Buhardilla

Hasta ahora, su opinión y la de la gente como él —es decir, la de cualquiera que hubiera vivido más de cincuenta años y no fuera brillante ni hubiera hecho alguna obra por la que ser admirado— le resultaba indiferente. Incluso en algunos momentos le había gustado escandalizarlos. Pero por primera vez esa tarde se preguntó qué pensaría Muriel de ella. Si hasta entonces había divulgado una imagen de mujer fuerte, moderna, suficiente, activa y atractiva, y esa imagen no le había servido para ser demasiado feliz, ahora se preguntaba si no sería más conveniente buscar el aprecio ajeno por otros caminos. Al fin y al cabo, Breda era de ese tipo de ciudades que se esfuerzan por derribar a todo el que destaca, que no dudan en utilizar la burla, el sarcasmo, la calumnia y la indiferencia para herir a quien desprecia o ignora sus costumbres. También ella, de algún modo, comenzaba a envidiar a la gente corriente que duerme relajada hasta que suena el timbre del despertador. Porque ya no era tan estimulante concertar citas a escondidas ni alojarse en hoteles a cincuenta kilómetros dejando que siempre fueran ellos quienes escribieran en la ficha su apellido. Quizás, al contrario, fuera hermoso pasear por la calle con un hombre que te coge la mano y en voz alta dice tu nombre y habla de ti con una de esas palabras que siempre llevan delante un posesivo.

Miró el reloj. Faltaban tres cuartos de hora para que llegara Juanito Velasco a la cita que habían acordado en su casa. No recordaba quién había lanzado la primera sugerencia, pero cuando, unos días antes, se encontraron casualmente en el restaurante del Europa y tomaron juntos una copa, ella se había oído invitándolo a cenar, como si se conocieran desde mucho tiempo atrás y tuvieran muchas cosas que decirse.

Ya había dispuesto la cena, a base de manjares fríos: entradas de foie, de quesos y de aquellos ibéricos de la tierra cuyo exquisito sabor se atribuía ancestralmente a las culebras que comían los cerdos, ensalada, mariscos y champán. Nada del otro mundo, pero con algunos toques exóticos y originales que rompían la rutina de lo habitual. Y todo en abundancia, aunque sólo fueran dos a la mesa. Sabía que cocinaba muy bien y que sabía presentarlo, porque toda la gente que llegaba a su casa, incluso aquellos tan delgados, austeros y obsesionados por mantener su línea que en otros lugares ingerían los alimentos como si en realidad tomaran medicinas, allí se revolcaban por los platos y comían hasta hartarse. Y aquel apetito que todos mostraban en su mesa la llenaba de satisfacción y de un ambiguo poder, puesto que de sobra conocía la vinculación que automáticamente se establece entre un estómago lleno de delikatessen y un sexo que entonces parece esperar impaciente su turno.

Lanzó una última mirada y, como lo encontró todo bien, subió a su dormitorio, en la buhardilla, para prepararse. Una mujer que espera a un hombre, pensó, siempre se reserva para ella el tiempo inmediatamente anterior a la cita. En esos momentos que dedica a su aspecto, no hay nada más importante que el espejo, ninguna imagen reflejada en él es superflua y no está para nadie que la requiera o la llame. El cuarto de baño o el tocador tienen entonces algo de sacristía silenciosa y aislada donde todo se dispone para esa especie de entrega y transformación y rito y sacrificio que, acaso, poco después va a oficiarse en el tálamo. A ella siempre le había gustado cuidar su apariencia y había empleado muchas horas y dinero en corregir los defectos de una naturaleza poco generosa que durante los años de la adolescencia tanto le había hecho sufrir. Pero ese tiempo de preparación era cada vez más corto. Empezaba a sentir que ningún hombre merecía tantos esfuerzos. Ya no depilaba sus piernas ni recortaba el vello de su sexo con tanto mimo, ya no se obsesionaba por estrenar en cada cita medias o ropa interior, ya no calculaba con tanta precisión las gotas de perfume, la altura de la falda o la profundidad del escote de una blusa. El diseño brillante y original de un edificio en su mesa de trabajo comenzaba a conmoverla más que el brazo moreno, fuerte y desnudo de un hombre durmiendo satisfecho en la almohada de su cama.

