Escaleras

Habían pasado varios días y el remordimiento seguía vivo. No tenía dudas de que a Santos lo había matado la misma persona que mató a Ordiales y, si él no hubiera estado buscándolo, tal vez aún viviría. Había sido discreto al rondar por las obras de Construcciones Paraíso, pero no lo suficiente cuando alrededor había alguien más oliendo la sangre. Un perseguidor con una ventaja: sabía quién era Cupido, mientras que el detective no sabía quién era él. Le resultaba insoportable la idea de que por salvar la tranquilidad de un hombre ambiguo que por codicia se había implicado en un proyecto de crimen hubiera provocado de algún modo la muerte de otro, tan inocente como un niño.

Su cliente había ido a verlo y había incrementado su malestar con la explícita exigencia de resultados en la investigación, porque ahora tenía un doble miedo, si es que el miedo podía ser contable. Habían matado a Ordiales y a Santos y nada le garantizaba que él, el tercer visitante del edificio aquella tarde, no tuviera el mismo destino. Cupido había replicado que él no trabajaba como guardaespaldas y, molesto, habría abandonado el caso si no tuviera un inquebrantable respeto por la palabra dada.

No veía el camino para avanzar, todo era dar manotazos a la niebla. Imaginaba al criminal como alguien inteligente, extraño, flexible y fantasmal que iba muy por delante o muy por detrás de quienes lo buscaban, alguien que no participaba ni de su velocidad ni de su itinerario y de quien era casi imposible, por tanto, extraer datos o establecer un perfil aproximado. No lograba comprender su lógica ni arrojarlo del pedestal de enigma y amenaza que tan a menudo tienen los asesinos, aunque supiera que en cuanto lo bajara al suelo de lo racional todo estaría casi resuelto, del mismo modo que los secretos del rayo se desvanecen en cuanto toca tierra. No tenía nada, ni una tesis a la que le faltaran las pruebas, ni una sucesión de fragmentos a la que le faltara el sentido. Nada. No sabía dónde más buscar. Por el entorno de la víctima, prescindía de un móvil de pasión y se centraba en un móvil de dinero: alguien que se creyera desposeído o estafado por Ordiales y buscara justicia o venganza. Pero por qué no al contrario: alguien rico y poderoso y opulento. Algunos de los peores delitos que había visto como detective los había cometido gente que lo tenía todo.

Imaginaba el odio, claro. Sabía que el odio cambia radicalmente al hombre. Sabía que, por odio, todo el mundo puede mudar de ideología, de religión, de amigos, de trabajo. Había oído decir que el amor mueve el mundo tantas veces como había leído que las mejores novelas se hacen con los buenos sentimientos. Pero no estaba seguro ni de una cosa ni de otra. Del mismo modo que la configuración del mundo y sus fronteras se había hecho a fuerza de hierro y sangre de pueblos que agreden contra pueblos que repelen la agresión, también entre las obras literarias que admiraba abundaban títulos e historias inspiradas por el mal y la desdicha: toda la tragedia griega, Shakespeare, Quevedo, La Regenta, los del 27, Faulkner, Onetti y Benet, la Biblia que comienza con un crimen. Incluso en la Divina Comedia los treinta y cuatro primeros capítulos dedicados a describir a los habitantes del Infierno y sus torturas le parecían más brillantes, trascendentes e iluminadores de la condición humana que los dedicados al Purgatorio o los monótonos treinta y tres últimos en que Dante canta la gloria y felicidad del Paraíso. En las obras de su amplia biblioteca podía encontrar un millón de ejemplos y lecciones de odio.

Sin embargo, nada de lo que leía en los libros le servía ahora para avanzar en una investigación que le estaba resultando singularmente incómoda. En ningún momento había llegado ni a apreciar ni a compadecer a su cliente, cuando el aprecio y la compasión eran frutos habituales de su trabajo al lado del herido o del angustiado. Ni siquiera se sentía intrigado por la personalidad de la víctima: un empresario de la construcción rodeado de posibles enemigos. Además, no lograba concentrarse debidamente, porque el accidente de su madre y su voluntario ingreso en La Misericordia también lo impregnaban de remordimiento, invadían todas sus reflexiones y terminaban distorsionando su análisis de los hechos.

