Pintura

Contra su costumbre, Cupido se levantó muy temprano a la mañana siguiente, de modo que pudo observar desde su coche la llegada de los trabajadores a la obra del bloque. Enseguida comenzaron los ruidos y el trajinar de hombres y máquinas en distintos niveles de altura o profundidad, como una colmena de pronto activada por la espuela del sol. Pero ni el hombre gordo ni ningún otro pintor había aparecido por allí una hora después de iniciado el trabajo.

Eran más de las nueve y ya iba a marcharse para llamar por teléfono a la oficina de Construcciones Paraíso cuando vio llegar precipitadamente en un todoterreno a Miranda y a Santiago Muriel.

Enseguida apareció Pavón. Vio cómo hablaban con él unos instantes, con gestos preocupados, y cómo el capataz negaba con la cabeza de pelo seco y duro, señalando hacia la obra y hacia el reloj que llevaba en la muñeca. Después llamó a dos albañiles y les ordenó algo que les hizo regresar al interior del bloque, mientras los tres esperaban abajo. El detective intuyó que también ellos estaban buscando al pintor, y el temor a una nueva violencia se le apareció de forma precisa. Por un momento tuvo la sospecha de que, a pesar de toda su discreción, alguien lo hubiera visto husmeando la tarde anterior alrededor de las obras y que su presencia hubiera provocado lo que ahora temía. Pero rechazó la idea hasta tener más datos de lo que estaba ocurriendo. Las preguntas se acercaban a su boca y ya iba a salir del coche para interesarse cuando vio que los dos socios y el capataz montaban en el todoterreno y arrancaban.

Los siguió discretamente, sin dejarse ver, hasta llegar a la casona del barrio viejo que la empresa estaba rehabilitando, donde volvió a repetirse la misma búsqueda nerviosa y expectante. Luego, otra vez montaron y se dirigieron hacia las nuevas urbanizaciones periféricas con que Breda había ido cambiando su antigua fisonomía de pájaro.

Allí los vio detenerse ante la alta verja de un chalet, abrir la puerta con una llave que traía Pavón y desaparecer en su interior. Al bajar del coche y acercarse, Cupido notó el olor a pintura y, sin ninguna cautela ya, se precipitó tras ellos. Estaban al otro lado de una valla metálica, pintada a medias de blanco, que separaba la piscina del resto del patio. Miranda se había dado la vuelta para no ver aquello que había estallado contra sus ojos inundándolos de horror, se había llevado las manos a la boca y miraba avanzar a Cupido como si no lo viera, con las pupilas enfocadas en el vacío. Muriel y Pavón estaban agachados sobre el borde de la piscina y hacían esfuerzos para sacar del agua el cuerpo gordo, grande, blanquecino y casi desnudo. Se inclinó a ayudarlos, tirando del brazo izquierdo. Entonces vio la mano en la que faltaban dos dedos, una más de aquellas mutilaciones y cicatrices que había visto desde su infancia, chirlos anchos y oscuros producidos por hoces, arados o podones que no fueron cosidos por ningún cirujano, cuyos dueños heridos simplemente cerraron los dientes al dolor y a la queja y esperaron a que secaran y cicatrizaran, confiados en que la pus haría una vez más de forma impecable su trabajo. La palma de la mano presentaba esa textura rugosa que aparece cuando se lleva mucho tiempo en el agua.

Al tenderlo sobre la plancha de corcho blanco, se inclinó su cabeza y de su boca salió un pequeño borbotón de agua levemente teñida de rojo, como una bocanada de flores marchitas. Estaba frío y los tres hombres en pie fueron conscientes de la inutilidad de intentar hacer algo. El color amoratado de la piel y la incipiente rigidez del cuerpo indicaban que hacía muchas horas que había muerto. Cupido miró alrededor, por encima de la alta valla, pero desde ningún sitio podían haber visto nada.

Todavía intentando serenar su respiración tras el esfuerzo, oyeron cómo Miranda marcaba un número corto en su teléfono móvil y preguntaba por el teniente de la Guardia Civil. También pedía que enviaran una ambulancia.

