Estaba con la mirada absorta en la máquina excavadora que había comenzado a allanar el suelo de las parcelas, cuyo poderoso movimiento siempre tenía la capacidad de serenarlo. Podía pasarse horas viéndola mover las palas y las uñas que hurgaban en la tierra con una precisión imposible, o trazar las líneas rectas de los cimientos con tanta exactitud como las líneas de una tumba. Había algo humano en sus pistones y brazos, algo que copiaba el funcionamiento de los músculos, los huesos y las articulaciones. Con la ventaja, pensó, de que la máquina no habla, no se distrae, no humilla ni es humillada, no se queja y no exige otra cosa que unos chorros de aceite y combustible. Si alguna vez se le rompe algo, se trae un repuesto, se le cambia y ya es otra vez una máquina nueva.
A menudo sentía deseos de hacer bajar al conductor y ocupar él su sitio. No tenía carnet para manejarlas, pero algunas veces se había sentado ante las palancas y, cinco minutos después, las movía con tanta facilidad como el más experto. De hecho, sabía bien que no existía una máquina, una herramienta, un artilugio mecánico que no pudiera dominar a los diez minutos de conocerlos.
Pero ahora ya no debía hacerlo. Sabía que, cuando vivía Ordiales, él sólo era un empleado. Y si bien tenía capacidad para tomar pequeñas decisiones, nunca lo hacía sin pensar en lo que el patrono pensaría. Cierto que todos en la empresa le repetían que confiaban en su criterio, pero en el fondo él jamás había asumido que podía trabajar con independencia. Siempre se había sentido vigilado. Sólo ahora, muerto Ordiales, era de verdad un capataz, y un capataz dirige y manda, no se sube a conducir una máquina excavadora mientras el conductor mira. Sólo ahora comenzaba a sentirse un jefe y, como tal, daba cada vez pasos más largos hacia la cabeza de la empresa, intuyendo que con cada paso con que se fortalece el capataz, al mismo tiempo se debilita el patrono. Ya estaba seguro de que en determinados momentos incluso podría manipular o engañar —o cualquiera que fuese la palabra con la que se dice que un asalariado salta sobre el amo que le paga— a Muriel o a aquella mujer que tenía por jefa y que siempre caminaba ondulándose como si fuera esquivando golpes.
Le dio la espalda y se dirigió hacia los tres hombres —un oficial y dos peones— a quienes les había ordenado cavar en el perímetro los agujeros para los postes de la valla provisional que rodearía toda la urbanización. Un trabajo duro que había que hacer a mano, porque aún no había un punto de luz donde poder conectar el martillo neumático y porque los hoyos debían ser pequeños y no podía utilizarse la excavadora. No era fácil picar en la tierra endurecida por el calor, pero aun así los tres estaban tomándoselo con demasiada calma.
—¿Qué ocurre? No avanzáis nada.
—Está dura la tierra —dijo el más viejo.
—Claro que sí. Pero seguro que en el campo donde trabajabais antes los terrones eran aún más duros —replicó.
Le gustaba hablar así con ellos, rozando el límite de la burla y el sarcasmo. Le parecía que a la simple jerarquía laboral le añadía una especie de jerarquía moral que le resultaba mucho más satisfactoria a su orgullo.
No contestó a la leve protesta que todavía hacía uno de ellos, porque en ese momento oyó los motores de dos coches que se acercaban por el camino de tierra como si vinieran juntos. El primero era el todoterreno de la empresa que solía usar la aparejadora para ir a las obras y para llevar y traer gente o materiales ligeros. Pero no conocía el segundo.
Desde donde estaba vio salir de él a un hombre alto que se acercaba a Alicia, la saludaba y parecía preguntarle algo. La aparejadora señaló hacia él y ambos comenzaron a acercarse. «Es por Ordiales», se dijo, «está muerto y sin embargo se resiste a desaparecer. Quiere seguir destacando. No se resigna a que ya no puede dar órdenes».
Esperó a que llegaran hasta él, sin dar un solo paso para ir a su encuentro. Alicia le presentó al hombre alto como un detective privado que estaba investigando la muerte de Ordiales.
—Yo no sé nada de eso —replicó—. Eso debe preguntarlo en la oficina.
—Ya he hablado con ellos —dijo Cupido—. Con Miranda y con Muriel.
Como si aquello le concediera una especie de permiso, el capataz aceptó.