Casi nunca le había regalado nada. En sus cumpleaños se limitaba a felicitarla y a comer con ella, porque sabía que ése era el mejor regalo, que no apreciaría demasiado cualquier cosa que le llevara. Educada en la idea espartana de que los objetos se dividen en dos categorías, los necesarios y los superfluos, esos regalos eran gestos vanos para demostrar el cariño si el cariño era tan intenso y evidente que no había que demostrarlo. Pero ahora estaba seguro de que iba a gustarle lo que le llevaba: nada de adornos suntuarios o excéntricos, sólo el pasado de Pedro y Ana y Luis y Ricardo. Había hecho ampliar y enmarcar una pequeña y vieja fotografía donde estaban los cuatro, cuando él era todavía un bebé que asomaba la cabeza calva entre el arrullo que ella sostenía en brazos. Su hermano Luis, su hermano muerto cuando aún no había cumplido cinco años, estaba en pie, agarrado a una mano de su padre y mirando con recelo hacia la cámara, como si el fotógrafo lo asustara. Y por encima ellos dos, de quienes con sólo mirarles el rostro se podría asegurar que eran honestos, como teñidos por el humo de aquellas viejas fotografías en blanco y negro en las que los adultos parecen estar siempre de luto, incluso antes de que haya llegado alguna muerte. Al fondo, la silueta desenfocada del viejo DAF. Aquello era todo lo que más había amado y Cupido pensó que, de algún modo, la foto le recordaría que su paso por la vida no había sido estéril.

Subió al coche y fue hacia allá. La empleada de recepción lo reconoció y lo dejó pasar con un gesto de saludo. Mientras avanzaba por el pasillo —en los laterales los pasamanos para gente cansada— fue fijándose en los detalles que en la visita anterior no había advertido: la entrada se parecía más a la recepción de un moderno hotel que a la de una residencia geriátrica; cualquier mueble era un motivo suficiente para colocar un jarrón con flores; apenas olía a cerrado, ni a medicinas ni a desinfectantes; en las paredes, pintadas de un amarillo muy claro, abundaban los radiadores para combatir el eterno frío interior de la vejez; y, sobre todo, las habitaciones eran individuales, para que nadie molestara al otro con estertores o ronquidos o visitas al váter en medio de la madrugada.

Vio a su madre sentada ante una mesa, hablando con un hombre que parecía otro interno. Su rostro se alegró al verlo y sólo después de besarlo los presentó:

—Mi hijo. Román es un compañero de la residencia.

Cupido le estrechó la mano cálidamente, sin necesidad de fingir el afecto, y cuando después iban caminando hacia su habitación, bromeó, señalando hacia atrás:

—Veo que has tenido éxito enseguida.

—No digas tonterías. ¡Si te oyera tu padre!

—¿Román lleva mucho tiempo aquí?

—Cuatro años. Está muy solo y no tiene a nadie. Le ayudo a que las tardes se le hagan un poco menos solitarias.

Claro que era eso, la compasión y la caridad y otras palabras parecidas que Cupido no dijo. Su madre llevaba unos pocos días en la residencia, apenas podía caminar con el fémur soldándose y ya estaba mirando alrededor sin apenas haberse sentado a descansar. Mujeres rurales de una generación para quienes las palabras cansancio, calor o frío, dolor en los riñones o en las piernas no eran sensaciones físicas, sino la manera más correcta de vivir. Mujeres para quienes el descanso o las vacaciones eran algo tan ajeno como las hadas o el yoga. Mujeres a quienes se les negó la oportunidad de saber de otra cosa que no fuera trabajo o familia, que soportaban el peso de la casa en sus espaldas sin quejarse y nadie sabía nunca si algo les dolía, que se dejaban las uñas golpeando la suciedad de las ropas de familias inmensas contra las piedras heladas del Lebrón, que usaban vestidos remendados sobre la tibia carne maternal, que comían de pie los restos que dejaban los hijos o el marido, que eran las primeras en levantarse y las últimas en llegar a la cama y después de haber hecho todo eso aún tenían fuerzas para seguir dando amor.

