Quizás incluso estuviera convencida de que se había acostado con ella porque lo había deslumbrado con su inteligencia y atractivo. ¡La muy zorra! ¡Como si él no supiera que todo lo que poseía era herencia del viejo Paraíso y que, por otro lado, la mayor parte del cuerpo que le mostraba era fruto de la cirugía, con tanta más ostentación cuanto más profunda había sido la incisión del bisturí! «La miras y no puedes dejar de pensar en la palabra corsetería; o, mejor, en su ausencia, porque seguro que va sin bragas a más de una de esas reuniones que creen tan importantes», susurró. Pero si adularla y darle un poco de placer era el precio que tenía que pagar para adjudicarse el contrato de los sistemas de alarma, estaba dispuesto a arrodillarse desnudo ante ella con tal de conseguirlo. Luego los mandaría a todos a paseo con sus buhardillas y sus ínfulas decorativas, y él organizaría su vida de modo que nunca volviera a atraparlo el fracaso. Después de que el lujo y la presunción y la falta de cálculo lo hubieran llevado a la ruina, había descubierto que en realidad el hombre sólo necesita tres cosas básicas para vivir: alimentos, una casa donde limpiarse y descansar y no morirse de frío, y un poco de sexo.
En su renovada empresa ya había comenzado a recibir otra vez algunos encargos, casi todos de gente que vivía en chalets o en unifamiliares del extrarradio. Vivir independiente está muy bien, pero algo empieza entonces a ocurrir con el miedo a los robos y asaltos y a la galopante delincuencia, y hay que pedir ayuda. Bien, ahí estaba él para dársela y pasar luego la factura. Ahora no volvería a cometer excesos ni temeridades, de modo que su frigorífico siempre tuviera algo con que calmar el hambre.
En cuanto a una casa en la que vivir, cuando consiguiera la exclusiva con Construcciones Paraíso y recuperara el chalet, podría asegurar que estaba salvado. Había pagado a su mujer todo lo estipulado por el juez y, con el divorcio firmado, ya no tendría que repartir nada más. La mensualidad que pasaba por su hijo no era cuantiosa.
Y en cuanto al sexo, en realidad ésa ni siquiera era una necesidad permanente. Bastaba con saciarla de vez en cuando, con arrojarle un poco de alimento como se les arroja a las bestias. Además, nunca le había sido difícil encontrarlo: el mundo estaba cada vez más lleno de mujeres solas, plañideras y desesperadas, a quienes bastaba con ofrecer un poco de compañía, comprensión y caricias —y ni siquiera las tres cosas a la vez— para tenerlas rendidas persiguiéndote. En el fondo, y a pesar de toda su casona copiada de las revistas de decoración, de todo su apellido y de todo su lujoso envoltorio, ¿qué otra cosa era Miranda sino una mujer no sólo solitaria, también aislada y débil y casi deprimida?
De modo que, si miraba hacia el futuro, se repetía una y otra vez que el panorama era esperanzador. Ordiales, el principal obstáculo, había desaparecido y le dejaba el camino franco.
Y, sin embargo, en el fondo de su corazón no lograba erradicar el miedo a un nuevo fracaso. Con la última hecatombe había llegado a creer que no había en toda la tierra un negocio donde él pudiera triunfar y enriquecerse. Había hecho de la empresa, más que una profesión, una religión, pero el fracaso había sido su compañero más fiel durante toda una década. Siempre se estropearía algo. Ahora, con las alarmas, temía que en una madrugada cualquiera comenzaran a fallar y que los cacos entraran en las casas con total impunidad y defecaran en las alfombras, aguantando las carcajadas al pensar en la ira de los dueños al día siguiente y en las indemnizaciones que exigirían a la empresa que las había instalado. O imaginaba que todas se disparaban de repente y convertían la ciudad en una feria de sirenas enloquecidas de la que alguien tendría que hacerse responsable.
Había estudiado Empresariales y en la facultad le habían transmitido la creencia de que para cada uno de ellos estaba esperando en algún lugar y en algún momento una licencia con la que hacerse ricos. Con esa convicción, había tenido que esforzarse en firme hasta culminar la carrera con un notable expediente académico.
