Después ella cogió el bolso de la percha y, cuando salían, le preguntó si le apetecía que tomaran algo juntos. Pero él, a quien nunca en toda su vida una mujer lo había invitado, no pudo creer que Miranda lo estuviera haciendo por simpatía, o complicidad, o afecto. Ni siquiera compasión. Tenía que haber algún cálculo en su ofrecimiento. Desde que llegó a la empresa y, sin ocultar su ambición, ocupó el despacho vacío tras la muerte de su padre, él había pensado que, si un día conseguía ostentar todo el poder, terminaría apartándolo de la gestión como a esos ministros viejos e incómodos a quienes después de su mandato se les envía a dirigir organismos arcaicos de la Administración que pronto van a desaparecer o a ser privatizados. De modo que, lleno de sorpresa y desconfianza, rehusó farfullando una excusa doméstica que incluso a sus oídos resultó falsa.
Esperó a que subiera al coche y se alejara para cambiar de dirección y echar a andar hacia los nuevos bares de las barriadas periféricas. Allí era más fácil solaparse y pasar inadvertido que en las rancias cafeterías del centro, adonde acudían los mismos clientes a tomar la misma consumición servida por los mismos camareros desde hacía décadas y donde podía ser reconocido. En los nuevos bares, abiertos por emigrantes que habían regresado a invertir sus ahorros y servidos por mozos que con frecuencia cambiaban de empleo, podía pedir una caña o un vino o un cubalibre y acercarse al reclamo de la musiquilla con una moneda impaciente entre los dedos sin perder el anonimato. En aquellos bares de diseño vulgar podía olvidarse de quién era, sentarse en un taburete sin respaldo o apoyarse en la barra sin que nadie viniera a saludarlo, dejando que la cerveza o la ginebra le golpeara el fondo del estómago mientras miraba hacia la calle y hacía tiempo antes de regresar a su casa. ¿Por qué iba a tener prisas por ir? «La paz del hogar sólo existe fuera del hogar», susurró. Allí nadie le cedía un sitio en el sofá para ver cómodamente la tele, nadie se preocupaba de no hacer ruido si quería dormir, aunque madrugara todos los días del año, nadie le encendía nunca la luz del pasillo cuando llegaba ni le calentaba la comida. Sólo Job, antes de morir después de aquella atroz agonía, lo esperaba tras la puerta y al verlo llegar movía la cola como una hélice demandando sus caricias.
No sabía cómo había llegado a aquella situación, en la que su mujer y sus dos hijas habían ido apartándolo poco a poco para que no les estorbara, prescindiendo de su compañía hasta hacer que se sintiera invisible. Además, desde el año anterior, desde que se atrevió a confesarle que había perdido dinero jugando, la indiferencia se había convertido en desprecio. Sin preguntarle por qué, lo había amenazado con provocar tal escándalo que todo el mundo supiera qué clase de monstruo era él bajo aquella apariencia anodina, que se llevaba el dinero de su familia a tirarlo en el bingo y en las máquinas tragaperras.
Se había asustado tanto con sus amenazas que una tarde se acercó hasta una asociación de ex ludópatas con la intención de pedir ayuda. Llegó hasta la puerta y apoyó la mano en el tirador, pero en el último momento retrocedió: se sentía incapaz de ponerse en pie ante un atril para contarles a otros como él, sentados en círculo y escuchándole con piedad y atención, su relato de cómo había caído tan bajo. Se veía ridículo recibiendo aplausos, palmadas de apoyo y miradas de ojos humedecidos y cómplices, o confraternizando luego en un corro con las manos enlazadas y gritando consignas de rehabilitación y fortaleza.
Abrió la puerta y entró al frescor de un ruidoso aire acondicionado. Era el único lujo del bar, todo lo demás mostraba una suciedad que no parecía importarle a la docena de clientes que bebían cubalibres o cervezas mientras contemplaban en el televisor un partido de fútbol. Los muebles de melanina con quemaduras de cigarros, con algunos trozos del contrachapado despegados, el suelo de gres sin brillo en el que se amontonaban colillas, restos de las tapas y la espuma del serrín, el mostrador con huellas de vasos, el expositor con cuatro bandejas de pinchos fríos bajo un cristal no demasiado limpio.