—¿Qué quiere saber?
—Su opinión de por qué mataron a Ordiales —dijo, introduciendo un leve cambio de palabras que ante el capataz le pareció pertinente—. La de los dos —añadió mirando a la aparejadora.
—No es una pregunta fácil de responder —dijo Pavón. Las palabras parecían salir de su boca con alguna dificultad, como pequeñas piedras que chocaran entre los dientes. Dudando, se rascó el pelo duro y luego se miró las uñas como si temiera encontrar en ellas sangre de parásitos—. Por qué mataron a Ordiales. A alguien fuerte, decidido y enérgico que mandaba sobre todos nosotros. No sé responder a esa pregunta —cortó.
—¿Por qué había ido Ordiales esa tarde a la obra? ¿Había ocurrido allí algo especial?
—No. Lo hacía a menudo. Le gustaba controlarlo todo.
—¿Pero por qué subió hasta el último piso? —insistió—. ¿Es que no se fiaba de sus albañiles?
—No fiarse de ellos hubiera sido no fiarse de nosotros dos —respondió señalando también a Alicia—. Éramos los intermediarios entre él y el último peón. Pero no creo que fuera por eso.
—Martín subió allí arriba por la misma razón por la que la gente contempla atardeceres, o viaja durante una semana para ver un paisaje, o sube hasta ocho mil metros para mirar por encima de las nubes. Por esas razones que no son sólo económicas. También Martín era humano.
Había dicho todo aquello de un tirón, como si lo hubiera pensado muchas veces antes. El detective la miró sorprendido, porque sus palabras reflejaban una complejidad emocional de la que nadie le había hablado ni él mismo había intuido, cuando su trabajo consistía precisamente en detectar ese tipo de conexiones. «Una chica guapa», había dicho de ella el Alkalino, pero tampoco él parecía haber sospechado otra dimensión en la aparejadora de Construcciones Paraíso, un cargo sobre el que —como sobre la mayoría de los cargos intermedios— se pasaba por encima, sin prestar mucha atención, aunque a menudo eran la piedra angular de la empresa. Iba vestida con un pantalón vaquero y una camiseta sin mangas, de anchos tirantes, y Cupido se sorprendió admirándola de pronto, porque allí, en el exterior, parecía haber estallado como esas flores que sólo se abren con la luz del sol.
Viendo el brazo desnudo de una mujer, Cupido podía imaginar con nitidez sus muslos. Observaba la carne que va del codo al hombro —su contorno, su textura, el color de la piel, su flacidez o su dureza— y ya sabía cómo era la carne que va de la rodilla a la cadera. Y sólo ahora, ayudado por el sol casi vertical y por la natural adaptación de los pantalones y la camiseta a su figura, se daba cuenta de que aquel tibio calificativo con el que el Alkalino la había definido quedaba tan lejos de la realidad como una margarita lo está de una orquídea que a primera vista, en la sombra, no deja ver que es orquídea.
El detective pensó que no había nada que impidiera que un hombre soltero que pasaba varias horas al día cerca de ella no hubiera visto lo mismo que él veía ahora —la floración sorprendente, indisimulable— y no hubiera hecho en todo ese tiempo algún movimiento para inclinarse hacia ella, para olerla o acariciar sus pétalos.
—Quiere decir que subió para contemplar el paisaje —dijo.
—No el paisaje neutro del límite de la ciudad, sino su paisaje, el que él había creado desde aquella altura con la construcción del edificio.
Eso es, pensó Cupido. Ella tenía un conocimiento de Ordiales lo suficientemente lúcido para decir con una frase lo que él y el Alkalino, hablando con veinte testigos que lo habían conocido, no habían sido capaces de concretar. Y ahora se preguntó si tanto conocimiento podía provenir de una simple relación laboral.
—Usted lo conocía bien —arriesgó.
—Era mi jefe —se limitó a responder, cauta, firme y distante. Luego, como si de repente hubiera recordado para qué estaba allí, se dirigió al capataz—: Pero yo he venido a otra cosa. Necesito a alguien que me ayude a cargar en el coche unas cajas de gresite que urgen en el bloque. Puedo llevarme a Lázaro.
Pavón miró hacia los tres hombres que de cuando en cuando detenían su trabajo para escuchar la conversación.
—¿Lázaro? Está ocupado.
—Ya lo veo. Pero es urgente llevar el material al bloque. Lo están esperando. Yo sola no puedo cargarlo.
