—De modo que Santos estaba en el edificio cuando mataron a Ordiales —dijo el teniente. Lo había citado a las nueve de la mañana y apenas se detuvo a saludarlo antes de comenzar a preguntar.
—Sí.
—Y tú crees que lo mataron porque podría haber visto algo.
—Eso creo.
—Y tu misterioso cliente, para saber todo eso, también estaba rondando por allí.
—Sí.
—Por tanto, aquel atardecer, el edificio en obras estaba más concurrido que el día de la entrega de llaves —levantó el puño y fue abriendo los dedos según contaba—: Ordiales, Santos, tu cliente y una cuarta persona que, si te creyera, sería la culpable de las dos muertes.
—Sí —repitió Cupido, paciente y testarudo, dando tiempo a que se calmara la ardorosa ironía de Gallardo.
El teniente se quedó en silencio, pensativo, una mano peinando repetidamente hacia atrás los pocos cabellos que le quedaban en lo alto de la cabeza, cuando hubiera sido suficiente un único movimiento.
—Estoy intentando comprender con qué intenciones contrata a un detective privado una persona a quien nadie acusa de nada y, además, no parece tener ningún interés familiar o afectivo en saber quién mató a Ordiales. A menos que nosotros seamos tan torpes que no hayamos descubierto lo mucho que alguien quería a un constructor a quien todos los demás parecían odiar o temer. Lo pienso y sólo encuentro una razón: tu cliente es el único que queda con vida, exceptuando al culpable, claro, de los que estaban en el edificio aquella tarde y tiene pánico a que le ocurra lo mismo que a Ordiales y a Santos. Pero entonces hay algo que no encaja: si en efecto tiene miedo y es inocente, ¿por qué no acude a nosotros? Siempre podremos protegerlo mejor que tú. Tú no eres un guardaespaldas. Y con nosotros nadie le tocaría ni un pelo de la ropa.
—No es todo tan sencillo —dijo Cupido.
—Claro que no. La única respuesta que se me ocurre es que tiene algo que ocultar. Que, de algún modo, él también está implicado, al menos en la primera muerte, cuando te contrató.
—No. Puedo asegurarle que no.
—Entonces, ¿por qué no nos dices quién es para que podamos hablar con él? Sin apremios, sin amenazas.
—No —repitió Cupido. Sabía que es inevitable la coacción que surge cuando se cita a alguien en un cuartel con un papel timbrado con el haz, la espada y la corona y se le deja esperando un par de horas en una habitación vacía. Pero además estaba su palabra—. Sería en vano. No podría aportarle nada útil que yo no le haya dicho. Usted sabe bien que en alguna ocasión anterior hemos pactado. Información por información, favor por favor. Pero esta vez sencillamente no tengo nada que ofrecer que le sirva de algo.
—Nada que ofrecer que nos sirva —repitió el teniente, despreciativo y casi exasperado. Luego, enseguida, sólo parecía cansado—. De acuerdo. No voy a seguir preguntándole a una mula. Al contrario. Vamos a empujarla con un poco de pienso.
Se levantó, abrió la puerta del despacho y ordenó que viniera alguien. Medio minuto después, la agente que Cupido conocía entró con una carpeta en las manos.
—Vamos a repasar esos informes del laboratorio —dijo el teniente.
Andrea se colocó junto a él, al otro lado de la mesa, abrió la carpeta y extrajo varios folios timbrados.
—No había nada extraño en el agua. Restos insignificantes de ácido úrico, posiblemente porque Santos debió de orinar, antes o en el momento de recibir la descarga eléctrica. El fondo de la piscina estaba un poco sucio, con polvo y tierra precipitada, lo que parece lógico en una obra sin terminar. Pero en lo demás estaba bastante limpia.
—¿Limpia? —preguntó Cupido.
La agente comprobó algo en el informe.
—«Apenas se aprecian otros materiales en suspensión» —leyó.
—Alrededor sí había algo interesante —continuó el teniente—. Quienquiera que arrojara la taladradora al agua estuvo después dando varias vueltas desde la piscina a la entrada de la valla. Las suelas de los zapatos, unos zapatos comunes, que podrían ser de hombre o de mujer, se le habían mojado y dejó las señales de haber pasado alrededor varias veces. Los de análisis piensan que estaba buscando algo.
—¿Algo que había perdido?
—Quizás —dijo el teniente—. Pero parece que no debió encontrarlo, porque no se detiene bruscamente en ningún sitio ni hay esas huellas inconfundibles de cuando alguien se agacha en cuclillas. Nosotros fuimos otra vez a buscar, lo miramos todo de nuevo y vaciamos la piscina filtrando el agua, pero no encontramos nada relevante. Ni un botón, ni una lentilla, ni una llave, ni nada parecido.
