Para saber cómo es realmente un animal hay que observarlo panza arriba. No basta con verle la espalda, o la cabeza, o la boca, ni basta con mirarlo correr o alimentarse. Para saber con qué armas se defiende, con qué garras o dientes, cómo es su carácter y cuáles son sus puntos débiles, hay que tumbarlo, o jugar con él y convencerlo para que enseñe la tripa. Ésa es también la mejor manera de saber cómo matarlo.
Me han llamado para atender a un perro que se ha tragado varios trozos de gomaespuma de un cojín roto. Por los síntomas, parece que sufre una peritonitis. La vivienda es un piso amplio y el hombre que me abre la puerta es bajo, anodino, gris, calvo. Un hombre quizá con dificultades de trato con sus semejantes a quien, en cambio, le gustan los perros. Tendrá unos cincuenta y cinco años. Me muestra al animal, un teckel dulce y apacible, que respira entrecortadamente tumbado en su cama, en la terraza acristalada de la cocina. Se ve que está sufriendo y el hombre le acaricia con ternura el lomo y la cabeza, le limpia con su propio pañuelo el hilo de baba sanguinolenta que le sale de la boca. Huele mal.
Sé que está esperando que yo sea el primero en decir la palabra —morir o eutanasia—, pero sólo toco la barriga hinchada del animal mientras recuerdo las últimas palabras que, unas horas antes de expirar, Kafka escribió —ya no podía hablar— al médico que lo atendía: «Máteme usted; si no, será usted un asesino». Desde que las leí casualmente en un artículo de un periódico no he podido olvidarlas. Me parece que también Kafka justificaría mi oficio, y a menudo pienso que yo también desearía tener a alguien rápido y eficaz a mi lado si un día me encontrara en la misma situación del perro al que voy a matar.
Oigo ruido a mis espaldas. Miro y veo a una mujer y a dos chicas que parecen ser la esposa y las hijas del hombre. Ninguna de las tres debe de pesar menos de cien kilos y hay en ellas una especie de monstruosa salud, de brillo de colesterol y grasa en la piel tirante y sonrosada. Casi dan la impresión de que no tienen huesos. La mujer observa con indiferencia lo que hacemos, como podría observar a un fontanero o a un albañil que viene a arreglar una avería, pero las dos chicas —parecen siamesas, una parte del cuerpo de una siempre en contacto con la otra— apenas pueden contener una risa cruel e idiota.
El hombre también se vuelve, las mira como si ellas hubieran envenenado al teckel, y ordena con una voz poco propicia para ser obedecida:
—Salid de aquí.
Las dos muchachas no le hacen caso, es como si no lo hubieran oído, pero incluso la mujer entiende ahora que no pueden seguir allí y ella misma indica a sus hijas que salgan y las empuja fuera. Ya estamos solos.
—¿Cómo se llama? —le pregunto.
—Job.
—¿Job?
—¿Ha visto a mis hijas? Ningún otro nombre podría ser más adecuado para un perro que hasta el final ha soportado tanto.
—¿Quiere decir que ellas…? ¿La gomaespuma?
—Sí. Creo que sí.
Ahora soy yo quien acaricio al perro, la tripa que palpita, las orejas muy calientes. No me cuesta ningún esfuerzo imaginar una nueva versión de la crueldad entre las dos muchachas y el pequeño y dulce animal que se queda mirándome con ese triste asombro con que, en breves chispazos de lucidez, algunos animales que he matado me miran preguntándose por qué ellos no, por qué su especie no ha sabido evolucionar como nosotros y se han quedado en simples bestias. En esos instantes también ellos parecen tener lo que llamamos alma, y sólo eso es lo que convierte el instinto en consciencia.
—Ha vomitado varias veces, pero no arroja los trozos. Deben de haberse hinchado en el estómago.
Un nuevo esputo de baba teñida de rosa aparece en su boca, escurre por las comisuras y mancha la plaquita de identificación que lleva colgada al cuello, un triángulo de plástico azul con las esquinas redondeadas.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —pregunto.
—Dos días.
—Está sufriendo mucho.
