba.

No había vuelto a fijarse en ningún perro, porque buscar otro le hubiera parecido una traición para el viejo y entrañable Job. Sin embargo, cuando la tarde anterior iba al trabajo vio a una chica paseando a un teckel. Le extrañó, porque los jóvenes solían preferir aquellas razas agresivas de rotwailers y pitbulls y bulldogs y dogos que tanto se les parecían. Era tan similar a Job que por un instante creyó que era él, que el hombre que contrató para matarlo lo había engañado. El perro también se quedó mirándolo y se detuvo cuando se cruzaron, como si adivinara en él algún vínculo familiar. No se resistió a agacharse y hacerle una caricia.

—¿Es tuyo? —le preguntó a la chica.

—No. Es de mis abuelos, pero algunas veces lo saco a pasear.

—¿Cómo se llama?

Barry.

Al acariciarle el cuello vio la chapa, y ésa fue su segunda sorpresa, porque ahora a casi todos los perros les implantaban un chip en la oreja donde iban grabados todos sus datos.

—¿Verde? —le preguntó, extrañado.

—¿Verde?

—La chapa de identificación. ¿No es azul?

—Las he visto de tres colores diferentes: verde, azul y amarillo. ¿Qué importancia tiene?

—Ninguna, ninguna —dijo, con un temblor tan súbito que el perrito retrocedió asustado a protegerse entre los pies de la chica.

En ese momento intuyó adonde había ido a parar y por qué no la vio cuando la buscaba por todo el chalet. Recordó la fuerza de la corriente, la trampilla engullendo todo lo que flotara en el agua azul. Claro que no estaba seguro, pero, según se había movido, era la posibilidad más lógica y tenía que eliminarla. Sin embargo, no podría entrar allí libremente, porque seguía precintado y, sin duda, tendría algún tipo de vigilancia.

Al llegar a la oficina se encontró con una nota de Miranda en su mesa: habían llamado de la Guardia Civil para informar de que volverían a llenar la piscina y la dejarían como estaba, pues iban a despejar el chalet. Lo habían registrado todo y ya no tenía ningún sentido mantenerlo cerrado.

Eso lo obligaba a anticiparse a todos ellos, porque no podía esperar a que pusieran en marcha la depuradora. Ante aquel aviso se sentía como el ciervo que oye los primeros disparos del otoño y sabe entonces que la cacería ha comenzado. Aunque terminara exhausto, tenía que levantarse de nuevo de la hierba y ser muy rápido en borrar sus huellas y esconderse en el interior del bosque. Es cierto que hubo un momento en que consideró la posibilidad de algo extraño y peligroso en la repentina decisión del teniente, pero hizo caso omiso diciéndose que, al analizarlo, lo natural del peligro es la exageración. Nadie saldría de casa durante el día ni nadie dormiría tranquilo durante la noche si no apartara a un lado los avisos del miedo. Aún conservaba la copia que había sacado de las llaves y ahora iba a utilizarla.

Al salir a la calle de nuevo lo sorprendió el calor asfixiante. No podía existir un mejor momento y un día mejor para caminar por Breda. A las cuatro de la tarde, detrás de cada ventana, todos descansaban con el aire acondicionado puesto o se refugiaban en las sombras. El cielo flameaba y parecía que todo iba a volverse transparente. Las calles olían a caucho y a cadáveres y tenían esa imagen desierta, blanquecina y sobreexpuesta a la luz que parece más propia del sueño que de la realidad. Mientras avanzaba bajo una fila de altos plátanos que soportaban sedientos el paso del verano, de uno de ellos cayó a sus pies, con un pequeño ruido sordo, un pájaro abrasado incapaz de resistir el bochorno. Miró hacia arriba: no sólo las hojas estaban abarquilladas por el calor, como si la propia savia se negara a abandonar la frescura del subsuelo para ascender hasta ellas: también las aristas de los edificios se ondulaban y el asfalto parecía combarse con un reverbero de espejismo. Un chico que pasó a su lado —el único transeúnte en las calles desiertas, como si la llegada de la peste o la amenaza de algo químico o nuclear hubiera vaciado la ciudad— se detuvo un momento a encender un cigarrillo. El aire ardía y su temperatura era tan similar a la del fuego que apenas se veía la llama del mechero.