Sin embargo, durante mucho tiempo ellos habían sido su principal preocupación, cuando anhelaba convertirse en una de esas mujeres que los hombres no pueden resistirse a mirar otra vez una vez que la han visto. Y hervía de satisfacción cuando alguno se enamoraba de ella y la seguía y le mandaba flores y la llamaba por teléfono rogándole una cita. Sentirse adorada por un ser más fuerte y, en general, más poderoso la elevaba por encima de las demás mujeres, la incluía entre las míticas portadoras del ancestral poder femenino de domar a la bestia. Para prolongar aquella sensación de éxtasis, no había querido unirse definitivamente a ninguno. Por entonces le gustaba comparar a los hombres con los árboles, cuyo cuerpo de madera resiste y envejece y arruga su corteza, pero es temporal el fruto que se come. ¿Por qué iba a hacer ella su nido siempre en la misma copa? Era preferible saltar a otros troncos, mecerse en otras ramas, acariciar nuevas hojas de diferentes olores, formas y texturas.

Por decirlo crudamente —y ella nunca había huido de las expresiones crudas, aunque supiera que para ninguna palabra disponía de tantos eufemismos como para las referidas al sexo—, había aprendido a extraer placer de los hombres sin sentir ni excesivo respeto ni amor por el hombre que se lo proporcionaba. Sólo experimentaba un aprecio más o menos amable, como apreciaba el pan que le saciaba el hambre o el agua que le calmaba la sed. Y exigía de ellos las mismas cualidades: que no estuvieran pasados, que no tuvieran mal aspecto ni olor, que aplacaran su ansiedad y la refrescaran. Se conformaba con que fueran agradables en sus más simples cualidades organolépticas.

Sus amantes, por eso mismo, no le duraban mucho tiempo. Su última aventura había terminado con un esperpéntico malentendido que, sin las dudas y el tedio acumulados, no hubiera tenido otras consecuencias que unas carcajadas de reconciliación. Ella le había regalado —por su onomástica o cumpleaños, no recordaba bien— dos lamparitas con un diseño colorista y atrevido que sustituyeran el tosco flexo de la mesilla de su dormitorio. La última tarde, de forma imprevista, le avisó desde el coche que iba a verlo a su casa. Él aceptó enseguida y, cuando llegó, estaba esperándola con dos copas de champán. Hablaron, rieron un poco y, sin apenas terminar de beberías, se fueron a la cama e hicieron el amor de aquel modo que tanto le gustaba. Sólo después, al regresar del cuarto de baño, se fijó en las lámparas que le había regalado y que él, en efecto, había colocado en las mesillas. La luz del día ya se estaba yendo y, al pulsar el interruptor del cable que colgaba detrás, vio con sorpresa que sólo se iluminaba el suelo bajo la cama. Tardó unos segundos en comprender que a él no le habían gustado, que las había puesto precipitadamente allí al recibir su visita, para sustituir al flexo, pero sin tiempo para conectarlas. Además, el suelo estaba allí lleno de borra.

Había salido sin apenas decirle una palabra ni aceptar sus excusas, casi sin tiempo para disimular en su aspecto que unos minutos antes había estado desnuda y en los brazos de un hombre. Pero apenas le preocupaba, porque sabía que las huellas que deja el amor en el rostro o en el cuello de las mujeres, incluso aquellas tan osadas que han causado un poco de daño, son siempre menos hondas y visibles que las que causa la soledad. Y, por supuesto, menos dolorosas.