Cupido recordó con una sorprendente precisión de imágenes algunas tardes muy lejanas en que lo había llevado con ella, cuando iba a lavar al río. Cada vez con más frecuencia le ocurría eso: sentirse orgulloso de cosas —la dura austeridad rural, los modos de hablar o de vestir, alguna costumbre arcaica— que antaño, cuando era adolescente, ocultaba. Aquellas tardes su madre cargaba la ropa sucia, la tabla y la rodillera en un pequeño burro que le dejaban los vecinos y a él lo subía encima de todo, en lo alto de la carga. Así, se dirigían hacia una zona del Lebrón donde siempre había un grupo de mujeres lavando, algunas con niños. Le decía: «No te alejes de mí y no te acerques al agua, quiero que estés donde yo pueda verte», porque poco tiempo antes había muerto ahogado el hijo de una de las lavanderas. Enjabonaba las sábanas, las toallas, toda la ropa que usaban y los monos de trabajo de su padre, a menudo manchados con la grasa del camión, y lo tendía todo al sol para que sus rayos y el jabón hicieran la mitad del trabajo. «Vente ahora conmigo, que voy a solear». Esa palabra tan hermosa decía, solear, y extendía las sábanas y las camisas empapadas con jabón encima de los juncos, o del césped, o de algunas rocas muy limpias, y las dejaba al sol un tiempo mientras los dos comían los embutidos o los huevos duros. Luego se levantaba con esfuerzo, sin hacer caso del dolor de la columna vertebral donde comenzaba a amontonársele una colección de hernias de disco, las recogía, se arrodillaba de nuevo y las aclaraba en la corriente limpísima del Lebrón. Regresaban a casa al atardecer, él montado en el burro y ella caminando delante, la ropa ya limpia en los cestos, sin mostrar un solo gesto de cansancio o de dolor en las rodillas o en las manos desolladas por el agua fría y la cáustica eficacia del jabón artesano.

¡Si pudiera rebobinar el tiempo una sola vez para bajarse de la montura y decirle «Sube tú, que estarás muy cansada, a mí me apetece ir andando», una sola vez para mostrarle todo el cariño que sentía por ella y nunca le decía, aunque supiera que ella le habría dado un beso y un abrazo fuerte y no lo habría permitido!

—Déjame abrir el regalo —dijo al llegar a la habitación.

Los cuatro rostros aparecieron tras el cristal que protegía la fotografía, dos de ellos rescatados de la muerte, mirándola desde cuarenta años atrás hasta que consiguieron humedecer sus ojos. Besó la fotografía y la colocó encima de la cómoda.

—¡Cuánto te hubiera gustado que viviera tu hermano! —exclamó enfocando la mirada en el niño que cogía la mano del padre.

—Sí.

—Os hubierais llevado muy bien. Con cuatro años y ya era todo lo charlatán que tú no has sido nunca. Podías estar hablando con él horas enteras —dijo, recordando—. Una vez nos asustó mucho. Creo que ya te lo he contado.

—Pero no me acuerdo bien de cómo fue —mintió.

—Se nos perdió, el muy granuja. Estaba jugando en la puerta de casa mientras yo despedía a tu padre, que se iba de viaje, y de pronto desapareció. Lo busqué por todos los sitios, con los vecinos ayudándome por las calles y los alrededores. Algunos habían comenzado a mirar en los pozos. ¿Sabes dónde estaba?

—En el camión.

—En el remolque del camión. Se había quedado dormido entre unos sacos de pienso que tu padre tenía que llevar a Portugal. Lo encontraron al pasar la frontera y a punto estuvo de meterlo en un lío. Nadie podía entender cómo había logrado trepar hasta allí arriba él solo. No había nada en el mundo que le gustara más que subir al camión y ver que se movía.

Cupido sonrió, pensando que, a partir de ahora, ése era el tipo de conversaciones que iba a tener con ella: recuerdos, recuerdos, recuerdos. Con la vida cotidiana sometida a control sanitario y evitadas las sorpresas, y con un cerebro lúcido y limpio de cicatrices, el pasado se convertiría en su principal alimento. Él no tendría que hacer ningún esfuerzo para acompañarla. Se encontraba bien a su lado, la sangre circulaba en paz por sus venas y en un momento había sentido deseos de decirle: «Cuéntame más cosas de cuando era niño, del hermano que no conocí y me hubiera gustado conocer, de mi padre que murió tan pronto».