—Claro que no. Pero seguro que hay alguien allí donde se carga y otro alguien con no menos fuerza allí donde se descarga. No puedo dejarte a Lázaro porque no puedo parar con la valla. Si no está cerrado el terreno y alguien cae en una de las zanjas, ya sabes lo que ocurrirá.
—No voy a tardar más de dos horas —insistió.
Cupido había quedado al margen y asistía a aquella disputa con la impresión de que en ella había algún componente más que ignoraba. No podía surgir tanta tensión entre el capataz —nervioso y áspero, con aquella especie de estropajo o aluminio que tenía por pelo y que daba la impresión de que comenzaría a crujir si alguien lo apretaba, de esa clase de hombres activos que siempre dan la impresión de oler a sudor— y la aparejadora por dos horas de trabajo de un peón. Miró al que habían señalado: un muchacho joven, de veintiuno o veintidós años, el único que cavaba ahora en la tierra, como avergonzado de ser la causa de la disputa, el pico levantándose sobre su cabeza a intervalos regulares y su acero centelleando al sol, un momento inmóvil, antes de volver a hundirse en la tierra.
—No va a irse —repitió Pavón.
Cupido sabía que ya no iba a ceder, que la mujer no lograría convencerlo. Durante unos instantes se miraron con desprecio, envueltos en olores —sudor contra perfume— y ropas —el limpio atuendo informal contra el mono encofrado en polvo y cemento— y actitudes —la arrogancia del matón contra el ruego femenino— tan opuestos que parecían un hombre y una mujer de épocas y continentes distintos.
El detective la vio caminar deprisa hacia el coche sin despedirse, con la cabeza agachada, como si ocultara las lágrimas. Sólo se permitió una mirada intensa y breve sobre el muchacho que se había erguido y apretaba el pico entre las manos con tanta fuerza que incluso desde donde él estaba podía ver los nudillos blanquecinos.
* * *
De modo que había sido él quien se llevó el pañuelo, guardado en un bolsillo de su chaqueta, seguramente como recuerdo de quien ya no iba a darle nada más, pero acaso también para olerlo cuando estuviera solo, con la misma ansia con que a veces la había olido a ella, hundiendo la nariz y los labios en su pelo o en su cuello y también entre sus piernas. ¿Cuándo se lo había cogido, en qué momento del día? ¿Y cómo? El teniente Gallardo y la agente que lo acompañaba no se lo habían dicho, quizá tampoco lo sabían. Ella lo había echado de menos al llegar a casa por la tarde, pero ignoraba dónde lo había olvidado o perdido. Le gustaba tenerlo a mano incluso en los días de calor —para evitar el polvo en el pelo cuando tenía que estar midiendo en una excavación, para protegerse la garganta de la brisa del amanecer—, pero no adivinaba cuándo ni de dónde se lo había cogido Martín. A pesar de su sorpresa, aquellas preguntas habían sido fáciles de contestar, porque bastaba con decir la verdad y repetirla una y otra vez si ellos repetían la pregunta. Lo difícil fue cuando el teniente dijo «¿Por qué?», mientras la miraba como ellos deben mirar a un detenido, impasibles y duros, envueltos en esos uniformes que —incluso a la agente— parecían endurecerlos aún más. Y no pudo negarlo. Tuvo que decírselo mientras ellos escuchaban pacientes y cautos, el teniente haciéndose repetir algún detalle dos veces, la mujer apuntando su declaración en una libreta. El pudor había desaparecido a los pocos minutos y se lo contó todo como se lo contaría a un médico, extrañada de que fuera tan fácil expresar el hecho de que una mujer se siga entregando a un hombre de quien ya no está enamorada cuando a ella misma le había costado tanto comprenderlo. Usó palabras que nunca había usado en voz alta para hablar de aquello, de aquel periodo, de la negativa a continuar fingiendo, de la resistencia de Martín a aceptarlo y del dolor que sabía que le estaba causando. Un hombre abandonado que roba el pañuelo de la mujer que ama para conservar algo suyo, para intentar en vano retener su olor: ésa era la imagen que a la postre les había dado de Martín, tan distinta de la que sin duda tenían de él, como todos en Breda. Pero de nada podían acusarla.
—¿La había… presionado o amenazado de algún modo para que continuara con él? —le había preguntado el teniente.
