Fachada

—¿Has ido?

—Sí.

—¿Con quién hablaste?

—Con todos. Tal como me dijiste, me hice pasar por un posible comprador. Primero con la aparejadora. Una chica bonita. Pero enseguida llegó el otro socio, Santiago Muriel, que me habló de metros, número de habitaciones, calidades y fechas de entrega. No quiso entrar en detalles ni entretenerse mucho conmigo, como si no creyera que yo pudiera tener el dinero suficiente para comprar uno de esos chalets que van a construir en Maltravieso. Así que no puedo decirte mucho de él. Un hombre tan discreto y gris que pasa desapercibido. Aunque de algún modo es inquietante.

—¿Inquietante?

—Llegó a la oficina mientras yo esperaba y nadie estaba seguro de que hubiera llegado. Es de esas gentes que, al saludar, miran la mano que aprietan antes que a los ojos. Muriel me envió a la mujer, Miranda, que quizá tampoco creyera en mis ahorros, pero al menos debió de pensar que los bancos también prestan a tipos como yo. Incluso me ofreció una copa: uno de esos licores dulzones que son más aptos para saborear que para beber —dijo con un gesto de desprecio—. No ahorró palabras para describirme el chalet, para nombrar materiales que yo no sabía que existieran ni que, mucho menos, fueran necesarios para levantar una casa. Aunque, desde luego, evitó en todo momento hablar de dinero, como si su posesión fuera algo que una mujer como ella siempre debe dar por supuesto en el hombre con quien trata. Si yo fuera menos viejo, tal vez me hubiera convencido. Pero ya tengo demasiados años para comprar una casa sin mirar bien sus cimientos. A ella, en cambio, parece preocuparle más el diseño que la solidez de los muros, más el color de la pintura que la impermeabilización del tejado. De algún modo, me recordó a los malos médicos: más interesados por el microbio que por el enfermo.

—Ese parece ser uno de los riesgos de los arquitectos más modernos —dijo Cupido—. Preocuparse más de la casa que de su inquilino.

—¿Arquitecto? ¿Ella es arquitecto?

—Dicen que tardó algunos años de más en conseguirlo, pero tiene el título con su nombre colgado en el despacho.

—Puedo citar a mujeres doctoras, abogadas, presidentas de gobierno, pero no en este oficio. ¿Tú sabes de alguna otra mujer arquitecto?

Cupido pensó unos instantes.

—Alguna.

—No deja de ser curiosa esa contradicción: que apenas conozcamos a mujeres firmando proyectos cuando todas las mujeres que conocemos parecen sentir un interés indomable y permanente por hacer obras y reformas dentro de sus casas, como si no pudieran quedarse quietas en el sitio donde viven sin cambiarle cada dos años el aspecto.

—Y sobre Ordiales, ¿qué oíste? —preguntó Cupido, que no quería que se alejara del tema para irse a divagar sobre alguna de sus exóticas teorías de filosofo rural.

El Alkalino esperó a que el camarero le sirviera la copa de coñac, y no porque la necesitara para seguir hablando —para hablar nada le era necesario—, sino por su costumbre de que todo acuerdo y todo dato importante revelado debían tener por testigo una bebida nunca con menos de diez grados de alcohol. Agarró la copa por el tronco, la arrancó del mostrador, la movió en círculos y olió su aroma. Ya no bebía tanto. No porque un médico le hubiera descrito con crudeza el color de su hígado, sino porque una mañana, al mirarse al espejo, vio que también sus ojos tenían el color del coñac, la pequeña pupila negra flotando en un dorado charco de alcohol.

—Ya en la oficina saqué una primera conclusión: allí dentro, entre los ordenadores encendidos y los impresos publicitarios de las obras, a Ordiales no se le echaba de menos. Si antes había sido necesario, ahora daba la impresión de que lo habían sustituido sin problemas, de que ninguno de los dos socios lo añoraba: ni la mujer casi demasiado vivaz y acicalada para ser de fiar, ni el hombre ya maduro, pero sin ningún síntoma aún de debilidad. En cambio —añadió—, al visitar el bloque en construcción la sensación era muy distinta.

—¿Por qué?

—Pregunté en la obra las mismas cosas que había preguntado en la oficina y nadie supo responderme. Sólo el capataz, un tipo llamado Pavón, me aclaró algunos datos. Era el único que imponía orden entre obreros que iban y venían sin que parecieran saber siempre adonde y para qué. Pero hasta el propio capataz se vio perdido cuando tuvo que consultar algo en unos planos que no lograba interpretar con exactitud.

—¿Desde cuándo en las obras hacen caso de los planos?

—Eso es lo que quiero decir. Pavón parecía tener miedo a equivocarse con el proyecto y que algún técnico se lo reprochara luego. Ordiales no lo hubiera tenido. Ahora, incluso los capataces se hacen llamar constructores, pero siguen siendo simples albañiles. Y un albañil nunca mandará sobre un aparejador o un arquitecto. Un constructor sí.