* * *

Todo era siempre lo mismo: las fotos y los feroces chispazos de los flashes, los primeros test para averiguar la hora, la búsqueda de huellas, el análisis del cuerpo in situ para determinar qué había debajo o encima, el leve asco y el miedo y la rabia y las preguntas iniciales mientras los guardias en la puerta contenían la irresistible curiosidad pública, siempre en proporción directa a los metros de cinta de baliza y al número de sirenas que intervenían. Tampoco ahora iba a contar con la «brigada de los sabios» que enviaban desde Madrid cuando la víctima era alguien importante, o de edad adolescente o infantil, y su muerte podía producir alarma social. En esta ocasión lo habían dejado solo para resolver el crimen de Martín Ordiales y, ahora, el de Santos, porque habrían pensado que un constructor de provincias no era socialmente significativo. Lo prefería así: actuar solo, con la única ayuda de Andrea y Ortega y la imprescindible aportación de forenses, fotógrafos y demás técnicos provinciales.

—De modo que no podías faltar tampoco en esta ocasión —dijo llevándose aparte a Cupido antes de hablar con ninguno de los otros tres—. No podías haberte quedado quieto, sin mover el culo de ese despacho que parece la habitación de un estudiante, sino que también has tenido que meter las narices en esta historia.

—Es mi trabajo. Me pagan por hacerlo.

—¿Quién?

—Alguien que confía más en un solo detective privado que en todo el aparato de las fuerzas de la ley.

—No me toques los cojones, Cupido —dijo—. Tú no eres ni un cura ni un periodista ni un abogado para venirme otra vez con secretitos de alcoba.

—De acuerdo, de acuerdo, no soy nada de eso. Pero sabe que no le diré nada de mi cliente. Juraría mil veces en un juicio que estoy aquí por pura curiosidad profesional.

—Ya hablaremos tú y yo de esos clientes que tanto te buscan. Ahora me interesan cosas más importantes. Ven conmigo.

Pasaron junto al cuerpo que ya habían tapado con una brillante tela metálica y el teniente se detuvo un momento ante el cable eléctrico de la alargadera y se inclinó sobre el bordillo de la piscina para observar con una mirada astuta y pericial la taladradora en el fondo azul de gresite. Un agente buscaba huellas en el otro extremo del cable, enchufado en una toma de corriente junto a una puerta que daba al patio.

—¡Qué hijo de puta! —masculló caminando hacia la casa en cuyo interior vacío de muebles y aún polvoriento Miranda, Muriel y el capataz esperaban en pie y en silencio. Junto a ellos, Andrea observaba por la ventana las maniobras de sus compañeros en el patio. Al ver llegar al teniente, se sentó en un peldaño de la escalera y abrió un cuaderno para tomar notas.

—¿Por qué vinieron los tres juntos a buscarlo?

—En un principio estaba yo solo —dijo Muriel—. Esta mañana, apenas abrí la oficina, sonó el teléfono. Era la madre de Santos. Es una anciana y él su único hijo. Estaba muy preocupada porque no había ido a dormir en toda la noche.

—¿Había ocurrido eso más veces?

—Nunca una noche entera. Algunas veces se retrasaba o se perdía, aunque lo normal es que el retraso sólo durara unas pocas horas. Santos podía quedarse dormido en cualquier sitio sin que nadie lo advirtiera. Un edificio en obras es un lugar en el que es fácil perderse. Y como a menudo hacía recados de un sitio a otro, no siempre sabíamos dónde estaba. Martín lo mantenía en la empresa no por el trabajo que desempeñaba, sino por simpatía, o piedad, o algo así.

—La madre llamó entonces por teléfono —repitió el teniente.

—Sí. Enseguida llegó Miranda y decidimos ir los dos a ver si se encontraba en el bloque. El día anterior estaba trabajando allí.

—Yo le había encargado limpiar con vinagre y estropajo una fachada de ladrillo visto —intervino Pavón—. Y lo estuvo haciendo hasta que en algún momento desapareció sin que me diera cuenta.

—Como no lo encontramos, fuimos a una vieja casona que estamos rehabilitando. Luego vinimos aquí.

—¿Por qué aquí?

—Es otra obra nuestra. Y quedaba una valla por pintar.

—¿Pintar?

—Es el único trabajo que Santos hacía bien, aunque muy lentamente. Unos días antes habíamos colocado la valla. Si él oyó que era necesario pintarla, no es imposible que se anticipara a venir a hacerlo por su cuenta.