Todo aquello había ocurrido seis meses atrás y, desde entonces, no había vuelto a estar con un hombre. Un plazo que en otras épocas hubiera sido demasiado largo para su éxito y sus costumbres —y también para aquella cosa grande e insaciable que era su orgullo—, pero en el que había aprendido que, si bien no podía prescindir totalmente de ellos, sí podía vivir serenamente tomándolos en dosis cortas y más o menos selectas. A los treinta y seis años ya podía decir cómo se llega a la soledad y qué hay que hacer después para poder soportarla, pero, a pesar de todo, no se sentía tan invenciblemente sola como para que cualquier hombre le sirviera.

Esos seis meses eran, pues, un tiempo razonable de castidad que la habían empujado a concertar la cita. Además, acaso sus resultados fueran mejores de lo que imaginaba y la ayudaran a soportar aquel periodo de inquietud que estaba atravesando por las dos muertes y la investigación en curso, por las dificultades de la empresa y por la inquietante sensación de que el contrato con el hombre de las palomas se había cerrado en falso. No veía a su alrededor muchas más cosas en las que apoyarse. Tenía una casa grande y bonita, sí, pero vacía la mayor parte del tiempo; tenía cuadros originales colgados en las paredes y gruesos marcos de plata para fotografías, pero ninguna de ellas era un díptico; tenía camas amplias en las habitaciones, pero ninguna había vibrado con llantos infantiles; tenía muebles llenos de vajillas y cuberterías, pero se usaban pocas veces, porque las cenas quincenales que compartía con un pequeño grupo de amigas en las que hablaban, reían y bebían un poco más de la cuenta solían hacerlas en restaurantes. No tenía otras amigas íntimas. Incluso podría decirse que ahora que Martín estaba muerto, ya tampoco tenía enemigos.

Salió de la ducha, se frotó con energía, estimulando la piel húmeda y fragante de esencias y se contempló en el alto espejo del armario. Si hubiera vivido en otra época, no hubiera sido una mujer atractiva, pero ahora, desnuda, no parecía tener más años que vestida y ése era el mayor beneficio de la cirugía. Claro que había agrandado y elevado sus pechos, pero no hasta el punto de que estuvieran fuera de lugar con el resto de la carne, como tantas ridículas muñecas colágenas cuyos cuerpos sólo parecían tener tres partes anormalmente hinchadas y no necesitar ninguna más para existir: la boca, los pechos y el trasero. Del estómago y de las caderas se había hecho extraer un poco de esa grasa sobrante que siempre parece estar esperando el primer exceso digestivo para instalarse dentro. Pero no era un vientre musculoso ni plano: mantenía esa especie de suave almohadilla sin la cual el ombligo de una mujer de su edad resulta falso, impostado e incongruente. Eran sus piernas lo que siempre le habían preocupado y le habían hecho sufrir en la adolescencia, con el uniforme azul que las hermanas las obligaban a llevar hasta los diecisiete años: dos articulaciones de huesos sin apenas masa muscular y, por tanto, casi sin posibilidad de ser rellenadas ni torneadas por ninguna técnica. Duras, nerviosas como las de cualquier equino, difíciles de acariciar. Ya no sufría por ellas, pero no podía olvidar que había sufrido.

Las ocultó ahora con una falda larga, cuyo vuelo se acercaba a los zapatos de medio tacón, y por arriba se puso un top cuyos tirantes apenas cubrían los transparentes de silicona del sujetador. A partir de ese momento, Juanito Velasco podía llegar cuando quisiera. Lo estaba esperando, sospechando sin demasiada tristeza que, después de todo, tampoco aquella cita sería muy distinta de otras que habían fracasado anteriormente.

—Tienes una casa muy bonita —dijo al llegar poco después y observar los altos techos, la conjunción de madera, cristal y acero, los colores de las paredes y de las tapicerías—. Muy bonita —repitió asomándose al balcón y evitando en el último instante poner las manos sobre la barandilla sucia de excrementos de palomas—. Y en el mejor sitio de Breda.