—¿Amenazado? —repitió, como si fuera una palabra que viniera de muy lejos.
—Bueno, Ordiales era su jefe —había intervenido entonces la agente.
Lo negó rotundamente. ¿Qué amenaza podría ejercer Martín contra ella en la que él mismo no se viera perjudicado? ¿Despedirla de Construcciones Paraíso? ¡Sería tan fácil entonces convertirse en víctima y hacerle aparecer ante todos como un verdugo obsceno y rijoso y vengativo! La amenaza no era contra ella, pero eso era lo único que les había ocultado. La amenaza había sido contra Lázaro cuando al fin le confesó que él era la causa de la ruptura. Cierto que Martín no podía causarle mucho daño, no era tan poderoso, y Lázaro terminaría encontrando otro trabajo. Pero ya llevaría encima todo aquello en una ciudad que no olvida ningún estigma. Era demasiado limpio e inocente para que ella lo mezclara en nada sucio, en nada que oliera a venganza o escándalo. Además, si lo echaba, ella ya no lo vería cada mañana, no lo tendría allí cerca para pedirle que la ayudara a cargar algo en el coche o para encomendarle trabajos menos duros que aquellos que Pavón siempre le encomendaba.
Ahora, mientras esperaba dentro del coche a que llegara a la esquina de la plaza donde los otros albañiles lo dejaban, camino de la pensión donde vivía en Breda, se sentía orgullosa y satisfecha de haber sabido protegerlo manteniéndolo al margen de las astutas miradas de la mujer y del teniente. Y ni siquiera consideraba que su silencio fuera una mentira: sólo era un secreto que lo unía un poco más a él.
Ya estaba bajando del coche y, aún sin verla, caminaba hacia donde estaba ella.
—Lázaro —lo llamó desde la ventanilla abierta.
El muchacho la miró sorprendido y, por un momento, un apenas perceptible rubor le tiñó el rostro. «¡Qué bien le sienta la vergüenza!», pensó. Y luego: «¿Qué puedo hacer por ti para que seas feliz?».
—Hola —se acercó, agachándose un poco hacia la ventanilla.
—Te estaba esperando —le dijo, sin explicar por qué—. Te invito a un helado.
—¿Un helado? —sonrió.
—Bueno, una cerveza.
Salió del coche y se sentaron en una terraza de la plaza, con la sombra de los plátanos derramando un poco de frescor sobre ellos.
—¿Encontraste a alguien que te ayudara?
—Sí. Siempre hay alguien que puede hacerlo. Pero yo quería llevarte a ti. Sé lo duro que es cavar esos agujeros para las vallas. Con este calor.
Lázaro se miró las manos como si esperara ver sangre en ellas. Luego, se las frotó lentamente.
—No sé por qué lo hace —dijo.
—¿Quién?
—Pavón. Por qué siempre me elige a mí para esas tareas.
—No lo sé. No lo sé —repitió, incómoda, porque el capataz quizás había observado su preferencia por él, aunque estaba convencida de que nadie adivinaba la intensidad de sus sentimientos, del mismo modo que nadie había llegado a saber nada de su relación con Ordiales. Quería creer que la inquina de Pavón sólo provenía de esa tendencia a la rigidez y a la humillación que siente el hombre endurecido ante el frágil, el sargento necio ante el recluta inerme, el bruto dormido ante el despierto.
Lo vio apurar el resto de la cerveza.
—Estás sediento —le dijo, buscando con la mirada al camarero.
—Y hambriento.
—Si quieres, vamos a mi casa y te preparo algo —propuso entonces.
—¡No! Estoy sucio —señaló sus manos, su ropa de trabajo, la pequeña mochila donde llevaba la comida del mediodía.
—Bueno, en mi casa también tengo cuarto de baño —bromeó.
—Tendría que llamar a la pensión.
Sacó el teléfono móvil del bolso y se lo puso en la mano.
—Llama.
Mientras conducía hacia su casa recordó la primera vez que lo había llevado con ella en el coche de la empresa, tímido y callado, mirando hacia atrás, hacia la obra donde quedaban sus compañeros trabajando, como si sintiera vergüenza por haberlos abandonado para hacer una tarea más liviana. Casi acurrucado junto a la puerta, parecía que tuviera miedo de manchar de barro las alfombrillas, o de tocarla casualmente y ensuciarla, ella oliendo a aquel perfume que se intensificaba dentro del coche y él apretando sus brazos cruzados como si quisiera ocultar su propio olor.