Alzó la copa y bebió un breve sorbo. Si había moderado la cantidad de alcohol, no el respeto y la solemnidad con que lo ingería.

—Siempre había creído que es más fácil hablar con los obreros que con los patronos —continuó, con el tono irónico que empleaba para evocar sus lejanos tiempos de militancia comunista—. Pero tampoco de ellos obtuve demasiada información.

—¿Qué te dijeron?

—Detalles sin importancia, alguna anécdota, alguna frase de Ordiales, nada que fuera demasiado revelador, pero lo suficiente para sacar una imagen de su carácter. Digamos que estos albañiles y peones, casi todos oriundos del campo, no son muy habladores —dijo, pensativo como si recordara algo muy lejano en el tiempo—. Son gentes que parecen tener un único color, el gris del cemento, que no han abandonado la pana y que deben de sentir cierta nostalgia del terruño, aunque en voz alta renieguen de él. Los ves manejando la paleta y la plomada y parecen estar pensando en el arado y el hacha; los ves mezclando arena y cemento y parecen estar cavando la tierra; los ves observando un ladrillo y parecen estar soñando con una semilla; los ves calculando la altura de un tabique y parece como si buscaran pájaros en las copas de los árboles. Cuando les miras la piel endurecida de las manos, algunas mutiladas, piensas que serían necesarios un buen martillo y una punta de acero para poder atravesarla. Parece que a Ordiales le gustaba contratar a obreros de esa procedencia rural. Pero no sólo porque creyera que, si hasta entonces habían desempeñado un trabajo duro peleando con el terruño, del mismo modo podrían hacerlo peleando con el ladrillo y el cemento, al fin y al cabo materiales de la misma especie —la arcilla y la pizarra—, solamente un punto más triturados y cocidos, sino sobre todo por la paciencia. Ahora que todo se construye tan deprisa, y dura poco, ellos lo harían un poco más despacio, pero más sólido y duradero, puesto que estaban acostumbrados a esperar en su anterior oficio. Dicen que los comprendía muy bien, sabía cómo tratarlos, con qué premiarlos o amenazarlos para sacarles el máximo rendimiento laboral. Según lo que me contaron, sentían por él una extraña relación de amor y odio, de envidia y respeto. Al fin y al cabo, Ordiales no era sino uno de ellos, uno más que por un golpe de azar en las herencias y un plus de astucia y tenacidad se había elevado hasta otro rango. Se adelantó a todos ellos, ya estaba allí cuando comenzó todo el boom de la construcción, y por eso tuvo más oportunidades. Fue el primero en comprender que también en esta tierra la gente abandonaría el campo para irse a vivir a la ciudad. Que los hijos de los agricultores todo lo más serían jardineros, nunca otra generación de agricultores. Y se dedicó a venderles parcelado un trozo diminuto de jardín donde calmar los cada vez más lejanos reclamos del terruño, donde esconder su mala conciencia o su nostalgia plantando unas lechugas y un cerezo.

—¿Todo eso te contaron? —preguntó Cupido con ironía.

—Sí, aunque no con tantas palabras. Ya te he dicho que hablan poco. Pero también he preguntado por Ordiales en otros sitios.

—¿En otros sitios?

—En la calle. Entre otros empresarios. Aquí —señaló el Casino, los grupos de jubilados, las mesas de alabastro en las que restallaban las fichas de dominó—, entre estos viejos que ya no tienen otra cosa que hacer que escuchar lo que se habla a su lado como si fueran sordos y que luego recuerdan cosas que muchos quieren que se olviden.

—¿Y?

—Martín Ordiales no se quedó en ese salto cuantitativo que otros constructores también dieron. Él añadió un cambio en los modos y en el lugar donde construir.

Se mojó de nuevo la boca, saboreando el coñac antes de tragarlo, dejando que el alcohol le calentara la lengua, las encías en las que ya faltaban algunas piezas. Los anillos de su tráquea se movieron arriba y abajo al abrirle paso en su garganta. Luego se concedió un segundo para apreciar su sacudida al llegar al estómago.