Luego, al sentarse a la mesa, pareció olvidar la casa para concentrarse en el champán y en las comidas cuyos sabores alabó con un variado surtido de elogios. Sus comentarios, predecibles y serviciales, iban cayendo dentro de los platos mientras ella se decía que no había ni en él ni en sus palabras nada inesperado. Lo veía engullir los manjares frescos y exquisitos con esa avidez apenas contenida de aquellos en cuya alimentación cotidiana siempre intervienen la lata o el hielo. Todo resultaba como había imaginado y ahora ya sabía lo que iba a ocurrir cuando acabara la cena, el acercamiento previsible, aunque no terminaba de adivinar los detalles.

No llegó demasiado pronto, porque estuvo ayudándola a recoger la mesa y a colocar los platos en el lavavajillas con esa impostada soltura con que algunos de sus invitados intentaban demostrar su autosuficiencia. Ocurrió después, de nuevo en el salón, cuando estaban sentados en el sofá con una copa de la segunda botella de champán —no habían bebido otra cosa— y ambos sabían que hay muy pocos gestos que un hombre y una mujer solos en un diván no puedan aprovechar como excusa. Así que le dejó creer que en todo momento él había llevado la iniciativa cuando la besó largamente —y sabía besar muy bien— o cuando sintió su mano resbalando desde el hombro, comprobando una vez más que para un hombre es más difícil parar un acto así que iniciarlo. Lo empujó suavemente hacia su cuello, descansando los labios, y oyó junto a su oído la agitada respiración que en todos ellos parecía provenir igualmente de la excitación y del orgullo. Luego llegó el momento de decirle, señalando la elegante escalera volada que ascendía desde un lado del salón:

—Vamos arriba. Estaremos más cómodos.

Se fueron despojando de las ropas hasta quedar desnudos, alejados del resto del mundo. La falda cayó a la alfombra como cae la fruta que se desprende del árbol; en el respaldo de la silla, el top que, vacío, parecía diminuto. La claridad de las farolas y anuncios luminosos de la plaza penetraba por las persianas de láminas e imprimía una sombra de tigres en el suelo, en una agradable penumbra a la que contribuían las dos claraboyas tras cuyos cristales se veía la hermosa profundidad del cielo de verano. Dos cuerpos más blancos que las paredes y las sábanas de colores oscuros, atrayéndose hasta formar un solo bloque confuso y voraz y húmedo y jadeante, se diría de cera blanda o gelatina, que oscilaba aquí y allá y parecía dudar sobre su contorno definitivo.

Sintió su mano buscándola y tuvo que reconocer que lo estaba haciendo bien, dócil y a la vez diligente, incluso demasiado dócil y diligente para alguien de su edad que en algún lugar de aquella misma ciudad tenía dos hijos que acaso en ese instante estuvieran haciendo lo mismo que el padre. Dominaba un amplio repertorio de caricias y a cada una de ellas concedía el tiempo adecuado. No era de esos hombres acelerados que piensan que, porque ellos están a punto, la mujer también lo está; tampoco era de los que usan una fanfarronería de palabras sucias con las que intentan que los oídos femeninos corroboren lo que ya nota el vientre. Su diligencia la empujaba a la pereza y se dejó caer de espaldas mientras él se hundía, desaparecía de su vista —su boca dispersándose por todos los lugares de la piel donde hubiera glándulas o humedad— y de nuevo podía contemplar el cielo, los animales de luces que la noche había puesto en pie.

Le gustaba mucho que la tocaran con las manos o la boca, que le acariciaran el sexo y lo observaran y comentaran los detalles de su forma, su color, su humedad, su textura. Cuando únicamente la penetraban, era como si ellos sólo apreciaran la utilidad de su vagina como simple herramienta de placer. En cambio, cuando la tocaban, sin perder su cualidad utilitaria, sentía que su sexo adquiría también la condición de obra de arte, de objeto hermoso al que admirar al margen de su uso. Entonces destilaba lo mejor de su esencia y se corría más hondo y más largo.

—Ya basta —le pidió—. Ya basta.

Lo vio levantarse y buscar algo en su chaqueta. Luego oyó el ruido suave y elástico y esperó a que volviera a la cama y se colocara sobre ella para hacer eso tan majestuoso con que el ser humano intenta olvidar durante unos minutos todos sus sufrimientos: algo difícil de nombrar, que no es sólo físico, algo de lo que el orgasmo es un indicio y el amor su obra maestra.

