Pasillos

Cupido estaba molesto con su cliente. Y no sólo porque al ocultarle una información importante lo obligara a replantear todo el trabajo, puesto que en una investigación cualquier nuevo dato modifica globalmente la perspectiva del análisis; también porque la ocultación revelaba desconfianza en su capacidad de discreción, y la desconfianza revelaba cierta dosis de desprecio hacia su tarea. Nunca le había gustado la actitud de su cliente y, también por eso, se encontraba desanimado, sin apenas ilusión por resolver el encargo de aquel hombre extraño.

Además, no lograba olvidar en ningún momento la situación de su madre. En el fondo, sabía que no había hecho todo lo necesario para retenerla, para cuidar de ella en su propia casa, y esa preocupación le impedía concentrarse, cualquier reflexión le exigía un doble esfuerzo. En los últimos días había advertido que cada año que pasaba se iba acentuando el contraste entre sus crecientes deseos de tranquilidad y las inquietudes que le generaba su oficio. Llevaba quince años trabajando en aquella profesión y, sin embargo, no se consideraba quince años más sabio, sólo estaba quince años más solo y más triste. A veces se sentía cansado de pasar una mitad de su vida escuchando las acusaciones o sospechas de sus clientes hacia el resto del mundo y la otra mitad escuchando las excusas o coartadas de ese resto del mundo respecto a las sospechas de sus clientes. Los casos resueltos que se acumulaban en su curriculum se convertían, paradójicamente, en dosis de descreimiento y pesimismo que se acumulaban en su corazón.

Acaso la índole de los encargos que recibía no fuera cada vez más sórdida, pero a medida que transcurría el tiempo a él le incomodaba más el contacto con la maldad. Su último trabajo había sido de nuevo un asunto sucio y mezquino, muy fácil de resolver. Había venido a su despacho una mujer de unos cincuenta años que vivía sola y estaba recibiendo en su domicilio continuas llamadas telefónicas, sin fijeza de horas, con una organizada maldad, desde las laborales del día a las más intempestivas de la madrugada. Alguien había decidido ejercer sobre ella —casi siempre el mismo tipo de víctimas, débiles e intercambiables, sin fuerzas para replicar a un desafío— un acoso anónimo y sucio, consciente de la zozobra que podía provocar. Al otro lado de la línea, quien llamaba no decía nada, no respondía a la provocación ni al insulto, se limitaba a estar allí, respirando suavemente, correoso y paciente, en un silencio que resultaba más angustioso que los insultos o las obscenidades, porque no daba ningún indicio sobre el motivo de sus llamadas, sobre su identidad de hombre o mujer, de joven o viejo, sobre un móvil de odio o de placer.

La mujer lo había denunciado a la compañía telefónica, pero le habían replicado que estaban obligados a guardar el secreto y que para darle el número desde donde llamaban tenía que mediar una denuncia judicial cuyo proceso podía dilatarse varias semanas.

En un principio, Cupido, sin moverse de su casa, había desviado las llamadas hacia su teléfono para leer el número de origen, pero aquél era un recurso demasiado fácil cuya posibilidad también conocía la otra persona, porque siempre lo hacía desde cabinas o teléfonos de locales públicos. Pero esa misma circunstancia le facilitó la tarea y, por la ubicación de los lugares desde donde llamaba, no le fue difícil acotar la zona donde vivía y terminar averiguando quién era: otra mujer, familiar en segundo grado, movida por enconados rencores infantiles. Había ido intensificando las llamadas a medida que comprendía el daño que hacían. La solución fue rápida y simple, y su cliente no creyó necesario llegar más lejos. Bastó con que, en tres ocasiones, el propio teléfono de quien acosaba sonara en el silencio de su casa apenas regresaba de la calle y sólo escuchara una respiración tranquila y burlona.

Ahora eran las cinco de la tarde y se sentía lleno de pereza para ir bajo el asfixiante calor de julio a buscar al pintor gordo por edificios en obras, pero sabía que la jornada de trabajo terminaba a las seis y media y que más tarde le sería imposible encontrarlo. Además, luego quería ir a ver a su madre.

Nadie debía saber que estaba buscándolo para que nadie se preguntara por qué lo buscaba, de modo que pasó con el coche por el bloque donde había muerto Ordiales, muy despacio, buscando algún indicio de su presencia: materiales, olores o algún vehículo con señales de pertenecer a pintores. No encontró nada y se marchó a una casona en la parte vieja de Breda que, le indicó un peón, también estaba siendo rehabilitada por Construcciones Paraíso. Luego, desde allí, a los terrenos aún vacíos de la nueva urbanización. Todo fue en vano.

Perezoso y cansado, decidió continuar la búsqueda al día siguiente. Llamaría a las oficinas por teléfono preguntando por el pintor, fingiendo que quería contratarlo para una pequeña chapuza particular.

Aunque con alguna inquietud por no encontrarlo, aceleró hacia La Misericordia. Allí, guiado por una conserje, atravesó un salón donde dos docenas de ancianos miraban un televisor de enorme pantalla, o jugaban a las cartas, o leían periódicos y revistas, todo sin excesivo interés, ni cálculo, ni consternación. Llegaron al gimnasio. Ocho o diez internos hacían ejercicio: subían lentas cintas mecánicas de escaleras o rampas, movían cuerdas con pesas o poleas, se calentaban bajo lámparas de infrarrojos o apretaban entre las manos muelles o pelotas para rehabilitación.

Su madre caminaba despacio sobre una cinta, apoyándose en una barandilla. Al verlo, le sonrió y le hizo un gesto a un hombre muy alto y muy gordo que, en contraste con sus pacientes, tan delgados y frágiles, daba una exultante impresión de salud y fortaleza. El monitor paró la cinta y su madre recuperó el bastón y vino a besarlo. Pasó una mano por su brazo para salir a un amplio jardín invadido por un intenso olor a menta y a albahaca, con caminos de tierra que cruzaban el césped bajo los mismos castaños de indias a cuya sombra habían convalecido durante un siglo legiones de tuberculosos.

—¿Te cuidan bien?

—Muy bien. Ya sabía que lo harían, pero lo que no esperaba es que además fueran amables.

Se sentaron en un banco, con el atardecer enviando sus ráfagas de pájaros a dormir en los árboles, y Cupido vio alrededor a algunos ancianos que también descansaban o paseaban con quienes debían de ser sus hijos, y no todos al caminar miraban hacia el suelo ni todos hablaban de enfermedades o de insomnio o de muerte. Pensó que, a pesar de todo, muchos de aquellos visitantes también amaban a sus padres ancianos más de lo que los amaron siendo niños y mucho más de lo que nunca pensaron que podrían amarlos siendo adolescentes. Y él, al oír a su madre considerarse satisfecha, aunque intuyera que ya nunca volvería a vivir fuera, sentía mitigarse el remordimiento que había sufrido durante esos días.