Andamios

Su bicicleta se deslizaba sobre el asfalto con el mismo sigilo que las bicicletas de Pekín, movida por la pedalada firme y amistosa que había ido adquiriendo con el paso de los años y con algunos miles de kilómetros sobre el sillín. Esa tarde añadiría ochenta más, pero era el inicio del verano y se encontraba bien, con la respiración adecuada y la adecuada velocidad de la sangre. Cuando lograba ese buen estado de forma, sentía a veces que las piernas le crecían mientras le disminuía el resto del cuerpo, por lo que no tenía dificultad alguna para desplazarlo.

A pesar de la relativa cercanía, nunca había estado en Silencio, porque había que desviarse tres kilómetros de la carretera de Gala para llegar allí por una vecinal estrecha y áspera que moría en la plaza de la aldea. Cupido había conocido algunos lugares cuyo topónimo se adecuaba a su paisaje, pero al llegar pensó que ninguno encajaba con tanta exactitud como aquél. Parecía abandonado, con esa soledad rural que resulta amenazadora cuando no es apacible. En la pequeña plaza sólo se oía el ruido del chorro de una fuente antigua en la que se refrescó, se lavó un poco y bebió un agua dura que sabía a hierro y a lagartos.

Durante unos minutos descansó apoyado en el pilón, esperando que se cerraran los últimos poros del sudor mientras recordaba las palabras del Alkalino sobre los campesinos que abandonaban el campo para convertirse en albañiles. No vio a nadie, como si todos sus habitantes estuvieran trabajando en la ciudad o en el campo, lejos de allí. Luego, al fin, cruzó la plazuela una anciana que le indicó cómo llegar hasta la casa de Tineo.

La identificó enseguida: una de esas feas construcciones recientes tan a menudo levantadas por los albañiles para vivienda propia en las que acaso han puesto los mejores aislantes y los materiales más sólidos, pero que están hechas sin ningún gusto, a base de mezclar elementos de aluvión y colores serviciales que han visto en otros sitios y les han gustado, pero que al unirse sin lógica ni estética carecen de identidad y vienen a demostrar que siempre hay gente que puede estar trabajando treinta años en una misma profesión —no importa que sea de albañil o abogado, de jardinero o escritor— y al cabo de su vida no haber aprendido nada.

Llamó al timbre de la cancela y escuchó un lejano repiqueteo. Por el pasillo lateral entre la verja y la casa apareció un niño de diez o doce años. Cupido le preguntó por su padre. El niño volvió sobre sus pasos y, después de un minuto, apareció un hombre de unos cuarenta años. Vestía con un mono azul y se limpiaba en un trapo las manos y los antebrazos ensangrentados. Miró la indumentaria del detective —el culote y el maillot— y la bicicleta con esa mezcla de incomprensión y sarcasmo con que la gente del campo, obligada por su oficio a intensos esfuerzos físicos, contempla a quien hace iguales esfuerzos por ocio, sin obtener ningún beneficio contable. Luego sonrió un poco y el detective pensó que iba a preguntarle algo así como «¿No tiene un pantalón para ponerse?», pero sólo dijo:

—¿Sí?

Cupido le explicó quién era y a qué había ido hasta allí.

—¿Y ha venido montado en bici? —preguntó, en su rostro esa incredulidad campesina que no entiende que se dediquen mil veces más recursos, tiempo y dinero a cuidar media hectárea de césped de un terreno de juego que a un extenso campo de maíz, tabaco o alfalfa.

—Sí.

—En concreto, ¿qué quiere saber?

—Quiero que me hable de Ordiales. Usted lo conocía desde niño.

Tineo lo miró a los ojos con la misma curiosidad burlona con que había mirado su indumentaria, sorprendido de que no le hubiera preguntado dónde estaba y con quién y en qué ocupaba el tiempo mientras Ordiales caía hacia el vacío, como si estuviera seguro de que todos habían pensado en él al ver la similitud entre las dos muertes.

—Ahora estoy ocupado. Pero, si quiere, pase y hablamos.