—¿Y las coartadas? —insistió, animado por toda la información que le estaban dando.
—Por ahí no se llega a ningún sitio. Todos estaban solos. Todos son gente solitaria. Hay, además, otro detalle.
—¿El pañuelo?
Cupido advirtió cómo Andrea, sorprendida, miraba al teniente, que movió la cabeza sonriendo y levemente irritado.
—No hay muchas cosas que dejes de averiguar, ¿no?
—Me lo contó ella misma.
—Algún día tendrás que explicarme cómo lo haces —dijo, ya sin ironía ni irritación, sólo cordial y apreciativo—. Todo el mundo corriendo detrás de ti para darte la información que nosotros hemos tenido que sacarles con tenazas.
—Yo no lo diría de ese modo. Yo diría que sólo se trata de hacerles en el momento oportuno las preguntas que ellos mismos están deseando contestar.
* * *
No fue esa misma tarde. Tuvieron que pasar veinticuatro horas más para que se produjera la súbita revelación, ese momento de intensa luz en que unas simples palabras hacen que la esfinge que impide el paso en las puertas de Tebas se arroje por el barranco.
Estaba adquiriendo la costumbre de visitar a su madre en días alternos. Comenzaba a familiarizarse con los horarios y las costumbres de la residencia, con los cuidadores y las enfermeras, y esta vez no preguntó por ella. Se limitó a buscarla por el jardín y en la sala de televisión. Al no encontrarla, fue a su habitación, que estaba cerrada, y luego al gimnasio. En un sitio así —pensó, incapaz de desalojar de su cabeza la investigación—, donde no hay fronteras entre los aparatos que causan dolor en la rehabilitación y los que procuran placer en el entrenamiento hacia el esplendor físico, había estado Martín Ordiales unas horas antes de morir. Pero tampoco allí vio a su madre, de modo que preguntó por ella al monitor.
—Esta tarde ha ido a la piscina —le dijo.
—¿A la piscina? —se extrañó. Nunca había visto a su madre bañándose en un lugar público. Le parecía que un bañador sería la última prenda que usara, tan extraña en su armario como una casulla de sacerdote o una chaquetilla de torero. Y no por falta de higiene, simplemente por un exagerado sentido del pudor según el cual el ombligo y los muslos también exigen la mayor ocultación.
—No quería, pero el médico ha logrado convencerla. Le sentará muy bien un poco de ejercicio en el agua templada. No sólo para su pierna.
—¿A la piscina? —repitió, todavía incrédulo.
—Bueno, prácticamente el médico tuvo que llevarla cogida del brazo. Sólo aceptó cuando le encontraron un bañador discreto —dijo, cordial y lleno de buen humor.
—Lo estoy imaginando.
Allí estaba, sumergida hasta las axilas en la zona de no nadadores, con una mano firmemente aferrada al borde, cerca del chorro de agua templada que expulsaba la depuradora. El bañador era de color negro, más antiguo aún de lo que había imaginado, con el escote muy alto y una faldilla que se veía ondular en el agua limpia sobre el fondo de gresite azul. Un modelo que debía de haber sobrevivido en algún armario desde los tiempos en que La Misericordia era un hospital para tuberculosos e indigentes.
—¡Ya ves dónde me han metido! —exclamó al verlo llegar.
—Bueno, dicen que es la mejor terapia para todas las molestias musculares.
—Preferiría que me sacaran de aquí aunque tuviera que soportar algún dolor.
—Ten un poco de paciencia. Ya verás como en unos días no querrás salir —dijo. Se agachó y hundió la mano en el agua, junto al chorro de la depuradora, comprobando su temperatura—. Está templada.
