Rellano

—Pero ustedes habían firmado ya con nosotros.

—Lo sabemos y le pedimos disculpas. Sin embargo, no vamos a seguir adelante. No podemos comprar.

Miranda y Santiago Muriel entraron en las oficinas y escucharon aquellas últimas frases entre una de sus empleadas y una pareja joven que estaba frente a ella.

—¿Cuál es el motivo? Si es el tamaño, tenemos viviendas más pequeñas. O más grandes.

—Solamente motivos económicos. No podemos comprar. Habíamos hecho mal los cálculos —dijo la mujer sin esforzarse demasiado en simular que no mentía.

—Motivos económicos —repitió el hombre.

La empleada vio a los dos dueños junto a la puerta, escuchando, y aún insistió en su oferta.

—Podemos estudiar alguna fórmula de financiación.

—No, no pierda el tiempo. No vamos a comprar esa vivienda.

—Están dejando escapar una excelente oportunidad —dijo, sin apenas paciencia, sin intentar nada parecido a la convicción o al entusiasmo, como si también hasta aquella primera mesa hubiera llegado el desconcierto iniciado tres semanas antes allí al fondo, en torno a la maqueta de Maltravieso.

Miranda y Santiago Muriel caminaron por el pasillo hasta la sala de reuniones.

—Es el cuarto precontrato que nos anulan en una semana —dijo el gerente señalando vagamente hacia atrás—. Y lo que es peor, no hemos firmado ninguno nuevo.

Miranda avanzó hacia la silla que solía ocupar, pero cambió bruscamente de dirección y se acercó a la ventana cerrada. En la plaza brillaba el sudor del sol estallando contra el asfalto. El aire acondicionado de la oficina acrecentaba el calor de fuera.

—Todo esto es una situación transitoria. Si yo me planteara comprar una vivienda, tampoco iría ahora a Construcciones Paraíso. Estas dos muertes nos dan una imagen de empresa frágil y conflictiva. Yo tampoco arriesgaría mi dinero en una firma inestable. Pero es una situación transitoria que pasará en cuanto todo se aclare. O se olvide —añadió.

—Sí, supongo que sí.

Permanecieron en silencio unos minutos, sin mirarse, sin atreverse a decir todo lo que pensaban. Luego, ella renunció y dijo:

—En el peor de los casos, ¿cuánto tiempo podríamos resistir así?

—¿Así?

—Sin vender. Sin ingresar nada.

—Depende. Es complicado. Si no comenzamos más obras y nos dedicamos a terminar lo que ya está contratado, un año. Tal vez un año y medio. Reducimos la plantilla a la mitad y volvemos a ser una empresa de encargos, que únicamente construye lo que le piden. Pero si queremos construir nosotros para vender luego, necesitaremos capital para invertir.

—En esta segunda opción, ¿cuánto resistiríamos?

—Siete, nueve meses. Si para entonces no ha llegado demanda, habría que renunciar al proyecto de Maltravieso —dijo la palabra que ella estaba esperando—. Acabamos de pagar a los herederos de Martín para comprarles su parte y hemos reducido parte de los fondos. Si quieres, te saco un extracto.

—Después.

—Sin aportaciones de los compradores, no podremos afrontar ni siquiera la primera fase completa.

Muriel vio cómo ella se giraba y le daba la espalda para mirar de nuevo hacia la plaza. Se preguntó si estaría intentando no llorar. La notaba tensa, demasiado inmóvil, en contraste con su habitual actitud de hacer muchas cosas y muy deprisa, fingiendo energía.

—Nunca renunciaré a Maltravieso.

La discusión que veinte días antes habían mantenido ella y Martín sobre la forma de construir pareció vibrar de nuevo entre las paredes. Si ya entonces él había apoyado los criterios de Ordiales, ahora la prudencia, los cálculos y el miedo a la bancarrota lo reafirmaban en las mismas tesis. Después de pagar a sus herederos no disponían de fondos para asumir los riesgos de una aventura. Sólo podrían enfrentarse a proyectos de resultados seguros. No a bonitas y costosas casas de diseño que aún tardarían algún tiempo en ser aceptadas en Breda, en dejar de ser consideradas lugares más propios para ser admirados que para vivir en ellos. Pero ahora, después de repartir proporcionalmente las nuevas acciones, Miranda era la socia mayoritaria y podía tomar las decisiones.