Cupido lo siguió rodeando la casa. Tras ella había un gran patio con el suelo de cemento y parterres junto a la verja. Uno de esos patios que los campesinos de la zona han ido reservando desde hace quinientos años en la parte trasera de sus casas, dándoles la misma categoría que a la cocina o a la alcoba, como si supieran que allí detrás siempre podrían saciar la sed de cielo frente a una civilización que intentaría forzarlos a vivir bajo techo las veinticuatro horas del día. Bajo un emparrado, un anciano sentado en una silla miraba a dos niños de tres o cuatro años que jugaban con palos y piedras en la arena de un rincón, controlados por el niño mayor que antes le había abierto. En la sombra había también un carrito con un bebé dormido. A los pies del viejo, un perro sin raza, tan viejo y cansado como él, dormitaba con la cabeza apoyada en las patas delanteras, ignorando un plato con trozos de carne cruda que le habían puesto delante. Al fondo, el patio se cerraba con una tosca construcción de bloques de cemento cuya ancha puerta, de doble hoja, estaba abierta para dar luz a la tarea en que Tineo y una mujer que presentó como su esposa estaban ocupados.

Como en las carnicerías, la mitad de un animal colgaba de una viga del techo. Lo que quedaba de la otra mitad estaba siendo despiezado sobre una de esas viejas, negras y enormes mesas de tres patas en las que, siendo niño, tantas veces había visto hacer la matanza del cerdo. Por el suelo había, además, varias artesas donde se habían separado las vísceras, los huesos y distintos tipos de carne. Tineo cogió un gran cuchillo y comenzó a distribuir una pieza en filetes mientras la mujer los repartía en raciones y las introducía en bolsas de congelar escribiendo su contenido en la etiqueta. Luego las guardaba en un gran arcón congelador que había al fondo.

—¿Una ternera? —preguntó Cupido, buscando la cabeza o los huesos de la columna en alguna de las artesas.

—Sí.

—¿Pero no está prohibido? —insistió, sin ningún afán de control, sólo con curiosidad después de todos los conflictos con ese tipo de carne.

—No. Está sacrificada en el matadero comarcal, con todos los análisis reglamentarios de Sanidad. Pero eran innecesarios, nosotros ya sabíamos que no habría ningún problema. En esta casa sólo comemos animales que durante varias generaciones se han alimentado únicamente de los frutos de la tierra. Ésta —señaló la carne roja, tierna, abundante— no probó otra cosa que hierba y heno. No supo lo que es el pienso artificial.

Cupido escuchó con atención, sorprendido de aquella vuelta a los orígenes cuando todo alrededor, en el campo, era abandono y exilio.

—Ahora ya tiene todo el tiempo para dedicarse a esto. Ahora ya no trabaja para Ordiales.

Tineo levantó un segundo la mirada de la carne que troceaba para mirar al detective sin temor ni desafío, sólo sereno y duro e impasible. Luego cogió la piedra de afilar y la pasó con rápidos movimientos profesionales por el filo del cuchillo, casi sin mirar, ancestralmente familiarizado con esos utensilios dañinos —hoces, hachas, podones, guadañas— que con tanto recelo miran las gentes de ciudad.

—No. Ya no trabajo para él.

—¿Por qué lo dejó?

—Si ha venido hasta aquí, supongo que ya le habrán dado una versión.

—Una versión —repitió Cupido.

—Le habrán hablado de mi hermano pequeño. Que yo lo arrastré a aquel oficio cuando él no quería irse de aquí y que, en parte, me siento responsable de su muerte.

—Sí.

—Le habrán dicho que cayó de un andamio y que murió porque no estaba puesta la red de seguridad que es obligatorio poner.

—Más o menos todo eso. Pero también añadieron que usted aceptó una buena cantidad para no hablar más de su muerte y para olvidar que esa red no estaba colocada.

Tineo sonrió antes de volver a inclinarse sobre la mesa.

—No le mintieron. El dinero de Ordiales me ayudó a comprar unos terrenos que siempre habíamos deseado tener. Esto que ve —señaló con el cuchillo toda la carne— procede de allí.

—Usted aceptó a pesar de la muerte del chico.