—¿Así? ¿Sin que se lo mandaran? —preguntó el teniente con un recelo que iba más allá de la extrañeza, pero que se detenía antes de ser incredulidad.

—No debe crearse una impresión falsa del funcionamiento de esta empresa —dijo Miranda—. Sabemos en cada momento lo que está haciendo cada empleado. Excepto con Santos. Era una debilidad de Martín, su única debilidad, diría yo. Se le permitía ir de acá para allá. Santos no era… normal. Recibíamos una ayuda de la Administración por tenerlo empleado.

—¿Por qué pintar? —insistió.

—Le gustaba mucho —dijo Muriel—. Todos sabíamos que de algún modo se… colocaba con las emanaciones de la pintura o del disolvente. Todos lo habíamos visto algunas veces en ese estado.

—¿Con el disolvente? ¿Y no es peligroso en una obra?

—¡Claro que sí! Pero en esas tareas sí lo controlábamos. Quiero decir que sólo pintaba de cuando en cuando, y siempre interiores, o verjas junto al suelo, o sótanos. Nunca donde hubiera la mínima posibilidad de un accidente. Martín había dicho muchas veces que lo dejáramos, que no hacía daño a nadie.

—Entonces, ¿nadie lo envió aquí?

Los tres se miraron mientras negaban con la cabeza. Cupido, que se había retirado hasta apoyarse en una pared, observó que, con sólo unos días transcurridos en tensión, de pronto parecían varios años más viejos y débiles, pero no lo suficiente para que con aquel interrogatorio colectivo el teniente sacara de alguno de ellos algo comprometedor. Aquel tipo de preguntas sobre horarios y movimientos casi nunca conducían a nada, puesto que eso era lo primero que organiza alguien que quiera mentir. Eran textos de poco valor en el sumario posterior, párrafos sin demasiado interés, a veces rutinarios, si bien el juez lector los exigiría si faltaran, porque, en un litigio donde se ignora quién es culpable o inocente, no podría afirmar que había sido justo y ecuánime si en la redacción completa del proceso no figurara ese tipo de páginas.

—¿Pudo mandarlo alguien más, aparte de ustedes tres?

—Sólo Alicia toma algunas veces pequeñas decisiones sobre la organización del trabajo. Pero no en este caso. Cuando esta mañana salíamos de la oficina llegaba ella. Le dijimos que Santos había desaparecido, que íbamos a buscarlo. No sabía nada.

—¿Quién había traído el material, la pintura y la taladradora?

—La pintura yo —dijo Pavón—, hace dos días. El propio Santos vino conmigo a ayudarme.

El capataz sintió todas las miradas posadas sobre él durante unos segundos, pero su rostro no pareció afectado, los ojos resbalaban sobre él como el agua sobre la piedra.

—¿Y la taladradora?

—Estaba dentro de la casa, con otras pequeñas máquinas y clavos y algunas maderas —añadió Pavón—. Los carpinteros no habían terminado con los armarios empotrados y con algunas puertas del sótano que se habían hinchado con la humedad y no encajaban.

—Pero ayer tarde los carpinteros no estaban aquí.

—No. Así se trabaja en la construcción. Se mantienen varios frentes abiertos y se va de uno a otro, según la urgencia. Es la forma de sacar el mayor rendimiento a los empleados. Cobran demasiado para tenerlos desocupados —dijo Muriel.

—Una última pregunta. ¿Cómo consiguió las llaves?

—Siempre tenemos en la oficina un juego de todas las obras, pero Santos no pudo cogerlas de allí —dijo Miranda.

—Otra copia está en la caseta de herramientas del bloque, colgada en un panel. Cada llave con su etiqueta. Procuramos dejar siempre un juego a mano para cuando se necesita, sin tener que ir a la oficina ni esperar a que la abran. La tercera copia la guardo yo personalmente y con ella abrí esta mañana cuando vinimos —dijo Pavón.

—El juego de la caseta, ¿es éste? —preguntó el teniente sacando de su cartera un pequeño manojo metido en una bolsa de plástico transparente.

Pavón se acercó a él, leyó la etiqueta y confirmó:

—Sí, lo es.

—Estaba en un bolsillo de la ropa de Santos.

—Debió de cogerlo de la caseta en algún momento. Está abierta durante toda la jornada de trabajo. Yo me encargo de cerrarla al irnos, pero no miré si faltaban esas llaves.

