Pianista

He aprendido a distinguir la voz de quien me llama para matar a un animal de aquel a quien le gustaría liquidar a toda la especie. En los primeros suele haber un fondo de resignación o de cariño o de piedad o al menos pena, una suerte de participación en el dolor del ser que va a morir, a quien casi siempre llaman por su nombre. En la voz de los otros sólo parece existir odio, si es que el sentimiento que designa esa palabra puede dirigirse a un animal. Quizá sí, puesto que puede utilizarse la palabra amor para designar a su contrario.

La voz del hombre que ahora llama a mi teléfono reclamando mi presencia pertenece a los segundos. Es la anhelante y ansiosa del cazador que ha acechado durante mucho tiempo a su presa y, cuando al fin la tiene a su alcance, exige que le carguen el arma con urgencia. De modo que dejo el teclado abierto, en el atril las partituras de las estúpidas canciones que durante estas asfixiantes noches de verano repetimos incansablemente en fiestas y verbenas como si no estuviéramos hastiados de ellas, fingiendo una alegría que sólo la intensidad de los vatios hace verosímil, y me dirijo al centro de Breda, hacia el domicilio que me ha indicado.

A menudo ni siquiera llego a saber el nombre de quienes me contratan, del mismo modo que un técnico en electrodomésticos o en desinsectación no sabe el nombre de quien lo reclama. Tampoco firmo nunca una factura. Y ellos rehúyen identificarse, incómodos con mi tarea. Pero la curiosidad por saber quién vive en la casona me lleva a leer el apellido que figura en el portero automático: «Cuaresma». Bien, ahora ya sé con quiénes voy a tratar. Con una de esas rancias familias de Breda, con tanto pasado acumulado que, al hablar de ellas, siempre se tiene la sensación de estar mezclando a los vivos con los muertos.

Una doncella con cofia y delantal blanco me abre la puerta y me hace esperar en un fresco zaguán con un hermoso zócalo de azulejo portugués. Luego sube unas escaleras y enseguida un hombre baja por ellas para guiarme hasta un patio interior con solado de pizarras, pozo con brocal y anchos arriates con cuidadas flores y arbustos.

Está en un rincón, como si se hubiera sentado a descansar en la tierra, pero formando aún parte del cielo por las plumas y el pico y la finura y levedad de los huesos. Nos mira como tal vez un ángel con las alas rotas miraría acercarse a dos niños, sin miedo aparente, sólo con la curiosidad y el asombro de haber perdido lo que hasta entonces era su posesión más preciada: su invulnerabilidad.

Miro hacia arriba. Junto a una ancha chimenea está el nido, una hirsuta aglomeración de ramas, palos y barro de la que, vista desde abajo, nadie diría nunca que su interior podría llegar a ser tan cálido y cómodo como para albergar a tiernos seres recién nacidos de un huevo. Sin embargo, algo muy parecido también sigue ocurriendo cada día entre nosotros, los humanos. Debe de haber caído desde allí: un cuerpo de cuatro kilos de carne y plumas que, sin las alas extendidas ni la ayuda del viento, ahora parece tan pesado como el de cualquier mamífero.

—¿Cómo ha ocurrido? —pregunto.

—Venga.

Lo sigo hasta el rincón. La cigüeña, al ver que nos acercamos, intenta en vano ponerse en pie abriendo un ala. La otra la tiene ferozmente atada a la pata en un lío irresoluble con una de esas cuerdas de rafia, de color negro, que los campesinos utilizan para atar las pacas de pasto. Tan ferozmente que no puede haber sido intencionado. Seguramente la llevó al nido del mismo modo que llevan papeles o plásticos, y en algún momento se enredó con ella. Al intentar liberarse debe de haber ido apretando los nudos hasta quedar atada sin remedio. Ha tirado tan desesperadamente de la cuerda que se ha arrancado el plumaje y despellejado el muslo de la pata hasta mostrar la carne sanguinolenta. Vuelvo a mirar hacia arriba. Tres cabezas de polluelos se asoman sobre el borde del nido observando lo que hacemos con su madre. Más alto aún, en el cielo, su pareja da vueltas en un círculo perfecto.

—Está hecha la mitad del trabajo. ¿Está seguro de que quiere acabarlo?