Y fue en ese momento cuando dejó de dar manotazos en la niebla y miró a los ojos de la esfinge y sospechó que podía haber hallado la respuesta. Ese instante de luz que sólo estalla porque previamente todo el pensamiento está en alerta y a todo lo que ocurre alrededor le busca una posible aplicación para resolver el enigma que tiene entre las manos. La gente con quien hablaba, los libros que leía, los objetos que tocaba…, todo era examinado buscando de un modo inconsciente un posible uso, o dato, o casualidad que le ayudara a avanzar en la investigación. Observó la abertura por donde salía el agua con una fuerza inesperada. En el lateral de enfrente, una trampilla volvía a engullirla para hacerla pasar de nuevo por el circuito de limpieza. Recordó las palabras de la agente de la Guardia Civil para referirse al fondo sucio de la piscina del chalet, pero a la ausencia de materia en suspensión. Gallardo no estaba obligado a ser también un experto en piscinas, pero aquella extraña transparencia del agua que habían determinado los técnicos del laboratorio podía deberse a que la depuradora hubiera estado funcionando mientras Santos se bañaba. Se maldijo por haber sido tan torpe, por haberse limitado a analizar lo que había y no haberse preguntado también por aquello que faltaba. Al vaciar la piscina para buscar cualquier pista en el fondo, ¿se les había ocurrido vaciar también los filtros interiores de la máquina? No lo habían mencionado en el informe que le leyeron. La meticulosa «brigada de los sabios» no había venido en esta ocasión desde Madrid a hacer todo aquel trabajo de campo, puesto que el de Ordiales no era un homicidio especialmente horrendo ni había creado alarma social. A ellos no se les hubiera pasado por alto. Pero el teniente y sus dos ayudantes, ¿habían pensado en ese detalle? Y si no lo habían hecho, ¿cabía la posibilidad de que estuviera dentro del circuito de la depuradora aquello que el agresor parecía haber perdido? No era seguro, pero tenía que confiar en esa posibilidad. Observó otra vez el movimiento del agua: cualquier cosa que hubiera caído a la piscina y flotara, en pocos minutos habría sido engullido por la poderosa corriente de depuración.
Llamó a Gallardo desde la misma puerta de La Misericordia, antes de arrancar el coche. No estaba, pero al repetir su nombre e insistir en la urgencia de hablar con él, le dijeron que intentarían localizarlo.
No habían pasado cinco minutos cuando sonó la llamada. Era el teniente.
—¿Ha vuelto a entrar alguien en el chalet? —le preguntó Cupido.
—No. Lo tenemos precintado y con alguna vigilancia. ¿Por qué?
—Cuando vaciaron la piscina, ¿analizaron también la depuradora?
—¿La depuradora?
—Sí.
—Nadie me ha dicho nada. ¿A qué viene ahora todo esto?
Cupido le resumió la posibilidad de encontrar algo.
—No sé cómo te las arreglas para saber siempre una cosa o dos más que nosotros —dijo—. Espérame allí.
Quince minutos después Gallardo abrió la puerta de la alta valla. La casa, ahora sin guardias ni camillas ni ninguna señal de vida, parecía más que vacía: hueca, como si le hubieran extraído algo consustancial a su organismo. Se acercaron a la piscina. En uno de los rincones, y aprovechando la inclinación del terreno, había una pequeña caseta adosada a la pared exterior del vaso. La puerta, de chapa metálica, tenía un simple cerrojo. En el interior, una bombilla iluminaba un cuadro eléctrico de mandos con dos interruptores y un programador temporal de funcionamiento. Los conductos de entrada y expulsión del agua confluían en un depósito con un motor. Abrieron la trampilla y vieron que aún estaba llena de agua. Sin hablar, el teniente enfocó con la linterna, hundió la mano y extrajo una cubeta taladrada, parecida a los escurridores que se usan en las cocinas, a su vez encastrada en un segundo filtro de lona que no dejaba pasar ninguna suciedad. Sacó la cubeta a la luz del sol y observaron su contenido: hojas secas de árboles y hierbas ahora empapadas, insectos muertos, un trozo de corcho blanco y otro de un papel de periódico que no les pareció relevante. Pero, destacando sobre todo lo anónimo y corrupto, una pequeña pieza de plástico con forma de triángulo con los vértices y los lados muy redondeados, de color azul, con un nombre, Job, y un número de teléfono: el equivalente a las viejas chapas que, colgadas al cuello, servían para identificar a los soldados muertos en las guerras, pero ahora utilizadas con los perros para un caso de pérdida o accidente. Gallardo la cogió con una pinza y la guardó en una bolsita de plástico.
—Creo que no será difícil averiguar a quién pertenece Job.
Llamó por el móvil, preguntó por Andrea y Ortega y dictó uno a uno los dígitos del número de teléfono. Luego esperó unos momentos.
—De modo que el número es suyo. Gracias —dijo. Iba a colgar, pero se detuvo, tenso y concentrado. Añadió—: Ahora mismo os vais Andrea y tú a hablar con el portero del edificio donde vive. Si no hay portero, con los vecinos. Con absoluta discreción. Quiero confirmar si tiene o ha tenido un perro llamado Job.
—¿Muriel? —adivinó Cupido cuando colgó, ya sin impaciencia ni alegría, con aquel cansancio que siempre le causaba descubrir el odio en alguien que conocía, con quien había hablado, a quien había mirado a los ojos y estrechado la mano.
—Muriel —dijo el teniente.