—Una cerveza —pidió, y miró al camarero mientras abría el botellín, pero sus ojos ya habían captado la máquina junto a la pared, al lado contrario del televisor. Como si hubiera estado esperándolo, su musiquilla sonó en aquel instante entre el fragor del partido de fútbol, con un timbre suave y cantarino que parecía llamarlo exclusivamente a él, elegirlo entre el grupo de clientes chillones y fanatizados.
La tentación volvió a acariciarlo. Por el espejo, tras la barra, veía los reflejos de las luces multicolores que oscilaban en el frontal de la máquina. Un hombre salió del cuarto de baño y se detuvo un momento ante ella para probar fortuna con unas monedas. Él se quedó observando el resultado, con la misma atención con que algunas veces había observado a los chinos jugando mientras consultaban un papel de claves o, también, mientras hablaban por el teléfono móvil. El hombre gastó sus monedas sin conseguir ningún premio y volvió con el grupo a gritar ante el televisor.
Bebió un largo trago de cerveza y buscó en sus bolsillos. Interpretó como una señal venturosa el hecho de que la máquina no hubiera dado ni un reintegro, como si se reservara para él y le instara a jugar con nuevas señales luminosas. Golpeó suavemente la barra con una moneda de dos euros para llamar al camarero y esperó la devolución. Con la calderilla en la mano se dirigió hacia ella, que ahora, dócil y en silencio, había detenido todos sus reclamos.
Apoyó una moneda de veinte céntimos en la ranura sujetándola con el pulgar y el índice y, sin soltarla todavía, observó las combinaciones ganadoras. El premio mayor correspondía a cuatro corazones. Alguna hormona había disparado alguna sustancia a su cerebro y ahora lo notaba más irrigado de sangre, pensando a mayor velocidad. Luego, de pronto, dejó caer la moneda hacia el fondo y la máquina comenzó a parpadear, aguardando a que él apretara el botón para iniciar el juego o fijar en los rodillos alguna de las cartas. Sin embargo, no lo hizo. Se dedicó a esperar su ofrecimiento sin ninguna prisa aparente, pero lleno de tensión. Sabía que ella no podía tardar mucho en decidirse. Ese era uno de los alicientes de aquel tipo de juegos, por eso le gustaban tanto: la inmediatez del premio o de la pérdida sin intervención de testaferros o terceros. El otro aliciente era la soledad, poder jugar sin tener que ponerse de acuerdo con amigos o adversarios para sentarse a la misma hora ante una mesa con un tapete verde. En ambas situaciones él era un experto, pero en la segunda además era sabio.
Los cuatro corazones aparecieron tan de repente ante sus ojos, con la primera moneda, que la sorpresa lo paralizó unos segundos. Había ganado premios otras veces, pero nunca de una manera tan fulgurante.
El chorro de monedas comenzó a caer en la bandeja y por el rabillo del ojo vio al camarero que desde dentro de la barra se acercaba a comprobar su suerte. Como solía ser habitual, habría calculado cuándo estaría próxima a premiar, pero él se le había anticipado. Incluso el fragor de las exclamaciones deportivas cesó por completo, mientras los clientes volvían la cabeza y fijaban en él su envidiosa atención. «Bien, bien, bien, bien», susurró con las pupilas llenas de corazones. Ahora ya todo era fácil. Bastaba con coger una moneda y echarla dentro para que la máquina la multiplicara por veinticinco.
Cuando terminó la descarga las apiló en la barra en montones de diez. El camarero se lo cambió en billetes mientras le decía sonriendo:
—Un día de suerte.
—Sí. Un día de suerte —respondió a su sonrisa, aunque sabía que le escupiría en la cerveza en cuanto se diera la vuelta.
Dejó una propina y salió a la calle. Lo embargaba un luminoso sentimiento de euforia y abundancia y pensó en su mujer y en sus deudas. Sentía la tentación de ir a casa para mostrarle los billetes y decirle: «Mira, un minuto de suerte y he multiplicado por mil una moneda». Pero no lo hizo. Sabía lo que entonces le esperaba: la decepción de la paloma que al volver al hogar con una rama de olivo en el pico, sin embargo será tratada como una urraca o un murciélago.