Subieron al piso, una vivienda pequeña de dos dormitorios, el suyo y el que ocupaba su padre algunas temporadas, cuando venía a vivir con ella, y Lázaro observó atentamente la decoración, los colores, los muebles, los cuadros.
—¿Es tuyo?
—Sí.
—¿También se lo compraste a Ordiales?
—¿Hay alguien trabajando en Construcciones Paraíso que no haya comprado su casa a la empresa? —preguntó intentando que su nombre no viniera ahora a instalarse entre ellos—. Los empleados somos siempre sus primeros clientes.
—Yo no. Aún no tengo casa.
—Tú aún eres demasiado joven para tenerla.
No dejó que la ayudara mientras servía un poco de vino y preparaba comida como si fueran a cenar tres, aunque ella apenas cenara, pero lo empujó al baño para ducharse antes de sentarse a la mesa.
Comió un poco, pero sobre todo lo vio comer con un apetito natural que iba dejando vacíos los platos y las copas de vino, porque el día siguiente era sábado y no se trabajaba.
Al terminar, él ya no miraba con extrañeza la casa, se movía con naturalidad al ir a la cocina o al baño y parecía haber perdido la timidez al sentarse junto a ella en el sofá del salón adonde habían ido a fumar un cigarrillo. Estaba un poco bebida, había provocado conscientemente ese estado, y mientras lo veía recostar su cabeza hacia atrás y cerrar los ojos unos segundos, tan cansado que no parecía necesitar una cama para quedarse dormido, sintió un deseo irresistible de besarle los labios, dos pedazos de carne rosa y húmeda, casi sin piel, que contrastaban con el atezado del rostro. Lo vio de nuevo mirarse las manos al apagar el cigarrillo y frotárselas como si le ardieran. No se resistió al deseo de cogerlas.
—¿Te duelen? —le preguntó observando las pequeñas hinchazones rojas de las ampollas, una de ellas reventada.
—Un poco. Todavía no estoy acostumbrado. Necesito algún tiempo más para que se endurezcan.
—Espera.
Se levantó, fue al cuarto de baño y volvió con un pequeño botiquín doméstico. Limpió la herida con algodón y desinfectante mientras sentía una ternura invicta a pesar de todo lo que había vivido en años anteriores y en los últimos meses junto a Ordiales, como si un cuchillo estuviera cortando su memoria y apartara a un lado todo aquello que conservara algún rastro de los lobos.
Eso ocurría muy pronto, cuando aún quedaban en el cielo restos de luz del largo día de verano y los gorriones se desgañitaban en las copas de los árboles proclamando su bienestar. Luego, un poco más tarde, ya de noche en la casa en penumbra, estaban abrazados, besándose. Alrededor, todo estaba tranquilo y sólo ellos se agitaban despacio, entre caricias, tan enardecida la piel que a veces no distinguían por dónde avanzaban los labios.
Luego, todavía un poco más tarde, ya calmados, vino lo que le faltaba a la noche para ser definitiva, el silencio, y callaron las calles y se apagaron los motores de los coches y los pasos de los últimos viandantes. Lázaro dormía en la cama, boca abajo, un poco inclinado hacia el lado donde ella estaba unos minutos antes. Se sentó junto a él tras regresar del baño y se quedó contemplando por encima del embozo su espalda ancha y lisa, sin apenas carne ni grasa entre la piel y los huesos. No pudo resistirse a acariciarlo muy suavemente, con temor de despertarlo. Después de todo aquello, ahora sabía que ya no le serviría ningún otro hombre para hacer lo que sólo quería hacer con él. La palma de la mano que antes le había curado estaba boca arriba y una minúscula gota de sangre brillaba en una fisura de la ampolla abierta. Cualquier otra mujer se habría negado a dejarse acariciar por una mano así, pero ella se inclinó y la lamió con la punta de su lengua, pensando que a partir de ese momento tenía dentro de ella, llegando a su corazón y a su cabeza, algunos glóbulos rojos que antes habían cabalgado por el corazón y la cabeza de Lázaro. «Eres todo eso que yo no soy», susurró en silencio, «la inocencia y la ingenuidad y la generosidad y la confianza». Sin embargo, ahora ya tenía la seguridad de que podría hacerlo feliz como nunca había hecho a ningún otro hombre.