—Era uno de esos hombres que saben captar el pulso de una ciudad antes de que lo haga el edil más avisado. Intuyen su ruina o su crecimiento y, en este caso, por qué terrenos se extenderá. Me acuerdo bien de cuando Breda sólo era un poblachón con la forma de una paloma con las alas aplastadas contra el suelo. Ordiales adivinó antes que nadie que enseguida —primero con la nuclear y luego con El Paternóster, esos dos polos de peligro y ocio que tan bien definen nuestro carácter, como si una tierra siempre terminara teniendo aquellos frutos de la civilización que en justicia merece— levantaría el vuelo y la dirección que tomaría. Esta ciudad, como el resto del país, se volvió loca hace diez años con la fiebre por construir. De repente no cabía en sus límites, se ahogaba en sus contornos. De la noche a la mañana apareció un desfile permanente de camiones, excavadoras y hormigoneras. Los cielos se llenaron de grúas, y el aire, de los ruidos de martillos neumáticos y golpes de tablones. Ordiales vendió todo lo que había heredado de sus padres en esa aldea de la que procedía, Silencio, y compró en Breda todo lo que estuviera en venta por la parte noroeste y que aún no fuera urbanizable en el diseño municipal. Había comprendido que las ciudades, incluso las pequeñas como Breda, habían iniciado un extraño proceso que no tenía precedentes en siglos anteriores: ¡se estaban despoblando por el centro! El futuro estaba, por tanto, en la periferia. Antes, nadie quería vivir allí, en los arrabales; ahora nadie quiere vivir en el centro. Primero fueron los viejos corralones y establos y los solares vacíos. Pero luego también hubo que cambiar los planes municipales de urbanismo para poder expandirse. Para entonces, Ordiales ya tenía algo que dar a cambio y el viejo Paraíso lo admitió como socio. Convirtieron una pequeña empresa familiar en lo que es ahora.

—¿Era honrado?

—¿Ordiales?

—Sí.

—¿Honrado? Para ser un detective privado de provincias, a ti te gustan demasiado las palabras trascendentes. No sé si puede calificarse así. Vivimos tiempos en que los constructores son tan tramposos que acaso se pueda llamar honrado a uno a quien no se le rajen las paredes ni se le llenen los techos de goteras. En todo caso, no creo que él engañara más que cualquier otro.

—Eso no me da ninguna pista.

—¿Te han hablado de Juanito Velasco?

—He hablado personalmente con él.

—Entonces, no tengo nada que añadir. Únicamente que todo el mundo lo pone como ejemplo de comprador víctima de Ordiales. Se pelearon, quiero decir que se gritaron y casi llegaron a las manos. Todos se enteraron de aquello. Pero yo no creo que tengas que buscar entre los deudores —añadió con aquel atrevimiento con que siempre le decía a Cupido hacia dónde tenía que dirigir sus investigaciones—. Porque aunque alguno de ellos lo matara, su deuda con la empresa no prescribiría. Y ya se encargarían Muriel o Miranda de reclamarla.

—¿Por dónde, entonces? —preguntó siguiéndole el juego.

—Por lo que deduzco, Ordiales era como esos padres de familia amables y encantadores con el resto del mundo, pero que en su casa se convierten en tiranos con su mujer y sus hijos. Al verdadero enemigo, a quien lo tiró por aquella terraza, tienes que buscarlo a su alrededor. Como en las buenas tragedias griegas, que decía Aristóteles: las de crímenes en la familia.

—¿Los dos socios?

—¿Por qué no? Es cierto que ninguno de los dos parece lo suficientemente fuerte ni atrevido para que los imaginemos empujándolo desde allí arriba. Más bien recuerdan a las aves de carroña: aunque ellos no lo hayan matado, no tardarán en devorar su cadáver. Pero yo no los descartaría.

—¿Los otros empleados?

—Puede ser. Alguien que no estuviera demasiado cansado. Los albañiles se levantan y se acuestan muy pronto. Las nueve de la noche para ellos es como para ti la madrugada. De las chicas empleadas en la oficina no me ha llegado ninguna información de relevancia. ¿Te han hablado de Tineo?

—No.

El Alkalino sacó del bolsillo un trozo de papel y se lo entregó a Cupido.

—Vive en Silencio, la misma aldeúcha de Ordiales. Ese es su número de teléfono. Si entre los enemigos de fuera de la empresa citan a Velasco, de los de dentro todo el mundo nombra a Tineo.

—¿Le hizo algo Ordiales?

—A él nada. A su hermano pequeño. Tineo se lo había traído a trabajar con él en Construcciones Paraíso y, de algún modo, debe de sentirse responsable de su muerte. El chico cayó de un andamio donde tenía que haber redes de seguridad y no las había. Tineo ya no trabaja. Nadie se atreve a decir una cantidad concreta, pero todos los que fueron sus compañeros en las obras hablan de mucho dinero. Ordiales, o su seguro, pagó mucho por esa muerte y por evitar una denuncia y una investigación laboral.

Cupido miró el papel con el número de teléfono.

—¿Vas a llamarlo? —preguntó el Alkalino.

—No. Voy a ir hasta allí a hablar con él.

—¿Cuándo?

—Esta misma tarde. En bicicleta. ¿Te vienes?

—¿Yo a hacer deporte? ¡Estás loco! A la primera pedalada se me saldrían los huesos de sitio. No sé qué placer encontráis en machacaros el cuerpo.

Cogió la copa que aún tenía mediada, le dio la espalda y se dirigió hacia una de las mesas donde charlaba un grupo de jubilados.