Su pasividad le permitía observarlo, extrañamente lúcida, como si no fuera ella la que estaba en la cama, y escuchar esa especie de chapoteo y decirse: «Ese es el ruido que hace una mujer al ser poseída, un acto que sería turbio y obsceno si no fuera por la apoteosis o agradecimiento o bondad con que el placer lo limpia y lo vuelve humano». Ella no solía pararse a reflexionar en momentos así, pero ahora no pudo evitar pensar en el inagotable manantial de gozo, felicidad y transigencia que brotaba en el mundo de la eterna repetición de aquel acto, y que, sin embargo, tan a menudo era desperdiciado y convertido en un horrendo huracán de celos, odios, violencia, sufrimiento y desdicha.

De pronto notó cómo él hundía el dedo allí para añadir placer al placer. Entonces se dejó arrastrar de golpe y un orgasmo generoso le hizo tensarse durante unos segundos de felicidad antes de quedarse quieta recibiendo sus movimientos ahora más rápidos, como si la hubiera esperado a ella para estremecerse con un susurro ronco como un estertor que llegara a sus oídos atravesando el agua.

Luego, cuando los movimientos frenéticos dejaron su lugar a la palpitación —aún la misma corriente impetuosa de la sangre, pero ya sólo en las venas, sin participación de músculos ni huesos— y la palpitación finalmente al sosiego, lo vio levantarse y abrir la puerta tras la que había adivinado el baño. Oyó correr el agua y pensó sin agrado que estaría secándose con su toalla. Al regresar, se dirigió de nuevo hacia su chaqueta y sacó dos cigarrillos. Le pasó uno a ella y le acercó el encendedor.

—¿Tienes por aquí un cenicero?

—Sí.

Encendió la luz, se irguió un poco para recostarse en el respaldo y puso el cenicero en la cama, entre ambos. De pronto, en el inevitable vacío posterior, algo chocó contra el cristal de una claraboya con un golpe seco e inesperado que asustó a ambos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Velasco.

—Una paloma. Duermen en el tejado y a veces, al encender la luz, se despiertan desconcertadas u ofendidas y vienen a chocar contra el cristal.

—¿Una paloma? ¿Contra el cristal? —repitió observando la claraboya en cuyo exterior se veía adherida una pluma blanca—. Deberías hacer algo contra eso.

«Ya lo hice», estuvo a punto de replicar, pero se contuvo a tiempo. Aspiró una doble calada del cigarrillo y contempló la densidad y velocidad del humo como si no hubiera nada más importante mientras el recuerdo venía a perturbar aquellos minutos de descanso y, posiblemente, la noche entera si no terminaba recurriendo de nuevo al Orfidal. Desde aquella tarde, cuando el hombre le dijo que no había sido él, no había vuelto a verlo ni a recibir noticias suyas. Tenía la certeza de que él no había empujado a Ordiales, puesto que renunciaba a cobrar un dinero que nadie más iba a reclamar. Los doce mil euros del anticipo los daba por perdidos, pero no era una pérdida excesiva tal como se había desarrollado todo. Aunque no podía evitar a veces la impresión de estar dejando algo oscuro o peligroso a sus espaldas, sentía que la no culpabilidad del hombre de algún modo también la amparaba a ella.

—Conozco a alguien que podría ayudarte —lo oyó decir.

—¿Ayudarme?

—Con las palomas. Me han dicho que se ocupa de ese tipo de problemas con los animales.

—¿Se ocupa? —insistió.

—Los mata. Perros, gatos, pájaros. Cuando los dueños se aburren de ellos. O cuando son demasiado viejos y están sufriendo. O también por motivos más… cómicos —dijo al fin.

—¿Por ejemplo?

—Me contaron que en una ocasión fue a buscarlo una campesina para que matara a una oveja. Y no porque estuviera enferma ni sufriera ninguna enfermedad contagiosa ni fuera a servir de alimento.