Desde el inicio de su aventura empresarial había estado convencido de que los grandes negocios del futuro dejarían de lado los sectores tradicionales —alimentación, industrias, siderurgia, automóviles…— y se sustentarían en el ocio. Y ésa era la única predicción que había mantenido invariable a pesar de la implacable sucesión de fracasos. Ver una película en un cine costaba el mismo dinero que ocho barras de pan, una botella de buen vino lo mismo que un olivo y algunos coches a los que un parpadeo convertiría en un montón de chatarra lo mismo que una casa. Así que, al terminar los estudios, miró alrededor, observó, pensó un poco y con el dinero de la herencia de su madre montó una tienda de vídeo y fotografía donde vendía material y equipos y hacía trabajos como grabar ceremonias de bodas y bautizos, retratos o fotos de carnet. Nunca llegó a entender bien a qué se debió aquel primer fracaso, pero tres años después tuvo que cerrar cuando comprobó sorprendido que mes tras mes los ingresos apenas llegaban a cubrir gastos. Se dijo que de pronto todo el mundo tenía cámaras que él no les había vendido, y que se hacían ellos mismos las fotos y los reportajes, inmortalizaban sus fiestas y también, sin duda, se grababan follando con sus mujeres; que había demasiado intrusismo; que el trabajo exigía mucha mano de obra y muy cara, en horarios festivos. Habló también de mala suerte.
Salvó de la quiebra el capital suficiente para abrir una agencia de viajes. No exigía mucha inversión inicial: cristales muy limpios y colores muy azules, publicidad bien colocada en radio y prensa, algún buzoneo y generosidad con los folletos informativos. Así lo hizo, y por eso se preguntaba por qué, si no había sufrido percances ni había engañado a nadie, tan poca gente quería viajar con sus ofertas. Esta vez culpó a las franquicias de las grandes firmas —que conseguían al por mayor unas condiciones ventajosas que a él nunca le ofrecían— y al propio carácter de una ciudad orgullosa de sus costumbres, su clima y su paisaje y, por tanto, poco proclive a la expedición y al viaje. Resistió todavía un año cuando ya sabía que tendría que cerrar, porque no podía soportar la idea de que la gente comenzara a pensar que era un inepto, un vago o, mucho peor, alguien gafado a quien todo se le ponía siempre en contra.
«Sin duda la experiencia servirá de algo», se dijo cuando abrió la tienda de informática, después de haber dedicado varios meses a estudiar todo lo relativo a ordenadores. Eligió un local pequeño, pero céntrico, que no tenía un alquiler muy alto ni apenas gastos de mantenimiento. Esa vez estaba seguro de acertar, porque apuntaba al núcleo mismo del futuro, se instalaba en un campo que aunaba los deseos de ocio con las necesidades laborales. Además, la que iba a ser su mujer era experta en informática.
Se casó con ella seis meses después de haberla conocido y no habría de tardar mucho en arrepentirse de tanta precipitación. De nada le sirvió haberse acostado en el pasado con dos decenas de mujeres: se había equivocado como un principiante. Pronto todo se reveló como un fiasco. Ni su familia tenía las propiedades que le había hecho creer, ni su carácter era amable y alegre ni, en realidad, sabía de ordenadores más de lo necesario para conseguir un expediente con el más bajo aprobado. Únicamente aportó al matrimonio un pequeño coche, tres o cuatro electrodomésticos y unos cuantos muebles del piso alquilado en que vivía de soltera. Ni siquiera un poco de dinero ahorrado. Nada. Al año siguiente tuvieron un hijo porque todos sus amigos y conocidos lo tenían y ellos no querían ser demasiado diferentes.
Un día, no mucho después, mientras la miraba depilarse las piernas con una delicadeza, esmero y perfección que no ponía en ninguna actividad de su vida en común, descubrió de pronto que le faltaban casi todos los requisitos que había soñado en la mujer que amara: no sólo esas pocas cualidades sencillas y claras, casi domésticas, que sin embargo tanto contribuyen a consolidar a una pareja en el transcurrir cotidiano. También en los sentimientos hacía algún tiempo que había renunciado a esperar amor o pasión. Se había casado con una mujer perezosa, apática, caprichosa e inestable, pero podría resignarse a convivir con ella mientras la decepción no diera paso a la irritación o a la violencia.