—Bueno, nadie puede pelear indefinidamente a patadas contra un caballo. Habría ido a un juicio con abogados y procuradores y todos esos tipos que hablan por ti y a ti te dicen que te calles. Seguramente Ordiales habría sido castigado con una fuerte multa. Pero no creo que hubiera llegado a ir a la cárcel. Ningún constructor va por una negligencia en seguridad laboral. La única diferencia era que el dinero me viniera a mí en lugar de ir a esos abogados y a Hacienda. Sé que mi hermano hubiera estado de acuerdo.

—Todo el mundo ganaba.

—Todo el mundo ganaba —repitió. Levantó el cuchillo y señaló al viejo que descansaba afuera, bajo la sombra de la parra—. Mírelo. A él y al perro. Yo no sé quién de los dos tiene más artrosis. Ya ha pasado un año y todavía no le hemos dicho que su hijo pequeño murió al caer de un andamio. Le contamos que está trabajando fuera del país, y algunas veces le leemos algunas cartas que yo mismo escribo. No resistiría la verdad. Y con un juicio hubiera sido más difícil ocultárselo.

Cupido miró al anciano y vio que su estado físico no era mejor que el de su madre. Sin embargo, no lo habían llevado a una residencia ni habrían permitido que él se fuera. Parecía feliz allí, en la sombra, dormitando junto al perro y escuchando los gritos de los nietos, convencido de que las circunstancias de su muerte no serán muy distintas de aquellas en las que vivía. Cupido no pudo evitar pensar en su madre y sintió una intensa punzada de remordimiento.

—Pero no se equivoque. Yo no he olvidado. Después de pagar (y pagó Construcciones Paraíso, no él), Ordiales seguía mereciendo un castigo personal, se había librado por un precio demasiado bajo. Algo que le doliera. Hacerle daño a la empresa no era suficiente; hacerle daño a él sí lo era. Por eso me alegro de que alguien lo haya tirado desde allí arriba. Y aunque sé que, por su forma de morir, todos, incluido el teniente de la Guardia Civil, piensan inmediatamente en mí, no tengo nada que ver. A esas horas estaba terminando de trabajar. Si me veo obligado a buscar a algún testigo, seguro que hay alguien que me vio conduciendo el tractor. El campo parece abandonado, pero siempre hay alguien que mira. No me sería difícil encontrarlo.

—Usted conocía a Ordiales desde niño.

—Sí. Jugamos juntos y nos peleamos muchas veces.

—¿Cómo era?

—¿De niño?

—De niño y de mayor.

—Siempre quería ganar. Y aunque no le gustaban las trampas, podía recurrir a ellas si a pesar de su esfuerzo no conseguía dejarnos atrás. Desde niño había entendido que para cualquier actividad en que se empeñara, en la escuela o jugando en la calle, no valía otro final que la victoria.

Había terminado de limpiar de carne un hueso largo y blanco. Soltó el cuchillo, cogió una pequeña hacha y, con un gesto bíblico, sin levantarla demasiado para coger impulso, como si el hueso fuera un escorpión o una serpiente u otro animal venenoso, dio varios golpes secos que lo trocearon sin producir astillas. La mujer se levantó a guardar más bolsas en el arcón congelador y Cupido observó ahora su duro aspecto campesino, la fortaleza de sus brazos desnudos, la ancha espalda que ya había comenzado a redondearse, en la cabeza los pelos como si no se peinara nunca.

—Su problema es que debió encontrar a alguien que tampoco sabía perder —añadió.

—Tengo hambre —el niño mayor había aparecido en la puerta y parecía hablar en nombre de los dos pequeños que lo seguían, sin mirar a Cupido, atentos sólo a las piezas de carne, a las artesas con huesos y vísceras.

La mujer abrió una pequeña tinaja, extrajo de ella un queso chorreando aceite y cortó varias porciones que colocó en un plato, expandiendo un intenso olor. Eligió un trozo, lo limpió con el mismo paño con el que Tineo se había limpiado antes las manos y se lo entregó al niño:

—Primero, llévaselo a tu abuelo.

El detective comprendió que la entrevista había terminado. Se despidió y salió del cobertizo. El perro apenas levantó un segundo los párpados para verlo pasar, el bebé seguía durmiendo en el carrito y el viejo masticaba el queso muy despacio, ensalivándolo con movimientos laterales parecidos a los de los rumiantes.