En la puerta del muro ya no estaba el precinto de la Guardia Civil. Introdujo la llave y abrió, temiendo que los goznes hicieran algún ruido, pero parecía que los hubieran engrasado. La cerró y apoyó un momento la espalda en ella, observando la soledad interior de la casa, la valla pintada a medias, el césped que comenzaba a agostarse y la piscina doblemente vacía. Se limpió el sudor con el pañuelo. No tardaría mucho. Cuando saliera de allí, podría organizar definitivamente su desdicha de un modo que la hiciera soportable, sentarse a descansar y a envejecer despacio.

* * *

Por los resquicios de la persiana vio cómo se abría la puerta, cómo entraba y apoyaba la espalda en ella, como si hubiera venido corriendo con todo aquel calor y necesitara recuperar el aliento. Desde fuera, Muriel no podía verlo en la oscuridad interior, pero él sí podía seguir todos sus movimientos, primero por la ventana y, cuando avanzara, por la puerta que daba al patio y a la piscina. Sabía que Gallardo y sus dos ayudantes estaban escuchando la señal de su teléfono móvil en la furgoneta aparcada al otro lado del muro, desde donde impedir la huida o aparecer rápidamente si surgía algún problema.

Pero Cupido estaba seguro de que no sería necesario. Creía conocer a ese tipo de gentes que, a pesar de la agresión o el delito que hayan cometido, llevan asumido de forma indeleble su destino de víctimas. Sólo había que lanzarles unas pocas palabras de acusación para que comprendieran que todo su artificio se había derrumbado y que no se puede engañar al futuro si no se cuenta con algo menos frágil que una coartada. Quizás incluso esperaran alcanzar algún tipo de paz al dejar de mentir.

Muriel llegó a la caseta de la depuradora, abrió la puerta metálica y no tuvo que agacharse para entrar. Sólo entonces Cupido salió de la casa y avanzó aquellos metros a través del césped tan seco que crujía bajo sus pies. Al ocupar el hueco de la puerta, su figura hizo disminuir la luz de la caseta que ahora le pareció más pequeña, no mucho mayor de la que necesitaría un perro, y esa señal le hizo volverse bruscamente, en las manos la cubeta del filtro, los ojos muy abiertos por el miedo o por la oscuridad de dentro.

—Busca esto, ¿verdad? —le dijo, y le enseñó en la mano abierta la placa cuyo color tanto se parecía al del gresite azul de la piscina.

—¿Dónde la ha encontrado? —preguntó, casi sin sorpresa ni malestar ni vehemencia, sin necesidad de comprobar que era el nombre de Job el que estaba grabado junto a su número de teléfono, como si desde aquel atardecer en la terraza del bloque hubiera sabido que al final ocurriría eso, ese gesto, un hombre alto mostrándole en la palma de la mano la prueba irrefutable de la culpa.

—Ahí, donde la está buscando.

—Eso quiere decir que estaba esperándome.

—Sí —dijo Cupido. Aunque ignoraba los motivos por los que Muriel había cometido el primer crimen, ahora apenas sentía curiosidad por hurgar en ellos. Al contrario, tenía unas ganas intensas de que llegara Gallardo para hacerse cargo de todo. No le gustaba aquella situación en que ejercía al mismo tiempo los papeles de guardia, de detective, de fiscal y de juez ante un hombre en cuyo corazón casi podía oír destilar las gotas del miedo.

—¿Y el teniente?

—También. Viene ahí detrás.

—Supongo que entonces todo ha terminado. Supongo que usted no es de los que tienen un precio. ¿Me equivoco? —dijo en un último intento de defensa, expresado sin convicción ni esperanza, sólo como si se sintiera obligado a intentarlo.

—No —dijo Cupido—. No se equivoca.

—Todo ha terminado —repitió.

Avanzó hacia la puerta, y Cupido se apartó para dejar que saliera, dócil y desesperado, con los ojos todavía muy abiertos, sin deslumbrarse, como si también afuera estuviera muy oscuro para él, bajo aquel sol intenso que al alancear su calvicie hacía destacar sus irregularidades. Detrás se oían los pasos del teniente.