A pesar de todo, tenía la lucidez suficiente para comprender que también ella debía sentirse desilusionada. A la postre, tampoco él le había dado casi nada de lo que había prometido: éxito, riqueza, viajes, diversión. El buen humor que mostraba en grupo, con los clientes o los amigos, desaparecía en cuanto se quedaban solos; sus fracasos en la empresa terminaban a menudo con reproches en casa, como si ella fuera la culpable de la pérdida de un cliente o del rechazo de un pedido; a veces bebía en exceso y ella no podía estar segura de su fidelidad… Sabía que en casi todas las parejas hay uno que marca el ritmo y otro que lo sigue, uno que abre todas las cartas y otro que sólo lee las suyas, uno que al dormir se apropia del centro de la cama y otro que tiene que acurrucarse a un lado. Y sin duda ella había terminado hartándose de su papel de gregario.
La competencia en la venta de ordenadores contra gente joven, dura y resistente fue tan feroz que no soportó el pulso. También cerraron y esta vez no encontró eximentes para la quiebra. Tenía buenas ideas, pero era un misterio por qué esas buenas ideas no se traducían en éxitos. Sólo después, con el paso de unos pocos años, terminó aprendiendo que el secreto del triunfo no está en un diploma colgado en la pared de una oficina, sino en el instinto que indica para qué negocio hay todavía un hueco en una sociedad repleta de consumo, cuándo y en qué lugar instalarlo. Todo el marketing restante era pura palabrería, castillos en el aire.
Por fin les iba bien con la empresa de alarmas cuando compraron el chalet a Construcciones Paraíso. Cegados por una prosperidad momentánea, no quisieron conformarse con lo que todos los demás se conformaban. Optaron por la vivienda más amplia y en las mejoras exigieron piscina y mármol de importación y maderas exóticas y cristal templado y acero inoxidable, y todo de calidad y marca. Pero también los pedidos de alarmas se estancaron un día, de repente, como si ya las tuvieran colocadas todos los que sentían miedo o guardaban en sus casas algo de gran valor. Las ventas se pararon de pronto, saturado el hueco de mercado que había visto. En su rabia durante las horas que pasaba en el despacho sin recibir una llamada, llegó a imaginar que una noche cualquiera él entraba en una vivienda a robar y mataba ferozmente a sus ocupantes, no por el beneficio directo del robo, sino para provocar miedo entre los habitantes de una ciudad que desde su fundación cinco siglos atrás habían aprendido a defenderse solos, sin necesidad de alarmas para que alguien viniera a ayudarlos ante un ataque ajeno.
De modo que no pudo pagar lo firmado, y Ordiales no le concedió una prórroga. Su mujer cogió a su hijo y se fue. Se quedó solo.
Nunca había odiado tanto a nadie y se sorprendió al encontrar algo tan duro y ardiente dentro de su alma. Del mismo modo que el enamoramiento es la intensificación del amor hacia alguien que se convierte en el destinatario de los mejores deseos que puedan caber en el corazón, así, pensaba, tendría que inventarse una palabra para definir su contrario: la intensificación del odio, su concentración en un solo hombre. Ordiales representaba todo lo que él había querido y sin embargo no había sabido conseguir: el empresario de su misma edad que, saliendo más tarde y desde un lugar más bajo, había ascendido antes y más arriba; el poderoso constructor que no podría decir con exactitud el número de empleados que tenía en cada momento; el hombre enérgico, lúcido, implacable, inteligente y hábil que sabía en cualquier ocasión dónde y cómo tenía que invertir; el advenedizo sin estudios universitarios, pero con excedentes de aquel instinto comercial que volvía inútiles todos los títulos y orlas y diplomas colgados en las paredes. Él se preparaba a fondo en cada aventura —ésa era la palabra adecuada, aventura— empresarial que emprendía, estudiaba catálogos, estadísticas y encuestas sociológicas de costumbres y consumo; asistía a ferias de muestras y exposiciones para estar al día de las novedades del mercado; entraba y salía en Internet, reservaba un dominio y publicitaba su página; atendía sin desplantes las reclamaciones de los clientes… Y de nada le servía todo eso frente a las veleidades de un mercado que se comportaba con él como la más loca de las mujeres, dándole la espalda y torturándolo con un permanente adulterio. En cambio, Ordiales acertaba con una increíble clarividencia en cada una de sus decisiones. ¡Pues muy bien! En el último momento, en el más importante, no había sabido prever el peligro. Quizás a él le ocurriera ahora lo contrario y, después de que todo le hubiera sido adverso e ingrato durante tanto tiempo, la suerte comenzara por fin a sonreírle.