—Tú, en cambio, siempre fuiste más tranquilo. Un niño a quien le gustaba escuchar las conversaciones de los mayores. Él era más simpático, pero tú eras más guapo. Todas las mujeres querían tenerte en sus brazos.

Sabía dónde terminaría aquella conversación. Había amado a un buen número de mujeres, y algunas habían sido de las más hermosas de Breda, pero sólo una de ellas le había hecho llorar. Ahora tenía más de cuarenta años y seguía solo, porque había aprendido de un modo definitivo que ningún hombre ni mujer se enamora verdaderamente dos veces en su vida. El amor absoluto, pasional, el que da la felicidad o la desdicha, no admite la repetición. Estalla una sola vez y en ese intenso estallido se abrasa, se consume alguna parte del corazón que nunca podrá volver a ser incendiada. De modo que cambió el rumbo de sus palabras:

—Cuando llegué hoy, no estabas en rehabilitación.

—No. El médico dice que estoy mejor. Me ha pasado al turno de mañana. Yo también lo prefiero.

Luego ambos se quedaron en silencio, disfrutando de unos minutos de sosiego, sin ninguna necesidad de hablar. Cuando se levantó para irse, ella dijo:

—Ayer vino a visitarme ese amigo tuyo. Me preguntó por ti.

—¿Quién?

—Ese a quien llaman Alkalino. No sé por qué no lo llamáis por su nombre verdadero. Hasta yo lo he olvidado.

El detective sonrió otra vez, comprobando que algunas cosas no habían cambiado. A ella nunca le había parecido bien su amistad con alguien que no tenía casa propia, ni mujer, ni un trabajo fijo y de quien se decía que bebía en exceso. El Alkalino lo sabía y, sin embargo, había venido a visitarla, aunque tal vez, pensó, hubiera algún motivo más. En cualquier caso, tendría que darle las gracias. También por detalles así lo apreciaba.

Salió y se dirigió al Casino. Allí estaba, sentado en una de las viejas mesas de alabastro, jugando al dominó con varios jubilados. El Alkalino también lo vio, terminó la partida y recogió un puñado de monedas antes de acercarse a él.

—¿Querías verme? —le preguntó Cupido.

—Sí.

—Ya me extrañaba a mí que te dedicaras a visitar a ancianas por puro altruismo —le dijo, entrando en el terreno de la ironía que al Alkalino tanto le agradaba.

—Estás equivocado. Mira —señaló alrededor—. La mayoría de ellos son viejos y es la gente con quien mejor me entiendo. Mejor aún que contigo. Tienen mucho que contar y hay muy pocos dispuestos a escucharlos. Ahora, para hacerte oír y triunfar, hay que ser joven, urbano y tecnológico, sea en películas, en novelas o en la realidad. Todo lo viejo, rural o manual está desprestigiado. Y yo ya soy demasiado mayor para ponerme a aprender el manejo de tantas máquinas. De modo que aquí me encuentro bien. Sé que tu madre nunca tuvo una gran opinión de mí, pero seguro que cambiará en cuanto la haya visitado dos o tres veces más. Sólo tengo que preguntarle cómo eras de pequeño.

—¿Se lo preguntaste ayer?

—Sí. Me dijo que eras el niño más guapo, más inteligente y más cariñoso de toda Breda. Es una pena que con tantas cualidades sólo hayas llegado a ser un vulgar detective.

Cupido no pudo evitar reírse abiertamente.

—¿Te has enterado ya? —le preguntó, de pronto serio.

—¿De qué?

—De los despidos.

—¿En Construcciones Paraíso? —adivinó.

—En Construcciones Paraíso. Se están poniendo nerviosos. Al parecer, en los últimos días se les ha frustrado un buen número de los precontratos de ventas. Anoche hablé aquí con el padre de uno de los albañiles despedidos. Un treinta por ciento de la plantilla ya no seguirá el próximo mes.