—Para llevarlo adelante necesitaríamos un tiempo durante el cual no podríamos resistir con la desbandada de clientes que estamos sufriendo —insistió.

—Sacaremos el tiempo necesario o el dinero necesario. No te preocupes.

—¿De dónde? —preguntó aún, aunque sabía que para ese tipo de preguntas ella nunca tendría respuestas. En cambio, Martín… Martín habría sido capaz de vender iglúes en el Sáhara.

—No te preocupes —repitió—. Lo sacaremos de algún sitio.

Pero aquella afirmación vaga y optimista no logró borrar su desaliento. Miró su espalda, la figura que iba desde la melena rubia sabiamente desordenada hasta los zapatos de tacón. Los dos eran muy distintos y no tenían otro vínculo que el pasado común con el viejo Paraíso. Era Martín quien los había aglutinado con aquella energía y capacidad suya para ser el alma de la empresa, y no porque él hubiera conquistado a la fuerza su centro, sino porque la propia empresa parecía haberse movido para estructurarse por entero alrededor de su intenso polo de atracción. Desaparecido él, todo podría fragmentarse como los planetas de un sistema solar cuyo sol se hubiera esfumado de repente. Los cuerpos que giraban en sus órbitas simplemente se alejarían hacia otras estrellas, se apagarían sin su fuego protector, se hundirían en el terror del vacío o chocarían entre ellos al intentar ocupar el centro vacante. Sólo se podía especular sobre cuánto tiempo tardaría en producirse aquella desarticulación.

—Sé lo imprescindible que eres en esta empresa —dijo Miranda. Sus pensamientos parecían haber discurrido por caminos paralelos—. Y ahora más que nunca los dos tenemos que unir fuerzas para salir adelante. No podemos desconfiar uno del otro, y en esa desconfianza no me refiero a esas dos muertes. Sé que ambos somos incapaces de una brutalidad semejante. Me refiero a que debemos actuar de acuerdo en la estrategia comercial. Quiero seguir adelante con Maltravieso, pero cederé en los aspectos que me señales como económicamente inviables. No voy a permitir que Martín venga desde el otro mundo a enemistarnos. Esa sería su mayor victoria.

Asintió con la cabeza, sin decir nada, esperando que ella se conformara con el gesto y no le exigiera más palabras. Pensó en lo que acababa de decir: «enemistarnos». Ahora lo trataba como si fueran amigos, cuando nunca había habido entre ellos ninguna amistad. Eran absolutamente distintos: la edad los separaba en veinte años; ella era elegante, culta, se preocupaba por su aspecto, cuando la apariencia más común en él era el desaliño; ella estaba soltera, vivía sola y más de una vez había oído noticias de esporádicas aventuras sexuales para las que no parecía tener demasiado pudor, y él, en cambio, vivía con… ¡no!, bajo una mujer que desde hacía varios años le negaba su contacto sin que él se sintiera en absoluto desairado, porque no sentía por ella y su obesidad ninguna atracción física. De hecho, ya no la sentía apenas por ninguna mujer, estaba muerto, sólo experimentaba débiles impulsos al cruzarse por la calle con alguna jovencita que pesara cuarenta kilos menos que su esposa.

Sus mundos eran muy diferentes. En realidad lo habían sido siempre, desde que Miranda era una niña tímida que a veces iba al pequeño despacho de su padre y se quedaba junto a él sin apenas contestar a los saludos o los halagos falsos y amables de los empleados, hasta ahora, en su papel de enérgica mujer directiva, pasando por la arisca adolescente o la jovencita estudiante que al visitar las nuevas oficinas miraba los planos y las maquetas de los proyectos sin disimular su displicencia, su ambición y las alusiones a que todo aquello mejoraría en cuanto ella acabara sus estudios y se hiciera cargo de los diseños.

De pronto pensó que sí había algo en lo que ambos eran iguales, una cualidad que compartían: los dos eran infelices. Si se lo preguntaran a él, no sabría decir desde cuándo: posiblemente lo había sido siempre. Pero su infelicidad había ido acrecentándose poco a poco con los años hasta llegar a aquel estado pasivo de desdicha cotidiana, atrapado entre un entorno familiar en el que a nadie parecía importarle y el intenso remordimiento que le sobrevenía tras cada una de sus recaídas en el juego. Sospechaba, sin embargo, que la infelicidad de ella era más reciente y que se debía a todo lo contrario: a la ausencia de intensas emociones sentimentales o afectivas, a eso que desde siempre se había llamado soledad.