* * *

No se había formado una opinión clara sobre Tineo. Si, por una parte, le parecía un padre de familia capaz de cualquier cosa —también de hacer daño— para proteger a su clan, por otra sentía que el grupo que dejaba atrás rebosaba una dignidad antigua y sólida que había logrado proteger del siglo y del mundo unas cuantas leyes elementales: no abandonar a los viejos, no violentar las leyes de la naturaleza, ocupar cada uno su sitio. Si, por un lado, pertenecía a esas gentes campesinas y astutas que ocultan el valor y la producción de sus tierras, que siembran cosechas de plantas que nunca antes habían visto ni ellos ni sus antepasados con el único objeto de recibir subvenciones estatales y tras cobrarlas dejar morir lo sembrado, que esconden reses y declaran un número inferior al que en realidad tienen, que miran con ironía y tolerancia los caprichos de la gente de ciudad, que visten como mendigos aunque guarden en viejos baúles puñados de oro de las joyas antiguas y que, aunque apenas sepan leer, han aprendido a hacer declaraciones de renta siempre a su favor, por otro, se agachan a cavar sin pereza el huerto de la casa y en los surcos que cavan aún suceden los milagros, y sus manos son tiernas con la azada en primavera, pero también con el podón en otoño, porque siempre están llenas de cariño con las plantas que sangran por sus flores o frutos, y entierran con enorme respeto la placenta de la res que ha parido, y donde vive uno de ellos siempre crece un árbol del pan, y son incapaces de traicionar o hacer daño a nadie en nombre de una raza o una idea, y no rompen los lazos de lealtad o parentesco, y nunca antes de tiempo preguntan los hijos por la edad de sus padres. Seres llenos de astucia, terquedad y desconfianza, seres intermedios entre el hombre, el mulo y el lagarto, y capaces, por tanto, de su misma bondad, su misma capacidad de sacrificio y su misma resistencia a las mutilaciones. Cupido los había visto enviando conejos aterrados, empapados de gasolina y ardiendo el rabo, a quemar rastrojos que la Guardia Civil impedía quemar, pero también había visto a otros levantar del suelo a una abeja aterida y colocarla en la palma de su mano y echarle el aliento templado hasta comprobar que podía salir volando a refugiarse en su colmena. Sabía que del mismo modo que podían buscar el corazón de un cerdo o de un cordero con la punta de un cuchillo, sin temblarles el pulso, así también la mayoría de ellos no entendía que alguien montara por diversión o espectáculo encima de un animal y le hiciera sudar y sufrir. Una gente, en fin, con una fuerza y una dureza que no residían en su estatura ni en sus músculos —no solían ser ni altos ni robustos—, sino en la firme convicción en cada una de sus ideas y de sus actos, en la memoria de quiénes eran y cómo se llamaban sus antepasados y qué casa o qué predio había levantado cada uno de ellos.

Montó en la bici y pedaleó suavemente de regreso hacia Breda, observando el paisaje de lomas suaves hasta cuyas cimas peregrinaban lentamente los olivos, la tierra dura y pobre de la aldea donde únicamente parecían crecer, mordiendo el suelo, árboles de frutos pequeños: el alcornoque, el almendro, algunas parras cuyas hojas recogían el calor del sol para encerrarlo en las uvas, la encina tan dura que en su tronco afilan los jabalíes sus colmillos. Cada cierto tiempo, rapaces de alas puntiagudas sobrevolaban la carretera, lentas y tenaces, esperando el botín fácil de erizos y serpientes y conejos atropellados por los coches.

Llegó al puente del Lebrón cuando ya las depredadoras cerraban sus echarpes y daban paso a los pájaros del atardecer, a los vencejos y golondrinas que sienten vértigo al alejarse del suelo. El crepúsculo exhausto por el largo día de junio se entregaba a la llegada de la noche entre un concierto de grillos y chicharras limándose las uñas, punteados por los crujidos de las cortezas de los árboles recalentadas por el sol. No había brisa y nada se movía en las orillas donde los álamos alineados como párpados del río, con las raíces llenas de peces y serpientes, tenían un fulgor verde y feliz. Por encima de sus copas, y más allá de Breda, al norte, se extendía la reserva de El Paternóster, impenetrable como si los troncos de los árboles se doblaran anudándose. Aún más allá, se elevaban las cimas del Yunque y del Volcán bajo una luna prematura, a punto de henchirse, ovalada como un huevo de plata que acabara de surgir del propio cráter de la montaña.