—¿Entonces?

—Por decirlo de algún modo, parece ser que el marido le tenía excesivo cariño.

Se forzó a sonreír, porque era lo que él esperaba, y de esa manera disimularía la verdadera razón del interés con que escuchaba su historia. Sin embargo, ese tipo de anécdotas de una rancia brutalidad rural le parecían siempre tristes y grotescas.

—¿Tú lo conoces?

—Me lo presentaron una vez, en una fiesta de barrio o algo así, pero tuvimos poco tiempo para hablar. Sólo unos minutos. Había música en aquel sitio y tuvo que irse tras el descanso, porque se encargaba de los teclados de la orquesta.

—¿Era músico? —preguntó extrañada, porque nunca hubiera imaginado que alguien pudiera conjugar la delicadeza del pentagrama con la sucia dureza de la zoología.

—Sí. Y alguien comentó que tenía aptitudes y podía haber llegado lejos.

—¿Y la Guardia Civil?

—¿Qué?

—¿No hace nada contra él? Porque supongo que eso de ir por ahí matando animales no es muy ortodoxo. Incluso en Breda hay ya clínicas veterinarias.

—Supongo que no saben nada. Esta ciudad nunca ha sido proclive a ir a quejarse al cuartel para que allí les digan lo que está bien o mal y les solucionen sus problemas. Siempre ha preferido lavar la ropa sucia en casa. En cualquier caso, no es al teniente a quien más podría temerle, sino a algún grupo ecologista que supiera de sus actividades. Esos tipos que nunca comen carne, que sólo montan en bici y que si tuvieran que elegir en un naufragio entre salvar a una cigüeña o salvar a un ser humano no dudarían en quién subir al bote.

—Debe de ser un hombre extraño.

—¿Por qué?

—Por haber hecho de una cosa así una especie de profesión.

—Aquella noche, alguien dijo de él que lo había abandonado su mujer. Pero claro que eso no es una razón para tener ese oficio. También a mí me abandonó y no voy por ahí matando animales.

Allí, los dos desnudos en la cama, semitapados con la sábana mientras apuraban sus cigarrillos, sintieron aparecer entre ambos la presencia de Ordiales, convocada por las últimas palabras: ella, una mujer que había pagado para que desapareciera de la tierra, y él, un hombre violento que, después de una disputa, había hablado de venganzas, viendo cómo se instalaba entre ellos no el vago contorno de un fantasma, sino algo más sólido y duro y difícil de ahuyentar. Como si hubiera que empujar para apartarlo. ¿Quién de los dos lo había odiado más? No se atrevía a responder. Pero si ella, una mujer físicamente tan débil como un niño, se había arriesgado a contratar a alguien que podría acusarla de inducción al asesinato, ¿por qué no él, un hombre fuerte y pendenciero, arruinado y humillado, a quien le hubiera bastado con estar solo y emplear un poco de aquella dura y seca energía con que le había visto arrancar de una patada la mítica moto que usaba, posiblemente de segunda mano? ¿No era en realidad esa oscura, no sólo relación, sino afinidad en el odio lo que los había llevado a estar ahora en la misma cama?

—¿Quieres que intente localizarlo? —le preguntó.

—No, no. Creo que puedo soportar que de cuando en cuando algún pájaro insomne proteste en mi ventana.

Apagó con cuidado el cigarrillo para que la brasa no saltara a las sábanas mientras el humo ascendía de las últimas briznas, le golpeaba la cara y endurecía su expresión.

—Esto es lo malo de las buhardillas —dijo—. Son muy bonitas, pero poco prácticas. Tienes que aguantar las heces de los pájaros. Y el calor excesivo en verano. Y el frío en…

—Con ese tipo de comentarios me estás recordando a Martín —lo interrumpió, súbitamente irritada porque él se atreviera a corregirla en su propio oficio. Creía recordar que Martín había dicho casi las mismas palabras el primer día que vino a ver su casa recién acabada: el mismo desprecio por sus gustos y criterios, la misma insolente seguridad para desdeñar lo ajeno, la misma supina ignorancia de que eso que la gente llama hogar contiene también ilusión, esperanza, estética y sueños y no es únicamente un conjunto de ladrillos y cemento.