Siguió caminando, decidido a aprovechar la racha. Desde la muerte de Martín no había vuelto a ir, pero ahora sentía que la suerte caminaba a su lado por la acera y le susurraba al oído que de nuevo podría multiplicar por mil no una moneda, sino los billetes que engrosaban su cartera. La calle bajaba sin esfuerzo hacia el local donde finas luces multicolores —tanto más brillante el carrusel de la tentación cuanto más clandestino el pecado— anunciaban la entrada. Empujó la puerta acolchada y descendió el largo tramo de escaleras que conducían al sótano. Abajo, en el amplio vestíbulo, dio el número de su DNI a la empleada y, mientras lo tecleaba en el ordenador, despreció la hilera de tragaperras para echar un rápido vistazo al panel de premios: un acumulado de doce mil, una reserva de veinticinco mil y un superbingo de tres mil. Con su rapidez habitual, calculó que con el premio de la máquina tenía para jugar entre setenta y ochenta cartones. Una cantidad considerable que ofrecía muchas posibilidades de alcanzar cualquiera de los tres grandes que le permitiría volver a casa con el dinero que había perdido unos días antes.
Abrió despacio la puerta y avanzó sin llamar la atención, procurando que no sonaran sus pasos. Siempre le parecía que el salón estaba iluminado en exceso, que todo era demasiado visible y brillante. A él le hubiera gustado deslizarse por una penumbra propicia al ocultamiento.
El local estaba lleno en sus tres cuartas partes, lo que auguraba premios altos. Había gente de todas las edades y, a juzgar por su apariencia, de toda clase social: el juego siempre había sido una debilidad de estirpe democrática, cuya esencia no variaba apenas desde el sórdido callejón de los dados al bacarrá del casino francés. Buscó una mesa pequeña y vacía. Aún no habían retirado las copas sucias de los anteriores clientes, el cenicero lleno de colillas, los cartones tachados, restos de una frustración que ahora le pareció muy ajena. Vino una chica y los recogió para arrojar junto a su mano un cartón y cobrar el importe. Iba vestida con una blusa clara, un pantalón ajustado y zapatillas deportivas, todo de un moderado erotismo juvenil que no interfiriera en el desarrollo del juego.
Se encendieron los paneles y las bolas comenzaron a saltar enloquecidas dentro de la urna de cristal mientras una voz cantaba los números que salían y eran mostrados en las pantallas. En la sala reinaba un silencio insólito para un lugar público con más de cien personas. Todavía lleno de fe, confianza y euforia comenzó a tachar en el cartón.
Le gustaba en especial aquel juego. Los números eran su territorio natural: desde hacía cuarenta años había trabajado con cifras sin que los cálculos le supusieran apenas esfuerzo. No le importó que una voz femenina a sus espaldas cantara línea cuando a él ya sólo le faltaba una casilla para completarla, porque su ambición se dirigía al premio completo. Se reanudó el canto y siguió jugando, viendo cómo aumentaban los números tachados de su cartón como un caballo miraría crecer la hierba. Era su día de suerte.
De modo que cuando oyó en algún lugar de la sala que una mujer gritaba aquella palabra que contenía la solución a su miedo y a su deuda, observó incrédulo la pantalla donde se mostraba el cartón ganador, desconcertado porque no había sido el suyo cuando únicamente le faltaba tachar el número 5.
Miró alrededor y comprobó que todos arrojaban los cartones inútiles con gestos en los que apenas quedaba fe o esperanza de triunfo, sólo la ansiedad rutinaria que tan bien conocía. Pero esa noche se negaba a ser uno de ellos, uno de los burlados por la suerte que regresaban a casa con la cartera vacía. Esa noche había entrado en el Paraíso, pensó, y el Paraíso es ese lugar donde eternamente se dan las combinaciones de azar que uno lleva en las manos. Pagó el nuevo cartón que la chica puso ante él sin consultarlo y esperó que la nueva ronda de bolas corrigiera el error.
No había transcurrido una hora y había perdido tres cuartas partes del dinero ganado en la máquina. Estaba jugando ya con dos cartones simultáneos, tachando con contenido frenesí los números que veía salir en la pantalla, demasiado impaciente para esperar a que la monitora los cantara. Tenía el vaso vacío, pero no recordaba haber bebido y su boca seguía seca. Ya había pasado el especial y había pasado en vano, sin que nadie lo acertara, aumentando el bote para el día siguiente y el deseo de volver a jugar.
En un descanso contó el fondo que le quedaba: veinticinco euros. A partir de ese momento ya no aspiraba a ganar, se conformaba con recuperar lo perdido. Un solo golpe de suerte para volver a la situación inicial antes de bajar a aquel sótano, un solo golpe de suerte para recuperar el premio de la máquina, aunque no ganara ni una sola moneda más.