—Tenía que llegar. No es un buen momento para la empresa. Y sin Ordiales. Aunque supongo que terminarán remontando.

—Yo no estoy tan seguro. ¿Quieres saber otro detalle?

—Claro.

—La aparejadora. También fuera. Y no por despido. Se ha ido ella tras una discusión con el encargado de obras. Se dice que a causa de uno de los obreros por el que ella siente cierta debilidad.

Cupido recordó la discusión de aquella tarde entre Pavón y Alicia. No dudaba de la veracidad de lo que el Alkalino le decía. Nada se comentaba en el Casino de lo que él no se enterara, y muy pocas cosas ocurrían en Breda que no se comentaran en el Casino. En ese aspecto, sus crónicas eran muy útiles. Lo discutible eran sus interpretaciones posteriores.

—No irías muy lejos si yo no te señalara el camino con la linterna —presumió.

—Tú tienes las mejores fuentes de información —dijo señalando alrededor—. Y te llevas bien con todos ellos.

—Cierto. Esta ciudad está llena de detectives aficionados ansiosos de revelarte sus teorías. Lo que no pueden perdonar es que uno de ellos haga de eso una profesión.

—¿Cómo puedo localizar a la aparejadora? —cambió el tema.

—Espera —dijo. Pareció coger fuerzas con un trago y se dirigió a uno de los grupos de ancianos. Estuvo unos minutos hablando con ellos, volvió a la barra a pedir la guía de teléfonos y de nuevo fue a la mesa. Cuando regresó junto a Cupido traía una servilleta de papel con un nombre, una dirección y un número de teléfono—. Aquí la tienes.

* * *

Fue fácil encontrar su casa, un piso en un bloque en cuyo frontal superior figuraba en grandes letras de fábrica la leyenda Construcciones Paraíso.

A Cupido le gustaba hablar con los implicados en una investigación en su propio hogar, consciente de que en la intimidad se relajaban, se sentían menos alerta y daban de sí mismos una imagen distinta que completaba la ofrecida en un lugar público. Incluso aquellos que fuera parecían estar en pie de guerra, en su hogar mostraban de algún modo la amabilidad del anfitrión.

Alicia lo invitó a pasar sin desconfianza, sin preguntarle para qué quería hablar de nuevo con ella. Mientras preparaba en la cocina el café que le había ofrecido, observó el piso. Una decoración sencilla, más limpia que ordenada, y una disposición práctica y cómoda de los muebles. Una casa de quien no se preocupa demasiado de su aspecto o tamaño, porque en el trabajo diario ya tiene suficientes de esas preocupaciones. Sólo algunas macetas cuyas flores ponían pompas de color sobre el fondo de paredes blancas. No parecía una mujer que se adornara con su hogar ni que se escondiera tras él como tras una barricada. Daba la sensación de que, en caso necesario, no le sería muy dificultosa una mudanza.

—No creo que pueda contarle mucho más que cuando trabajaba en la empresa —dijo sirviéndole el café.

—¿Por qué la han despedido?

—¿Despedido? No. Me he ido yo. Me han dado la indemnización del convenio sindical y se acabó todo.

—¿Pero por qué?

—En primer lugar, porque todo es muy confuso allí desde la muerte de Martín. Será necesaria gente nueva para una nueva forma de gestionar la empresa. Miranda está cambiando muchas cosas.

—¿Y en segundo lugar?

—En segundo lugar, por una discusión con el encargado de obras, con Pavón. Usted ya asistió a otra —recordó.

—Sí.

—No me considero una persona a quien le guste mandar. Al contrario. Pero tampoco puedo aceptar que alguien que en teoría está por debajo de mí me desdiga permanentemente en público y haga lo contrario de lo que yo decido. Desde que no está Martín le conceden demasiado poder. O se lo toma él —matizó—. En una situación así, hay que elegir. Y los dueños de la empresa lo eligieron a él. Supongo que yo soy más fácil de sustituir. Sin Martín, Pavón es imprescindible en el trabajo a pie de obra y en los inevitables roces que surgen con los empleados. Así de sencillo.

—Pero todo eso no parecen motivos suficientes para abandonar un trabajo. A menos que se pueda encontrar fácilmente otro —replicó.

