Era muy fácil conseguir de él que subiera cualquier carga pesada siete pisos, sudando, arrastrándose por las rampas, con sólo decirle:
—Si no lo llevas ahora, vas a tener que hacerlo subido en la grúa.
Entonces se imaginaba enganchado de nuevo en la pequeña plataforma y elevado hasta el cielo, oscilando en el vacío, como aquella vez que lo habían izado tan sólo unos metros y él berreaba como un choto, aterrorizado, y en ese momento, mientras todos se arrastraban de risa por el suelo observando la mancha que mojaba sus pantalones, llegó Ordiales y ordenó que lo bajaran inmediatamente y nadie volvió a reírse, al contrario, todavía seguían muy serios cuando se incorporaron al trabajo después de siete días de despido. Desde entonces, daba cualquier rodeo para no pasar por debajo de una grúa y esquivaba la sombra de su brazo alejándose de su órbita o protegiéndose bajo cualquier techo, porque el propio Ordiales había ordenado que nunca más nadie lo obligara a pasar miedo.
Y ahora que ya no estaba, Pavón lo había puesto a limpiar con vinagre y estropajo la fachada de ladrillo visto a la que se había ido adhiriendo la inevitable capa de polvo, escoria y pegotes propia de las obras. Cada cierto tiempo el largo brazo de la grúa pasaba por encima, allá en lo alto, y entonces se quedaba inmóvil, acurrucado contra la pared hasta que veía que la sombra se alejaba de su cabeza.
De modo que aceptó de inmediato cuando le propuso dejar aquella tarea para ir al chalet a pintar la valla que protegía la piscina del acceso libre de los niños, porque estaba casi terminado y sus dueños tenían mucha prisa en trasladarse. Los botes de pintura y disolvente, las brochas y las cintas adhesivas ya estaban allí, esperándolo. Y era mejor que fuera ya mismo, sin comentárselo a nadie, a nadie en absoluto, para que nadie se lo impidiera.
Apenas necesitó todos esos argumentos para aceptar, para huir de las aterradoras circunferencias que la grúa trazaba en lo alto, haciendo oscilar la carga de vigas o palés de ladrillos bajo el cable de acero mientras en el brazo corto vibraban las pesas de hormigón, y todos los que pasaban a su lado miraban un instante hacia arriba y le gritaban:
—¡Ten cuidado, Santos, que se te va a caer la grúa encima!
Una de las ventajas de no ser importante es que nadie lo echaba de menos. Había desaparecido del bloque una hora antes de terminar la jornada y sabía que ya no lo buscarían. Protegido por Ordiales, estaban acostumbrados a verlo haciendo recados de un sitio para otro, sin apenas control de horarios, y aceptaban que se quedara dormido en mitad de la jornada o que trabajara varias horas más, sin darse cuenta del paso del tiempo.
Se fue caminando hasta el chalet y abrió la puerta con la llave que le había dado. Junto a la valla de la piscina —cuya depuradora se oía funcionar— estaba todo el material, incluso había una plancha de corcho blanco donde tumbarse a pintar las partes junto al suelo.
Dio una vuelta a la casa con la curiosidad y admiración que siempre le producía ver una obra terminada. Le parecía un prodigio que sus compañeros fueran capaces de hacer todo aquello, viviendas donde convivían el cemento, el acero, el cristal y la madera en líneas rectas y equilibradas, donde al final encajaban de una manera mágica y limpia todos aquellos materiales que en su origen, unas horas antes, habían sido duros, bastos y difíciles de moldear. Nunca había llegado a comprender los mecanismos de su manejo. Le parecía milagroso que una burbuja de aire metida en un cordón de agua pudiera indicar el nivel, o que alguien lograra cortar limpiamente el cristal con un lápiz, o moldear el hierro con un fino chorro de fuego, o conducir el agua por el interior de las paredes hasta hacerla brotar mágicamente al abrir un grifo, o también ordenar con un pequeño mando a distancia que los finos brazos de las grúas levantaran aquellos enormes pesos.
Pero enseguida se olvidó de todo eso, atraído por los botes de pintura, por la independencia y soledad de que disponía para hacer el trabajo, por el césped fresco y húmedo y por la piscina con la depuradora en marcha.