El hombre asiente con movimientos cortos de la cabeza calva y se diría que abollada, como si no pudiera moverla más.
—Para eso lo he llamado. Para que acabe con tanto dolor.
—¿Está seguro? —le pregunto aún. Me gusta el teckel, su mirada apacible y la suavidad de su pelaje oscuro; no es de esos perros, rotwailers, pitbulls, dogos, que ni siquiera los demás perros aprecian.
—¿Seguro?
—Un veterinario podría abrirlo y sacarle esos trozos. En unos días estaría como nuevo.
—No. Es muy viejo. Ya ha vivido demasiado tiempo. Creo que, si pudiera, él elegiría lo mismo.
—De acuerdo —digo, y abro el maletín—. Creo que es mejor que salga.
Me deja solo con el perro, que de nuevo me mira como si, en efecto, supiera lo que va a ocurrir y estuviera de acuerdo. Lo pongo de barriga y hago lo que tengo que hacer, lo más rápido posible, sin sangre y sin ladridos, hasta que deja de respirar.
Entonces llamo al hombre, que enseguida entra en la terraza, como si hubiera estado esperando tras la puerta. Da la impresión de que intenta contener las lágrimas. Se inclina sobre el cadáver, lo acaricia y le cierra los ojos que habían quedado abiertos. No me pregunta cómo lo he hecho, ni si ha sufrido, ni durante cuánto tiempo.
—¿Quiere que me lo lleve? —le pregunto.
—Sí. Será lo mejor.
Le desabrocha la correa del cuello y le quita la chapa de identificación donde se lee el nombre, Job, y un número de teléfono al que llamar en caso de pérdida. La acaricia durante un momento y la guarda en su bolsillo.
Entonces cobro, introduzco el cadáver en la bolsa, me deshago de él en el Lebrón y vuelvo a casa. Es la mitad de la mañana y ya he ganado el dinero suficiente para ese día y algún día más. Me apetece tocar durante unas horas y olvidarme del sufrimiento del teckel, de las dos muchachas capaces de hacerle tragar los trozos de gomaespuma y de la tristeza de su dueño. Lavo a fondo mis manos y voy a sentarme ante el piano. Es un Petrof que pronto cumplirá cien años: mi posesión más valiosa, un instrumento sólido y elegante, de noble marfil, madera noble y noble acero. Me gusta mucho su sonido lleno, dúctil y antiguo, cada vez más difícil de oír ahora que todos tocan con Steinways. Abro la partitura del adagio de la sonata n.º 5 de Beethoven, una pieza que nunca me dejarían tocar en la orquesta. Procuro concentrarme en sus acentos e intento imaginar cómo lo interpretaría su creador. Pienso en sus manos, cuadradas y muy peludas, con los dedos anchos como espátulas en las yemas, de tanto tocar; de ellas no caería fácilmente la moneda. Pienso en las manos del gran Schubert, casi pequeñas, de dedos gruesos y cortos, soportando agudos dolores al tensarlas en las octavas. Pienso en Béla Bartók, sufriendo también por el esfuerzo muscular, y en Schumann, causándose él mismo una lesión irreversible de tanto forzar el anular para dotarlo de potencia, y a él lo entiendo mejor que a todos los otros, porque yo mismo me haría daño si creyera que con ello pudiera convertirme en un virtuoso. Pienso en la autónoma y ágil mano izquierda de Paul Wittgenstein, en su única mano tras perder la derecha en la batalla, tocando lo que Strauss y Prokofiev compusieron expresamente para él, un mutilado, mientras su hermano escucha y vislumbra los límites donde ya no sirven las palabras. Pienso en ellas y envidio las manos de Rachmaninov, capaces de abarcar duodécimas sin perder flexibilidad, las manos gordas y fuertes de Albéniz, las manos enormes e incansables de Liszt o Rubinstein. Todos ellos tenían manos fuertes, la única forma de dominar el piano, que, a pesar de todo, no es sino un instrumento de percusión en el que un macillo, con un movimiento de ataque, golpea una cuerda de acero. Incluso Chopin, que en sus épocas de mejor salud nunca llegó a pesar cincuenta kilos, o Ravel, que apenas medía metro y medio, tenían unas manos muscularmente bien desarrolladas.