Al oírme hablar, la cigüeña me mira como si me comprendiera, los quince centímetros de pico rojo como una navaja que acabara de tocar sangre.

—Claro. ¿Cómo va a hacerlo?

—Un saco. No puede moverse.

—¿Eso será discreto?

—Sí.

—Quiero decir que no debe saberlo nadie.

—No se preocupe. Nadie lo sabrá.

Ya conozco a este tipo de gentes que cuidan con celo su reputación. Todos ellos simulan amar mucho a los animales, sonríen y acarician a gatos y perros y mascotas de sus amigos y familiares. Pero, si pudieran, los dejarían morir de hambre y sed a la mínima molestia.

Luego también él mira hacia arriba, hacia las tres cabecitas asomadas.

—Además, dejará aquí el cuerpo.

—¿No quiere que me lo lleve? —le pregunto, extrañado. La cigüeña parece estar comprendiendo toda la conversación.

—No. Quiero que les sirva de escarmiento.

—¿Escarmiento?

—La colgaré arriba —dice señalando las ventanas más altas.

—Creo que no lo entenderían —le digo. Y de pronto, sin saber por qué, me pregunto si la muerte del pintor gordo no ha sido, como lo va a ser la muerte de la cigüeña, una forma de amenaza.

—No importa. No es necesario que lo entiendan. Será suficiente con que se asusten.

—¿Tanto molestan? —pregunto, y luego callo, porque existe esa norma de que yo escuche mientras mis clientes hablan, por más que no me guste lo que estoy escuchando.

—Sí —responde—. ¿Sabe que ya no se van en todo el año?

—Las he visto en enero —afirmo.

—Supongo que el calor de las calefacciones. O el clima. O que siempre encuentran comida, con todo lo que tiramos. ¿Sabe que tuve que arreglar el tejado?

—¿Por ellas?

—Por ellas. Hundieron una parte. Cada nido de los que quitamos pesaba media tonelada. Y el ruido permanente, con ese martilleo incansable. Y las heces corrosivas. Y el olor. Un día subí arriba y tuve la paciencia de contarlas. Treinta y tres pajarracos durmiendo sobre mi cabeza. Y además esas leyes de protección que prohiben tocarlas, como si necesitaran que alguien las defienda. ¿Cómo no nos van a invadir ahora si no pudieron acabar con ellas ni los cazadores cuando no tenían otra limitación que la falta de puntería? La colgaré —repite señalando la ventana—, y si compruebo que de algún modo su cadáver las asusta o les hace pensar que éste no es un buen sitio para instalar su hotel, la llevaré a un taxidermista que la seque con un gesto de terror en su cara que pueda ser convincente. Creo que ya puede empezar.

Abro el saco y me acerco a ella. Entonces me observa, extrañamente serena para ser un pájaro, con la cabeza levantada, pero no erguida, diciéndome con los ojos que no sólo no va a oponerse, sino que está deseando acabar con todo el sufrimiento, con la amputación y el dolor que le causa la cuerda de rafia. Miro una vez más hacia arriba. Los rostros de los pollos ahora se han escondido y ya tampoco se ve nada volando en el luminoso azul del cielo. Le tapo la cabeza y cierro la boca del saco para que no pueda respirar. Apenas se resiste. Sólo algún espasmo y algún movimiento convulsivo.

Cobro mi dinero y apenas agradezco la felicitación del hombre por mi eficacia. Cumplido su encargo, hay otro asunto que han despertado sus palabras y que tengo que abordar esta misma mañana. Sigo sin saber nada del detective, aunque la muerte del pintor que dormía en el mismo edificio aumenta la complejidad del enigma. Es fácil pensar que lo han matado porque podía haber visto u oído algo. Pero yo también estaba en la obra unos minutos antes. Y no tengo ninguna seguridad de que quien mató a Ordiales no me haya visto y, si me localiza, no intente hacer lo mismo. Es una posibilidad que no he considerado hasta hace unos minutos.

Al miedo a la Guardia Civil por mi condición de sospechoso se une el otro miedo. Lo que había iniciado como un proyecto para matar a un hombre se ha invertido y ahora soy yo la posible víctima.

¿Qué está haciendo contra todo eso el detective? Tengo que llamarlo con urgencia.