—Creo que no tendré dificultades en encontrar otro. Pero es cierto lo que dice. Había un motivo más —añadió con una voz teñida de una suave tristeza, aunque estuviera sonriendo. Como sonreiría alguien que sabe que nunca tuvo suerte y una vez más comprueba que no se halla ni en el lugar ni en el momento adecuados.

—Un motivo más.

—En la lista de despedidos había alguien de quien no quiero alejarme. Usted lo conoce: el muchacho por el que se originó la discusión aquella tarde en Maltravieso. Les pedí que a él lo mantuvieran en plantilla, pero no aceptaron. Entonces ya no tuve ninguna duda de mi poca importancia en la empresa.

—¿Por qué mataron a Ordiales? —preguntó Cupido. La aparejadora era la única persona de su entorno a quien no le había hecho esa pregunta.

—Martín —dijo, emitiendo un pequeño suspiro, como si sintiera algún tipo de alivio al escucharla por fin—. Muchas tardes estuvo sentado ahí, donde está usted ahora. Ya he oído a todos repetir una y otra vez que su muerte es incomprensible, que tuvo que producirse un accidente, o intervenir alguien ajeno a su mundo. Pero todos mienten. Martín estaba rodeado de enemigos. Yo misma me había convertido en uno de ellos.

—¿Por qué?

—¿Usted también sabe lo de mi pañuelo?

—No —dijo. Siempre eludía dar la impresión de ser el detective listo que conoce de su interlocutor más datos que él mismo—. No sé nada de eso.

—No importa que se lo diga. Pronto terminará sabiéndolo todo el mundo —su voz ahora parecía venir de mucho más lejos de donde estaba—. La tarde en que lo mataron, Martín llevaba en su bolsillo un pañuelo mío que yo creía haber perdido. Debió de cogerlo él.

—¿Por qué? —repitió.

—Estaba enamorado de mí.

El detective asintió varias veces, sin dejar de mirarla. Allí, en su casa, veía con nitidez lo que el ruido de las obras o la intensa actividad en las oficinas de la empresa sólo le habían dejado vislumbrar. Alicia tenía ese tipo de belleza sencilla a la que el lujo parece estorbar, ese atractivo que se aprecia mejor en la distancia corta y que se consolida con los zapatos sin tacón, la camiseta de tirantes y el pelo recogido y corto y sólo admite un poco de carmín en los labios y unas gotas de algún perfume fresco y apenas sofisticado. No era extraño que Ordiales se hubiera enamorado de ella.

—¿Y usted?

—¿Yo?

—¿También lo quería? —insistió.

Cupido atribuía una buena parte del éxito en su trabajo a la elección de unas preguntas que nunca se restringían a las coartadas y a la selección del mejor momento para hacerlas. Pero ahora, él —que en las investigaciones no creía ni en la intuición ni en el azar— reconocía que en esta ocasión era la fortuna la que había intervenido en el retraso y le había hecho llegar junto a ella en el momento adecuado para recibir las mejores respuestas.

—No, ya no. Quizá llegué a quererlo durante algún tiempo, al principio. Pero sé que nunca fue algo intenso. Quiero decir que él era el jefe, un jefe brillante, decidido, tenaz, inteligente, y yo una simple empleada recién llegada a la empresa. No una de esas secretarias ingenuas y rendidas de admiración, pero sí una empleada. Estuvimos juntos casi un año. Alguna vez hicimos algún viaje, pero casi siempre nos encontrábamos aquí, sólo cuando ambos lo queríamos y estábamos seguros de que nadie podría enterarse. No resultaba difícil: los dos vivíamos solos y no teníamos a nadie a quien mentir.

—Pero entonces, ¿por qué el secreto?

—¿Por qué no? Al menos, hasta que estuviéramos seguros de que funcionaba. ¿Por qué difundir que nos acostábamos juntos? Les hubiéramos quitado a los habitantes de esta ciudad su diversión favorita.

Cupido sonrió hasta que ella añadió de pronto:

—Así era todo hasta que Lázaro llegó a la empresa.

—¿Lázaro? ¿El muchacho de…?