—¿A Ordiales? —el desagrado apareció en su rostro—. No creo que él y yo tuviéramos mucho en común.

—A los dos os gusta mucho el dinero, tanto como para ponerlo por delante de cualquier otro interés. Al fin y al cabo, por dinero os peleasteis —se atrevió a añadir.

Lo vio entonces salir de las sábanas y comenzar a vestirse, el pantalón vaquero y la camisa cuyo cuello podría haber estado menos gastado y más limpio. A la luz de la lámpara, ahora le pareció más viejo, descubrió los defectos que la penumbra ocultaba y que un cirujano podría remediar. Pero claro que él no tenía el dinero necesario para pagarlo.

—Te equivocas. Aunque fuerais socios, no creo que lo conocieras demasiado bien. A Ordiales no le importaba sólo el dinero…

—Eso es como decir que las sardinas no les gustan a los gatos —lo interrumpió de nuevo, cada vez más molesta, resistiendo el impulso de levantarse también ella de la cama y vestirse para evitar aquella posición de desventaja.

—A Ordiales le importaba sobre todo el poder —continuó Velasco mientras se abotonaba la camisa—. Sentir que tú ordenas y los demás obedecen. Yo creo que aquella tarde, si le hubiera rogado en lugar de terminar gritando ante sus empleados, si hubiera aceptado que era él quien ostentaba las prerrogativas, hubiéramos podido llegar a un acuerdo sobre la deuda.

—¿Vas a decirme ahora, cuando ya está muerto, que incluso podríais haber sido amigos? —ironizó.

—¿Por qué no?

—Tienes razón. Amigos. En realidad, los dos sois muy parecidos —insistió, con la repentina incredulidad de estar allí con él, desnuda en la cama deshecha, con la consciencia de haberse equivocado una vez más.

Velasco había terminado de vestirse. Regresó a sentarse junto a ella y coger su mano, falso y conciliador, asustado del rumbo hostil que había tomado la conversación.

—¿Te vas? —le preguntó.

—Tengo que irme. Dentro de media hora —miró el reloj en su muñeca para apoyar la mentira— tengo que estar en la oficina del control de alarmas. El empleado del turno de noche no puede quedarse hoy. Pero te veo un poco enfadada. Y no quiero irme así.

—No, no estoy enfadada —forzó la sonrisa para facilitar su marcha. Desde el primer momento, él, sin preguntárselo, había ocupado el lado derecho de la cama, donde ella dormía, y, si se quedaba, la obligaría a girarse hacia la izquierda, aplastándose el corazón.

Aceptó su beso sabiendo que era el último mientras pensaba en sus esfuerzos anteriores por complacerla, en su entrega y su docilidad. Entonces recordó que Muriel y ella aún tenían pendiente de aceptar o negar la oferta sobre sistemas de seguridad que él les había hecho y, de pronto, con un doloroso sentimiento de decepción, comprendió a qué se debía todo lo ocurrido aquella noche. En el fondo, la amabilidad de Velasco no era el fruto de su seducción ni iba dirigida a complacerla a ella como mujer, sino a la dueña de Construcciones Paraíso. Con un gesto brusco colocó las dos almohadas tras su espalda y encendió un nuevo cigarrillo que aspiró con bocanadas largas y furiosas. El rostro de Velasco seguía nadando sobre las sábanas, pero dio un manotazo y lo disolvió entre las arrugas. Nunca más lo dejaría subir hasta allí arriba a criticar su casa y a decirle cómo deshacerse de las palomas. Mientras oía cerrarse la puerta de la calle y se quedaba otra vez sola, se preguntó si era así, como había actuado él, como actuaban las mujeres que recibían unos pocos billetes por complacer los deseos de los hombres.