Estaba solo, y todo, excepto el sedoso murmullo del agua, permanecía en silencio. La alta valla lo aislaba del resto del mundo. Acostumbrado al ruido intenso y al trasiego habitual de las obras, tanto aislamiento le produjo de pronto un escalofrío de inquietud, pero lo olvidó enseguida, en cuanto emprendió la tarea.
Se sentó en el suelo, abrió el bote de disolvente y aspiró durante unos segundos sus efluvios. Le encantaba hacerlo. Sentía que penetraba hasta su cerebro, rebotaba por allí y enseguida bajaba hasta su vientre y le proporcionaba una inmediata sensación de tranquilidad y bienestar que luego le permitía pintar con morosa paciencia la más tediosa o complicada rejería. Pero ahora agachó de nuevo la cabeza hasta apoyar la frente ancha como la de un choto en el borde del bote y aspiró otra vez, ruidosa y glotonamente, hasta que fue llegando a ese estado en que ya no sabía qué lado era más real: el de aquella perplejidad mansa y narcótica del disolvente, o el de la dura, incomprensible y cansada sobriedad. Se limpió con la manga la humedad de los ojos que le picaban, cogió con los tres dedos de la mano izquierda el bote de esmalte y hundió en él la brocha.
La pintura blanca se deslizaba suavemente por el hierro. Él se agachaba para llegar a las caras inferiores, hurgaba en los rincones de las soldaduras para tapar bien los poros y cambiaba la brocha de mano para rematar el interior. De vez en cuando empapaba el trapo en disolvente y limpiaba las manchas antes de que se secaran, casi tumbado sobre la plancha de corcho, lento y pacífico, con esa cualidad de los gordos para sentirse cómodos en cualquier suelo.
En uno de esos momentos vio brillar algo entre la hierba del césped. Se estiró a recogerlo y lo sostuvo entre sus dedos intentando recordar qué era y dónde lo había visto antes. Confusos atisbos de imágenes pugnaban por abrirse paso entre las nieblas de su memoria, pero los efectos del disolvente y su incapacidad para organizar su pensamiento —que tanto le hacía sufrir a veces, cuando llegaba a comprender que él no era como sus compañeros— le impedían acordarse. Lo guardó en un bolsillo, para entregarlo cuando recordara a quién pertenecía.
Como solía ocurrirle al despertar, no supo cuándo se había quedado dormido. En algún momento, mientras se agachaba junto al bote de disolvente o de pintura y sus emanaciones le dejaban tan suaves los pulmones y el corazón tan blanco, había cerrado los ojos y ya estaba allí el sueño. La piel había sudado al contacto con el corcho y ahora sentía mucho calor. Tenía algo en la boca. Al escupirlo vio que era una bolita blanca. Aún aturdido por el sueño, se irguió para sentarse y miró alrededor, intentando recordar dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. El chalet y la reja que estaba pintando lo ubicaron en el sitio. Miró hacia atrás: el agua seguía a su lado, clara y limpia, el gresite azul del fondo y las paredes ponía una nota de lujo antiguo y fresco. Entonces, de pronto, la posibilidad de darse un baño se le ofreció con una intensidad irresistible. Le parecía que habían puesto en marcha la depuradora sólo para que él se bañara.
Le picaba todo el cuerpo, las astillas de un sudor rancio y reseco se le clavaban en las axilas y en las ingles. Estaba solo, nadie podía verlo y ya era poco probable que alguien viniera a revisar su trabajo. Era ese extraño instante del atardecer en que el mundo queda momentáneamente en silencio, como si una vez finalizados los ruidos del trabajo concediera una prórroga de paz antes de comenzar con los ruidos del ocio.
Se descalzó, se desnudó por completo y luego, de nuevo, se puso el pantalón a modo de bañador, con las perneras remangadas hasta las rodillas. Sentado en las escalerillas metálicas, mojó un pie sucio y sudado en el agua azul: su temperatura era muy agradable, aunque ya no diera el sol en ella. Fue bajando lentamente, hundiendo las rodillas, los muslos gordos a los que se pegaba la tela, el vientre, la banda bronceada del estómago y la espalda que no llegaban a cubrir la blusa ni los pantalones siempre caídos, el pecho ancho y abombado, con las tetillas tan grandes como las de muchas mujeres. Caminó en el agua algunos pasos, hasta que advirtió con los dedos de los pies el inicio de la rampa de profundidad. Entonces tomó aire y se lanzó a nadar con decisión en el único estilo que sabía, con la cabeza fuera, como nadan los perros.