—Sí —dijo—, terminaremos encontrando una solución.

* * *

Los había citado para las nueve, pero cinco minutos antes ya estaban allí, duros y jóvenes y disciplinados, esperándolo en la puerta de su despacho, vestidos de paisano, tal como les había indicado. Vista por alguien que no los conociera, Andrea podría pasar por una administrativa, o una funcionaría, o, también, por una atractiva ama de casa que trabaja en su hogar no por resignación, sino porque los oficios de fuera son menos interesantes que el cuidado de su familia. Ortega, en cambio, no lograba ocultar con ningún tipo de vestimenta la fuerza que llevaba dentro y entrenaba cada día —del mismo modo que el león no puede ocultar su ferocidad o el zorro su astucia— y, si no se pensaba en él como policía o escolta privado, se creería que era camionero, o repartidor de alguna mercancía pesada o peligrosa.

Si durante algún tiempo lo dudó, ya había renunciado a separarlos. Sin confraternizar, se complementaban bien en las tareas. No como una de esas grotescas parejas de policías que durante un tiempo habían sido un subgénero de moda en estúpidas películas de Hollywood, en las que uno de ellos tiene las virtudes y defectos que le faltan al otro, sino más bien como corredores de relevos encargados respectivamente de la salida y la llegada: ambos tenían velocidad y resistencia, si bien uno era más explosivo al partir y la otra alcanzaba su mayor rendimiento en una aceleración progresiva. Ya los conocía bien, mediante el sencillo procedimiento de haberse detenido a comprenderlos primero como hombre y mujer y, sólo entonces, comprenderlos como guardias. Sabía, además, que ambos obedecerían siempre, por más que —como cualquiera de los que trabajaban en el Cuerpo— algunas veces recibieran órdenes que no hubieran querido obedecer.

Gallardo se sentó tras la mesa en la que únicamente había un pisapapeles —con el haz de lictores, la espada y la corona real— y una carpeta negra y esperó a que ambos abrieran sus cuadernos.

—Supongo que aún no hay nada relevante —dijo, puesto que había ordenado que lo avisaran en cuanto apareciera cualquier mínima pista.

—Nada relevante —confirmó Ortega, con la cabeza agachada sobre el cuaderno, como si de algún modo ellos fueran responsables de aquella falta de novedades.

—¿Y el puerta a puerta?

—También en vano. Si fue hasta allí en coche, debió de dejarlo en algún lugar cercano donde no llamara la atención, tal vez en el aparcamiento del hipermercado, y desde allí llegar andando al chalet. El ruido de un motor podría llamar la atención en ese tipo de calles, tan silenciosas.

—Posiblemente fue así. Ya sabemos que no es ningún necio.

—Conoce bien el terreno donde se mueve —añadió Andrea—. La urbanización es de esos chalets con altos muros exteriores cuyos inquilinos ganan en silencio e intimidad en la misma proporción en que aumenta su miedo. De algún modo, es como vivir aislados. Pero, quienquiera que fuese, sabía bien que, una vez dentro, nadie lo vería.

—Ya suponíamos que no encontraríamos ninguna ayuda desde fuera, a menos que un golpe de azar se pusiera de nuestra parte. Y hasta ahora también el azar nos es esquivo. Los de laboratorio han confirmado lo que nosotros vimos antes: no hay ninguna huella o señal de que alguien saltara el muro. Pero tenemos un detalle más —añadió mirando un papel que sacó de su carpeta—. Al desmontar la cerradura han encontrado unas minúsculas limaduras. Quien entró después de Santos había sacado una copia de la llave, y para eso debió acceder a uno de los originales de la oficina o de la caseta. Ese dato confirma que debemos limitarnos a buscar entre la gente cercana a Construcciones Paraíso. ¿Comprobasteis sus declaraciones?

—Sí —respondió Andrea—. Hemos hecho un informe con las horas y lugares donde cada uno de ellos se encontraba entre las ocho y las nueve —dijo poniendo unos folios sobre la mesa.