El teniente se quedó en silencio, como si ya hubiera recogido toda la información preliminar necesaria y de momento no tuviera más preguntas que hacer.

De todos los presentes, el único que no había hablado era Cupido y el detective evaluó la posibilidad de que Gallardo le hubiera permitido estar allí no como un testigo de los que encontraron el cadáver, sino para permitirle acceder de un modo directo a una información necesaria para su trabajo y de la que obtener un mutuo beneficio. Si ésa era la causa, sabía que más pronto o más tarde vendría a exigirle su porcentaje en los frutos.

Gallardo miró a la agente que seguía completando sus notas sentada en la escalera y dijo:

—Ésta es la situación: un empleado de Construcciones Paraíso muere desnudo en una piscina cuya valla de protección estaba pintando sin que al parecer nadie responsable de la empresa lo supiera ni lo hubiera enviado aquí ni le hubiera entregado las llaves. A falta de la confirmación de la autopsia, todo indica que la causa de la muerte fue la electrocución provocada por una taladradora conectada a la red que alguien debió de arrojar al agua.

—¿No pudo caerse? ¿Por qué descarta tan pronto un accidente? —preguntó Miranda.

—¿Caerse? ¿Santos?

—La taladradora.

—¿Caerse la taladradora?

—Bueno, hemos visto que en la valla hay suelto algún tornillo de los que la anclan al suelo. Tal vez él también lo advirtió y trató de arreglarlo. Tal vez enchufó la máquina, pero al ver el agua decidió darse antes un baño y si la dejó allí, al lado del bordillo…

—No descartamos nada. ¿Pero no le parece todo eso demasiado complicado?

—Santos no era… como nosotros. Quiero decir mentalmente. No siempre se podía adivinar lo que pasaba por su cabeza —persistió Muriel, poniéndose al lado de Miranda frente al leve acoso de la ley.

—¿Caerse la taladradora? —repitió el teniente, sin ocultar la súbita irritación—. Voy a decirles lo que pensamos nosotros de todo esto. Ya estábamos seguros de que a Martín Ordiales alguien lo empujó desde allí arriba para que se estrellara contra los escombros. Pero si quedaba alguna duda, si podía quedar alguna duda, con la muerte de ese pobre hombre que está electrocutado ahí fuera sabemos definitivamente que no se trata de accidentes laborales. Claro que pueden llamar a sus abogados y negarse a hablar ahora, pero nos tranquilizaría mucho que antes de salir de aquí nos contaran dónde, cuándo y con quién estuvieron ayer desde la hora en que todos dejaron de ver a Santos —dijo irritado, señalando a la agente para que comenzara a interrogarlos. Luego se volvió hacia Cupido—: Venga conmigo. Quiero hablar con usted.

Salieron al patio y se apartaron un poco de los técnicos que seguían buscando huellas. Uno espolvoreaba un polvo amarillento sobre el borde de la piscina y luego lo fotografiaba, otro recogía un poco de agua en un tubo de análisis, otro más examinaba la cerradura de la puerta.

—¿Qué sabes de todo esto? —le preguntó, tuteándolo de nuevo ahora que estaban solos. Pero ya no hizo ninguna referencia a la identidad de su cliente.

—No mucho. Casi nada.

—¿Qué venías buscando aquí?

—Al pintor. A Santos.

—Lo imaginaba. ¿Para qué?

Cupido sabía que tendría que darle algo, que si bien había renunciado a conocer quién le pagaba, no se resignaría a salir con las manos completamente vacías.

—Creo que estaba en el bloque en el mismo momento en que mataron a Ordiales. Creo que a él lo mataron por eso, para que no pudiera decir qué o a quién vio aquel atardecer.

—Entonces… —dijo excitado.

—Entonces significa que, en efecto, la muerte de Ordiales tampoco la causó un accidente, ni el azar, ni un vagabundo o un psicópata anónimo que pasaba por allí. A ambos los ha matado la misma persona.

—Lo dices como si eso fuera una buena noticia.

—No es mala —replicó el detective. Siempre había temido esas investigaciones cuyo campo de trabajo se dilataba tanto que no podían ser dominadas—. Hay que limitarse a buscar en el entorno de Ordiales.