La temperatura era maravillosa. Se tumbó de espaldas e hizo el muerto, con los ojos cerrados. Se estaba bien allí, acunado por el colchón del agua y la indolencia residual de los efluvios del disolvente, oyendo los chasquidos que producían en los rincones de la piscina las pequeñas olas que originaba al moverse. Sin cambiar de postura, dejó salir su orina.
El último sol parecía haberse derrumbado de pronto por el cielo en pendiente y el agua se había ido oscureciendo por el fondo, pero en la superficie aún brillaba un polvo de luz. Se había hecho tarde incluso para él y debía irse. Sin embargo, ¡se encontraba tan a gusto, flotando sin esfuerzo, como si la abundante grasa de su cuerpo tuviera muy poca densidad y no necesitara ninguna tensión para seguir arriba!
En cambio, la sombra que apareció de pronto junto a él caía hasta el fondo como si fuera de plomo. Por un segundo pensó que pertenecía al dueño del chalet y que lo había sorprendido casi desnudo donde nunca debía haber estado, pero sólo era la sombra de quien le había indicado aquel trabajo. Sonreía de un modo extraño, como si sintiera pena al sonreír, o quizá lo extraño fuera que traía en las manos una taladradora conectada a una alargadera, aunque ya era demasiado tarde para hacer ningún trabajo. Entonces vio que apretaba el gatillo, comprobando que funcionaba, pero no miraba a su alrededor, lo miraba a él como si fuera su cuerpo el lugar donde se disponía a hacer los taladros.
La inquietud y la confusión lo invadieron de pronto. También la vergüenza y la sensación de haber ultrajado algo ajeno y limpio hasta que él llegó. No, no debía estar allí, bañándose a placer, mientras el resto del mundo sudaba a su alrededor.
—Ya salgo —farfulló, acercándose al borde.
Le hubiera gustado añadir algo más, una explicación o una excusa, pero fue incapaz. Como le ocurría siempre, las palabras se le enredaban en la lengua y daban vueltas sobre ella en un balbuceo ininteligible.
La figura que estaba de pie, frente a él, también avanzó un paso, como si fuera a ayudarlo. Alzó la mirada y vio, al mismo tiempo, el rostro que ya no sonreía y la luna que de pronto había aparecido en el cielo aún claro. Entre las brumas de su memoria brotó un relámpago de luz y advirtió que era la misma hora en que mataron a Ordiales, que el calor y un edificio aislado y en obras y los efectos del disolvente eran idénticos. Entonces sintió el pavor alucinado de los idiotas y el instinto lo empujó a huir del agua, pero la escalerilla de acero inoxidable estaba demasiado lejos, justo al otro lado. Así que se agarró al borde con toda la fuerza de sus ocho dedos e intentó salir con un impulso. El cuerpo fofo y grande le pesaba demasiado, la ingravidez que sentía dentro del agua se convertía en una resistencia insuperable que, por alguno de aquellos misterios que nunca había comprendido, tiraba de él hacia el centro de la Tierra a medida que emergía. Por un segundo creyó que iba a lograrlo, pero después de un esfuerzo brutal, suspendido entre la salvación y la condena, sus brazos se doblaron y resbaló hacia el agua azul y oscura. Resopló como un caballo, reuniendo fuerzas, aterrorizado, y de nuevo tomó impulso para de nuevo resbalar, porque sus pies no encontraban ningún apoyo en la lisa pared de gresite. Todavía hizo un último intento y también fue en vano, y ya se quedó inmóvil, con la misma desesperada y desolada resignación con que esperan las focas el golpe del palo que les partirá el cráneo. Sabía que iba a ocurrir algo, temía que de un momento a otro la broca comenzara a taladrarle la nuca, pero lo que sintió fue la brusca picadura de un millón de abejas mientras de la piscina quemada surgía un intenso olor a ozono. Dos pequeños chorros de sangre le brotaron de la nariz y se abrieron en el agua como dos rosas rojas.