También mis manos son fuertes y ágiles para llegar a tiempo a cualquier nota, y si fuera por esta categoría física, yo también sería un gran pianista. Pero el talento es una categoría estética de la que yo carezco. Todos ellos tenían algo que yo no tengo: todos ellos sabían en qué momento preciso poner en marcha o detener la enorme fuerza encerrada en sus dedos para lograr unos acordes con que calmar el griterío del mundo y hacernos un poco menos desdichados. Todos ellos eran, además, grandes intérpretes de obras ajenas, porque al tocar cualquier pieza llegaban a creer que ellos mismos la habían compuesto. Yo casi nunca tengo la certidumbre de estar reviviendo la emoción primitiva de su creador. Nunca puedo evitar la sensación de que estoy usurpando lo que otro, más creativo que yo, inventó antes. Sé bien que todo Mozart tiene su Salieri; sé bien cuál es mi papel.
Estoy dando los primeros acordes cuando llaman al timbre de la puerta con la misma inoportunidad de un oyente que llegara tarde a un concierto y tropezara en la alfombra.
En el rellano, esperando a que lo invite a entrar, el teniente que lleva la investigación por la muerte de Ordiales parece más joven que en las fotos de la prensa, porque la calvicie que avanza por su cabeza se compensa con su apostura y con la firmeza de sus movimientos. Viene acompañado de una agente y, después de comprobar mi identificación, esperan a estar dentro para hacerme la pregunta.
—¿Conocía usted a Martín Ordiales?
—¿Martín Ordiales? —intento torpemente ganar tiempo, preguntándome de qué modo o por medio de quién están relacionándome ahora con él. Sin saber eso, no puedo negar que lo conociera.
—El constructor.
—No lo conocía. Quiero decir que sólo fui una vez a sus oficinas a interesarme por unas viviendas que vendían.
—¿Este piso es suyo? —el teniente mira alrededor, tranquilo y astuto. Parece preguntar sin malicia ni deliberación, como preguntan los niños algo que ignoran o no entienden bien.
—No. Vivo alquilado.
—Decía que fue a interesarse por una vivienda.
—Sí. Había visto en la prensa un anuncio.
—Pues Ordiales no debió creerlo.
—¿No debió creerme?
—Tenía escrito su nombre.
«Mi nombre», pienso. Y recuerdo que al principio una empleada me lo preguntó para enviarme más información de otras promociones si aquélla no me interesaba. Y que, sin pensarlo, había sido tan torpe de dárselo. De darle mi nombre verdadero.
—En una agenda de posibles compradores.
—Sí —acepto, consciente de la lentitud con que va soltando la información y de haber perdido en el interrogatorio cualquier iniciativa, si puedo llamarlo así.
—Pero Ordiales no debió creerlo, porque al lado de su nombre había escrito con su propia letra —consulta un cuaderno que le da la agente—: «No quiere comprar una vivienda. ¿Qué quiere entonces?».
—¿Eso escribió de mí?
—Sí.
—Pues estaba equivocado. El único problema que encontré fue que los pisos que ofrecían en ese momento eran demasiado grandes. No necesito más que un apartamento y tampoco podría pagar otra cosa. Aún sigo buscando algo apropiado. Pero no tengo prisa.
—¿Han vuelto a llamarlo desde la constructora?
—No. Incluso había olvidado que les di mi nombre.
—Y a Ordiales, ¿volvió a verlo?
—Nunca. Supe por la prensa lo que le había ocurrido. ¿Es cierto que alguien lo empujó? —me atrevo a preguntar, porque ahora comprendo que en realidad no tienen nada contra mí.
—Eso es lo que estamos intentando aclarar.
Se han ido, pero no puedo afirmar que haya logrado eludirlos. No puede ser tan fácil. Estas gentes de uniforme, acostumbradas a que todos les mintamos para eludir un castigo o para sacar ventaja de un conflicto, nunca creerán algo que ellos mismos no puedan demostrar con otras pruebas. Quizá saben más cosas, quizá las palabras que Ordiales escribió al lado de mi nombre —«No quiere comprar una vivienda. ¿Qué quiere entonces?»— no son las únicas palabras escritas. Con su visita han logrado asustarme.