El teniente los cogió, pero prefirió que ella le resumiera sus impresiones.

—¿Algo que llame la atención?

—No. Excepto que podría decirse que todos se han puesto de acuerdo para no tener coartadas firmes. Ninguno de ellos estaba acompañado por alguien neutral. Las dos mujeres, Miranda y Alicia, estaban en sus casas. La aparejadora cenando sola y preparándose para descansar. Miranda iba a salir a cenar con unas amigas en el restaurante del Europa. ¿Adivina quién llegó también? —se atrevió a preguntar.

—No.

—Velasco.

—¡Vaya! ¡Qué casualidad! Tendremos que seguir mirando a ver si vuelven a coincidir por ahí.

—Hemos comprobado que ambos llegaron alrededor de las nueve y media, pero durante la hora anterior nadie los vio. Viven solos.

—¿Velasco pudo tener acceso a las llaves? —preguntó.

—Sí. También él tuvo su oportunidad. Dos días antes había estado en la obra del bloque calculando el material que necesitaría para instalar unos sistemas de seguridad.

—¿Y Muriel?

—Llegó aún más tarde a su casa. Sobre las diez. Estuvo tomando algunas cervezas en dos bares del centro. Los camareros creen recordarlo, pero no pueden precisar la hora exacta de llegada y salida. Pudo encontrar un hueco de quince minutos para acercarse al chalet.

—¿También estaba solo?

—Sí. En general, todos ellos son gente solitaria —se atrevió a una interpretación personal que no era un dato objetivo de horas, lugares y movimientos.

El teniente asintió complacido. Por detalles así era por los que le gustaba tenerla trabajando en aquellos casos complicados, porque se detenía en perspectivas que él no imaginaba o tardaba en advertir.

—¿Y el capataz? ¿Y Tineo? ¿También estaban solos?

—A esas horas, Tineo aún seguía con su mujer en el campo, según declaran ambos, intentando salvar el parto de una vaca que venía mal. Pero no tenemos a nadie más que lo confirme o lo niegue.

—No es imposible, pero parece arriesgado que se desplazara cuarenta kilómetros hasta Breda y otros tantos de vuelta. Nosotros lo hemos hecho, cronometrando el tiempo. Con esa carretera, desde Silencio hasta la puerta del chalet es difícil bajar de media hora —dijo Ortega.

—Sin embargo, Tineo trabajó en la construcción de la casa. La conocía y, tal vez en algún momento anterior, podría haber tenido acceso a las llaves. Ya sé que es improbable, pero me parece prematuro descartarlo. ¿Y Pavón?

—Pavón. Nos dijo que a esas horas estuvo en el garaje de su casa limpiando el carburador de su coche. Tampoco hay testigos. Resulta curioso que no sólo no tenga ninguna coartada, sino que todos los indicios apunten hacia él: estaba cerca de Santos cuando se fue del bloque, tiene un acceso fácil a las llaves y dispone de libertad de movimientos entre una obra y otra. Además, se llevó con él a Santos al chalet, dos días antes, para que lo ayudara con el material de pintura. Pero encaja demasiado en el centro de las sospechas para que, de ser él quien arrojó al agua la taladradora, no se hubiera buscado alguna coartada —dijo Andrea.

El teniente se recostó hacia atrás en el sillón.

—Puede que alguien más tuviera oportunidad y medios y motivos para matar a Ordiales y a Santos, pero creo que hemos logrado aislar a los posibles implicados. Habrá que revisar todos los datos desde el principio.

—No tenemos la evidencia definitiva de que sólo haya un asesino —se atrevió a apuntar Andrea. Era la primera vez que pronunciaban aquella palabra que tanto evitaban siempre, hasta haber comprobado la intencionalidad del homicidio—. Han sido dos formas muy distintas de matar.

—Lo sé —dijo el teniente—. Si para arrojar a Ordiales desde allí arriba se necesitó fuerza, o engaño, o sorpresa, o un momento de locura, con Santos idearon una forma fácil que no nos aclara nada: no se necesita ni energía ni rapidez ni grandes conocimientos. Sólo un poco de crueldad. Pudo hacerlo cualquiera, un hombre o una mujer, alguien zurdo o diestro, sabio o ignorante. Pero tendremos que partir de las hipótesis más probables.