* * *

No era él quien se tambaleaba. Era el mundo el que giraba enloquecido a su alrededor: la casa que había construido con sus propias manos se inclinaba, las paredes oscilaban como olas alejándose y acercándose, el suelo se removía como empujado por terremotos. Era como si tuviera un péndulo dentro de la cabeza que, de cuando en cuando, sin que supiera bien bajo qué estímulos se activaba, golpeaba el interior de sus oídos. ¿En qué podía apoyarse, entonces, si todo a su alrededor se movía, en qué andamio trabajar sin pánico si ninguno era firme?

Soltó el enorme cuchillo, temeroso de cortarse un dedo y convertirse en uno más de tantos mutilados, y se apoyó con las dos manos en la mesa negra y sólida donde durante decenas de años tantos animales habían sido sacrificados. Sentía la sangre vagabundeando por su cabeza, buscando desesperadamente su equilibrio.

—¿Otra vez? —le preguntó ella.

—Otra vez.

—¿Quieres un poco de agua?

—No. Voy dentro, a tumbarme.

Se lavó las manos bajo el grifo, deprisa, porque el vértigo avanzaba y los huesos del oído comenzaban a organizar su espiral salvaje. Atravesó el patio donde su padre seguía masticando el pedazo de queso y se dejó caer en el sofá de la sala en penumbra. En esa posición podía resistirlo. Allí tumbado, el suelo estaba más cerca y remitía el miedo a caer y la intensidad del balanceo.

Nunca hubiera creído que aquello pudiera pasarle a él, una enfermedad que no se manifestaba con otra señal ni otro síntoma que con un vértigo salvaje, parecido al mareo que sentía tras una borrachera brutal de alcoholes duros. En realidad, ni siquiera parecía enfermedad, porque no se detectaba con análisis de sangre ni con radiografías o escáneres ni con una exploración táctil u ocular. Sabía bien que, por esa indeterminación, los demás se resistían a admitir su gravedad y tendían a creer que no era más que un simple malestar con el que se podía convivir sin que impidiera ningún acto de la vida cotidiana.

Por eso lo ocultaba a los ojos ajenos. Sólo lo sabían su mujer y un par de médicos a los que acudió antes de comprender que ninguno de ellos tenía la solución para su caso. No encontraban ningún órgano roto o defectuoso y cada especialista achacaba su dolencia a otro campo, como si, incapaces de curarlo, quisieran quitárselo de encima. Le habían recetado varios tipos de pastillas, pero al mismo tiempo le habían prevenido contra su uso a largo plazo, porque podían terminar provocando Parkinson. De modo que había llegado a aceptar que contra el vértigo no había otros remedios que la resignación y el paso del tiempo.

También se lo había ocultado al detective. No tenía por qué ampliarle sus motivos para odiar a Ordiales. La muerte de su hermano ya era suficiente para que todos, al verlo aplastado contra los escombros, pensaran en él antes de pensar en ningún otro nombre. Los vértigos habían aparecido después de enterrar a su hermano, en aquellas semanas en que aún estuvo trabajando hasta aceptar la oferta. Desde entonces no soportaba ninguna altura. Aun con redes y casco y cinturón de seguridad, el vacío se abría bajo él como una boca terrible dispuesto a engullirlo mientras todo giraba enloquecido a su alrededor. En lo alto se le atrofiaban los sistemas de prevención y alerta que a todos los demás se les agudizaban. El suelo era un imán allí abajo y él no tenía una nube donde poder asirse. No lograba permanecer de pie y debía sentarse o tumbarse con los ojos cerrados para tener las mismas capacidades que cualquier otro hombre y no ser un inválido.

Claro que no podía trabajar en esas condiciones. Si Ordiales le había pagado parte del dolor ocasionado por la muerte de su hermano, lo que de ningún modo había pagado era aquella minusvalía. Y él no había tenido nada palpable con que ir a reclamarle. De modo que, si ahora estaba muerto, sólo se había hecho un poco de justicia.