Regreso al piano, froto mis dedos y entonces llega la llamada. En el silencio de la casa, el teléfono suena como si fuera a estallar.
—Han vuelto las palomas —me dice.
Media hora después estoy ante la puerta de su casa. Efectivamente, las palomas —pájaros sin memoria, ajenos a la amenaza y al peligro— han vuelto a posarse en las barandillas de los balcones y a mancharlos de plumas y excrementos.
De nuevo abre ella la puerta y la sigo al interior de la casona, demasiado grande para una mujer que vive sola. Va vestida con una blusa holgada y con una falda de un tejido tan liviano que, al cruzar delante de mí, frente a la luz de las ventanas, deja transparentar la silueta de sus piernas, de rodillas feas, poco torneadas, unidas sin apenas transición a las pantorrillas y a los muslos. Pienso que esa prenda la cubre menos que el maquillaje que lleva: el tinte claro del cabello, el rímel y la ligera sombra de los ojos, el intenso carmín color ladrillo de los labios. Ahora me da la sensación de que utiliza todo eso más para disimular sus defectos que para resaltar los confusos rasgos de su belleza.
—Es usted extraño.
—¿Extraño?
—Hace un trabajo tras el cual todo el mundo correría a pedir la recompensa y usted ni siquiera se preocupa de cobrarla. He tenido que llamarlo yo.
Me ofrece un cigarrillo, niego y ella enciende el suyo. Se ve que quiere aparentar serenidad y dominio, pero su rapidez al hablar, su forma de mirarme, escrutadora y cautelosa, y su sonrisa que no llega a todo el rostro, que no alcanza sus ojos apagados, como si hubiera dormido poco, indican que es ella quien está nerviosa al preguntarse los motivos de mi silencio.
—No fui yo quien lo hizo.
—¿Cómo?
—Ese trabajo del que oficialmente nunca hemos hablado. No fui yo quien lo hizo.
—Está bromeando —dice, tensa, con el cuello erguido como algunos animales cuando ven que me acerco a ellos y saben que no es para hacerles una caricia.
—No, no es una broma. Pero tampoco crea que la engañé al aceptar. Estaba convencido de que lo haría. Pero no pude.
—¿No pudo? ¿Por qué?
—Escrúpulos. O miedo —intento explicar—. Llámelo como quiera. Todavía hay alguna diferencia entre matar un pájaro y…
—¿Entonces? —me interrumpe.
—No sé quién lo hizo. Estuve siguiéndolo hasta el último día, pero no sé quién lo hizo. En todo caso, nadie sabe nada de lo que hablamos aquí aquella tarde, no tema. Nadie va a venir a pedirle por mí ese dinero.
—¡El dinero! —hace un gesto displicente con la mano que no fuma. Luego, como si de pronto recordara algo, añade, de nuevo alerta y burlona—: Entonces, aquel adelanto, ¿ha venido a devolvérmelo?
—No —digo—. No hay devolución.
—No ha cumplido el encargo, pero tampoco quiere devolver el dinero que recibió por él.
—No puedo devolverlo. Lo necesitaré para defenderme si ocurre algo.
—¿Defenderse? ¿De quién? No de mí.
—No de usted.
—¿Lo sabe alguien más? —pregunta, calculadora y apremiante. Ha alzado la cabeza como si alguien le tirara del pelo hacia atrás. De nuevo, no logra ocultar la inquietud y el desconcierto que mi declaración le está causando.
—Nadie.
—Me equivoqué con usted —dice. Y me mira como si no me reconociera.
—No, no se equivocó. En aquel momento yo estaba dispuesto a hacerlo. Soñé muchas veces con matar a Ordiales y cobrar todo el dinero, es una lástima que los sueños no sirvan de testigo. La debilidad sólo vino después. Y, en todo caso, es mejor así.
—¿Mejor?