Se quedaron mirando la pequeña placa de identificación en la bolsita, la piscina vacía, la verja todavía pintada a medias, como Santos la había dejado. Luego el teléfono vibró en la mano del teniente.
—Sí… ¿Seguro?… Muy bien… No. Esperad ahí.
Dobló la solapa, lo guardó aún pensativo y al fin dijo al detective:
—No es necesario que vayan a preguntar. Andrea recuerda bien que, cuando lo interrogaron en su casa, había un perro pequeño. Recuerda incluso la raza: un teckel. Ha mirado en sus notas. En efecto, se llama Job.
—Ya lo tiene. Con eso hay una base sólida para detenerlo.
—¿Estás seguro? —dudó, pensativo.
—Sí.
—Yo no lo estoy tanto. Hasta a un abogado recién salido de la universidad se le ocurrirían diez razones distintas para justificarlo. Que la había perdido en una visita anterior al chalet o a alguna obra; que Santos, que a menudo barría los escombros, la encontró y la guardaba para devolvérsela; que alguien la puso allí intencionadamente… Incluso podría decir que la perdió cuando él y Pavón se inclinaron para sacar el cadáver de la piscina.
—No. Yo también fui testigo de ese momento. La depuradora no estaba funcionando y no hubiera podido tragar la chapa.
—En todo caso, que estuviera ahí dentro sólo demuestra que cayó con ella en marcha, no que se le cayera a él.
—Hay algo más —replicó Cupido, viendo cómo los hechos se deslizaban suavemente en su cabeza y cada uno encajaba en su sitio—. Sólo Muriel, Pavón o Miranda pueden haber sido los autores de la muerte de Santos.
—¿Por qué?
—Santos vino aquí a pintar contraviniendo las órdenes expresas de Pavón, que le había encargado lavar una pared de ladrillo visto. Como ya no tenía el amparo de Ordiales, no creo que se hubiera atrevido a desobedecer las órdenes del capataz sin que Pavón mismo o alguien de rango superior se lo dijera. Y por encima de Pavón sólo están Muriel y Miranda.
—De acuerdo, de acuerdo. Supongamos que Muriel lo envió aquí. He visto a tipos acusados con pruebas más sólidas que ésta —señaló la placa del perro— salir absueltos de un juicio y antes de llegar a la puerta ya estaban encargando a sus abogados que comenzaran a preparar una querella por difamación contra quienes los habían acusado. No tenemos ninguna prueba de que se le cayera aquella misma tarde.
—Pero eso él no lo sabe —dijo Cupido sin apartar los ojos del teniente, ofreciéndole algo que acaso él también estaba pensando, pero que nunca podría proponer, no tanto por miedo a volver a sufrir aquella antigua sanción por extralimitarse en sus funciones sin un permiso judicial cuanto por su sentido del honor, por la rígida herencia contenida en el uniforme, por su escrupuloso respeto por el reglamento. Por la convicción, en fin, de que hay trampas que ya no pueden hacerse ni incluso para desenmascarar a un homicida.
—¿No lo sabe?
—Si la estuvo buscando sin encontrarla, no sabe en qué sitio cayó, cerca o lejos de las manos de Santos. En cualquier caso, sin duda se arriesgaría por recuperarla.
—De acuerdo, de acuerdo —repitió—. Sé la palabra que define eso que estás sugiriendo.
—No es la palabra engaño. Digamos que sólo es un señuelo.
—¿Un señuelo? Llámalo como quieras. ¿Lo harías tú? —preguntó, la mirada ya sin ninguna ironía, los labios endureciendo la forma de la boca, las cejas levantadas por la tensión provocando unas arrugas en la frente que terminaban bruscamente en lo que diez años antes era el pelo y ahora sólo era una calvicie dura y lustrosa que, sin embargo, no le hacía parecer más viejo.
—Sí. Si no sale bien, no habrá sido otra cosa que una simple conversación privada.
—De acuerdo, de acuerdo —repitió una vez más—. Aunque se haya deshecho de la copia de la llave con la que debió de entrar, aún tienen un juego en la oficina. Si se decide a venir, podrá utilizarla. Pero tú, ¿cómo entrarías?
—Digamos que coincidiré casualmente con ustedes cuando venían hacia acá y que me adelanté unos pasos.
Gallardo miró hacia la caseta, hacia la puerta del chalet y luego otra vez hacia la caseta.
—Espero que todo salga tan bien que nadie tenga que detenerse a pensar en esa coincidencia.
—Entonces, creo que debería llamar a las oficinas de Construcciones Paraíso y decirles que se van a retirar del chalet, pero que antes van a llenar de nuevo la piscina para dejarla como estaba. Y a poner en marcha la depuradora.