—Sí. ¿Usted vive con una mujer?

Cupido se irguió un poco desconcertado por aquel brusco giro en la conversación.

—No. Vivo solo.

—Pero supongo que sabe lo que es eso. Conocer a alguien un día y de repente sentir por él… —dudó en ser más explícita—. Como si te manchara cualquier otro hombre que te tocara. Aunque aún ni siquiera sepas si se va a preocupar por ti ese por quien tú tanto te preocupas.

—Creo que la entiendo —dijo el detective—. Algo así como estar viendo a ambos y decirse: «Este es el hombre con quien vivo y aquél es el hombre con quien viviría».

—Algo así. Lo ha expresado muy bien. Pero después de decirse esas palabras es difícil seguir con la primera relación cuando ya no hay nada que te ate. Entiendo que alguien pueda resignarse por sus hijos o por… En realidad, no encuentro otras razones que los hijos para ese tipo de sacrificio.

—No creo que haya ninguna más.

—Entonces le dije a Martín que no podíamos seguir juntos.

—¿Lo aceptó?

—No. No al principio. Martín era de esos hombres que tienden a adueñarse en exclusiva de lo que aman. Y no por celos, ni codicia, ni egoísmo, ni afán de poder, porque podía ser muy generoso y dar más de lo que recibía, sino de una forma… natural. Ese tipo de hombres que creen que a los demás les gusta lo que a ellos les gusta. Por eso no entendía el motivo de la ruptura, y cuando al fin le hablé de Lázaro…

—¿Sí?

—Se enfadó mucho. Amenazó no sólo con despedirlo, sino con hacer que no encontrara trabajo en toda la ciudad. De un día a otro pasaba de la ira al ruego. Era como si de pronto me valorara en más de lo que nunca antes me había valorado. Al final no terminamos bien y, si no hubiera muerto, sé que habría terminado por hacerme daño de algún modo cuando asumiera definitivamente que no había vuelta atrás. En ese sentido, Martín era mi enemigo. Ya ve que también yo tenía razones para haberlo empujado desde la terraza.

—Y ahora, ¿está con ese muchacho?

—Sí.

Su sonrisa tardó en desvanecerse de su rostro, se aferraba a él como si estuviera recordando algo agradable. Si al inicio de la conversación Cupido casi había creído que era una más de esas mujeres inteligentes, hermosas y desdichadas que van a dar con el hombre menos apropiado cuando a su alrededor hay cien mil esperando una sola palabra suya para comenzar a hacerlas felices, ahora esa idea había desaparecido por completo. Pensó que era una mujer en buena armonía con el sexo. Observó sus manos, de uñas cortas y limpias, un poco anchas, pero femeninas, y adivinó que acariciaban y eran acariciadas. Una mujer llena de satisfacción y de un poco de ese asombro con que la rosa contempla su propio esplendor.

Con aquella entrevista por fin se había acercado al corazón de Ordiales, lo conocía mejor, pero de momento todo eso no aportaba nada especial a su investigación. Era otro pensamiento el que de repente lo inquietaba: no era la primera vez que alguien hacía recaer sobre sí las sospechas más explícitas para de ese modo inducir a creer en su inocencia.

Si, a pesar de todo, Alicia hubiera empujado a Ordiales al vacío —y ella sí podría haberse acercado a él y suplir la menor fuerza con la confianza—, el hecho de encontrar su pañuelo en la chaqueta de la víctima hacía pensar en su inmediata inocencia, puesto que podría haberlo cogido antes o después de modo que nadie la relacionara con él. Aunque también, claro, existía la posibilidad de que ni ella misma supiera que Ordiales guardaba su pañuelo. Tampoco a ella podía descartarla.

—Una última pregunta.

—Claro.

—¿Envió alguien a Santos a pintar la verja de la piscina del chalet o fue él hasta allí por propia iniciativa?

—Alguien debió de enviarlo.

—¿Por qué?

—Porque esa tarde yo oí cómo Pavón le ordenaba que lavara una pared de ladrillo visto. Y, desde que no está Martín, incluso Santos sabe que el encargado es quien manda en el trabajo. Sin otra indicación, él solo no se hubiera atrevido a desobedecerlo.