—Mejor. Él está muerto y usted se ha ahorrado su dinero y muchas complicaciones si algo hubiera ido mal. Aunque jurara que nunca me había visto.
—Contésteme a una pregunta —dice. Se levanta y va hacia el balcón sucio de plumas y excrementos. Se queda un momento mirando hacia fuera, hacia las dos palomas posadas en la barandilla, al otro lado del cristal. Veo otra vez su silueta a contraluz, entre aquellas ropas livianas e informales que, sin embargo, revelan tanto dinero, con la sensación de que una simple ráfaga de viento podría dejarla completamente desnuda.
—Sí.
—¿Por qué no me ha mentido? ¿Por qué no callarse que no lo había hecho usted y cobrar así el dinero? Como ha dicho antes, nadie más iba a venir a reclamarlo.
—Hubiera sido como decir que yo lo había matado.
—¿Tanto miedo tiene? ¿Hay algo que salió mal? —insiste.
—Nada salió mal. Pero sí tengo mucho miedo.
No le digo nada de la visita del teniente, porque aún no sé qué trascendencia puede tener la nota que Ordiales había escrito sobre mí en su agenda. Nada le digo de la condición de sospechoso en que sus ocho palabras me han incluido.
La visita a la mujer ha sido satisfactoria por su lacónica sencillez, por el tácito acuerdo de no vernos más y porque no me he abandonado a mi frecuente tendencia a agradar a los demás aceptando sus decisiones. Con mi renuncia a cobrar el resto del dinero creo haber cerrado la puerta a una posible implicación. Tal vez queden abiertos más postigos, pero ya no soy yo quien puede candarlos. Para eso necesito la ayuda del detective. Para eso le pago.
En cuanto lo llamo me dice que me espera en su casa.
—¿Hay algo nuevo? —me pregunta, cuando soy yo quien tenía que haberlo hecho.
—Sí.
Se apoya hacia atrás en el sillón, dispuesto a escuchar, sin buscar un papel para tomar notas. Pero esa actitud, curiosamente, no sugiere en él ni displicencia ni pereza.
—Ha venido a verme el teniente de la Guardia Civil. Han encontrado mi nombre escrito en la agenda personal de Ordiales.
—¿Su nombre?
—Y unas palabras referidas a una ocasión en que fui a hablar con él para comprar una vivienda.
—¿Unas palabras? ¿Qué palabras?
—«No quiere comprar una vivienda. ¿Qué quiere entonces?».
—¿Sólo eso?
—Sólo eso.
—No me dijo que había ido a hablar con él.
—No creí necesario decirlo. No tenía importancia.
—En estos asuntos todos los detalles tienen importancia —replica, levemente contrariado.
Luego hay un momento de silencio, como si los dos fuéramos jugadores de algún juego de cartas duro y sucio y supiéramos que el primero que hable habrá comenzado a perder. Soy yo quien habla.
—Hay todavía algo más.
—¿Sí?
—Aquella tarde, en el edificio en construcción, no estaba yo solo.
—¿Quién más había? —se inclina hacia delante en la mesa.
—Un albañil. Un pintor —corrijo, recordando el gran bote de pintura y la mano mutilada a la que le faltaban dos dedos.
—¿Lo vio él a usted?
—No pudo verme. Roncaba y parecía profundamente dormido. El calor y, quizá, las emanaciones de la pintura.
—¿Por qué no me lo dijo antes?
Ésa es la pregunta que tanto he temido.
—No podía decírselo entonces. Temía que usted pensara que había renunciado a matar a Ordiales porque allí había alguien más, y no por decisión propia. Temía que, en ese caso, no aceptara el trabajo.
El detective se queda mirándome, en silencio, pensativo y calculador. Busco en vano en sus ojos un gesto de confianza.
—¿Cómo era ese hombre? El pintor.
—Muy gordo. Vestía un pantalón y una camiseta blanca, y entre ambas prendas dejaba ver un palmo de carne, como si no llegaran a taparlo. Le faltaban dos dedos de la mano izquierda.
—Dos dedos de la mano izquierda. Tendré que ir a hablar con él —concluye—. Quizá pudo ver algo.