—No, uno solo —le dijo más tarde a la chica, cuando le arrojó dos nuevos cartones, con la sensación de que apenas había logrado articular las tres palabras, que incluso a sus oídos habían sonado como las de esos sordos profundos a quienes se les ha enseñado a hablar demasiado tarde. Su cartera estaba vacía y se había registrado los bolsillos hasta encontrar la calderilla suficiente para pagarse una última oportunidad.
Y eso había sido todo.
Se levantó y echó a andar hacia la puerta por la sala en exceso iluminada, una mezcla problemática de hombre y fracaso, sintiendo que todos adivinaban en sus ojos, en su forma de caminar y de moverse, que lo había perdido todo y que se marchaba no por cansancio ni prudencia ni cálculo, sino porque no quedaba en sus bolsillos nada que apostar.
En la calle aún caliente los pies comenzaron a arrastrarlo hacia su casa mientras organizaba las mentiras que ocultaran la mezcla de decepción, arrepentimiento y burla que lo aplastaba, convencido de que de todas las formas que tiene un hombre para destruirse, él había elegido la más estúpida, la menos placentera, la más absurda. La cadena ya estaba puesta y tuvo que llamar al timbre. Hasta para entrar en su propia casa necesitaba pedir permiso.
Su mujer abrió y se apartó a un lado para que pasara, con la misma actitud de indiferencia con que recibiría el periódico o la botella de leche. En las manos tenía unas tijeras y un cigarrillo encendido.
—¿Dónde estabas? —preguntó, pero no le dio tiempo a responder—. Las niñas ya se han acostado —añadió enseguida, recelosa, reprochándole su tardanza.
—Hemos tenido mucho trabajo en la oficina. Parece que las cosas están complicándose. Nos han devuelto algunos precontratos que estaban aceptados —dijo esperando que aquella información desviara su interés.
Se cambió los zapatos de calle y se dirigió hacia la cocina tras un breve vistazo al salón —su mujer estaba confeccionando nuevos cojines de gomaespuma, y por eso las tijeras—, donde ella había impuesto en tapicerías y cortinas una recargada decoración de sedas, moarés y terciopelos de colores pastel, como un modo estúpido y falsario de impedir con una pantalla de flores que hasta allí llegaran las cosas salvajes y sórdidas que inundaban el mundo: el crimen, la ruina, los abortos, la suciedad o las mutilaciones.
—¿Hasta ahora?
—Casi hasta ahora. Tenía la boca seca y me detuve a tomar una cerveza. Tanto calor.
Observó el plato con la comida, los alimentos fríos y pasados cuyo aspecto le quitó el poco apetito que traía y, aunque dudó en usar el microondas, prescindió de él para acortar el tiempo que ella —una bata cubriendo la gordura, de la que brotaba el cuello ancho y temblón, una cabellera hinchada por la permanente, un rostro sin sonrisa, a veces asomando entre los lentos labios una lengua roja y granulosa como la cresta de los gallos— permanecería con él en la cocina.
—¿Quiénes estabais? ¿Miranda y tú?
—Sí.
—No sé qué va a ser de la empresa ahora que ya no está Martín.
—No es sólo la ausencia de Martín. Son las dos muertes. Y de esa forma —añadió, satisfecho de haberla interesado, casi sorprendido, él, que siempre había sido incapaz de decir una mentira que alguien creyera— la gente parece haber perdido la confianza en nosotros.
—Pero no es la muerte, sino quién muere, lo que afirma o elimina la confianza de la gente —insistió ella, con un argumento que, en su boca, le pareció inesperadamente agudo—. Supongo que esos que se han echado atrás piensan que Construcciones Paraíso es una mesa demasiado grande para sostenerse sobre dos patas. Y Martín era tan… —dudó, sin encontrar la palabra exacta, moviendo las tijeras que mantenía en las manos con esa especie de amenazadora inercia con que los peluqueros siguen chascando en el vacío mientras piensan cómo harán el próximo corte.
—¿Tan…?
—Tan convincente…, tan enérgico…, tan decidido… —encontró al fin las cualidades que a él le faltaban, con aquella manera de hablar que sin ser un insulto directo tenía el veneno suficiente para irritarlo.
Sintió la tentación de replicar, pero entonces correría el riesgo de despertar su ferocidad y que ella recordara el inicio de la conversación y terminara preguntándole en qué bar había estado tomando la cerveza y durante cuánto tiempo y a quién había visto. Y para evitarlo, una vez más guardó silencio.