—Esta urbanización será el salto definitivo. A partir de ahora podremos decir que Construcciones Paraíso es una gran empresa.
Santiago Muriel asintió sin decir nada, la mirada absorta en la maqueta de la que habían retirado la casita adosada; en cambio, habían añadido un número a cada parcela. Pero también, como si alguien hubiera advertido que su austeridad anterior era igualmente una huella de Ordiales, habían colocado figuritas de árboles en las calles, coches por la calzada y peatones y perros para dar sensación de aire libre, de pulcritud, de una forma de vida ideal alejada de todo abigarramiento, ruidos, preocupación. En algunos sitios había trozos de fieltro verde y azul simulando césped y piscinas e incluso se habían preocupado de instalar una fuentecita con la ebullición de un pequeño surtidor.
—Es lo que siempre había soñado mi padre —continuó Miranda—. Pero también Martín estaría orgulloso de esto —pasó el dedo por el diminuto contorno de los árboles, de las piscinas—. Diseñar una urbanización como los romanos diseñaban sus poblados, decidiéndolo todo desde el principio, desde el perímetro y las puertas de las murallas a la orientación y el trazado de las calles. Levantar una ciudad desde la nada. No construir en un solar encajonado entre vecinos, sino distribuir tú mismo los solares.
—Claro que también él estaría orgulloso —remarcó Muriel, sin mencionar, como tampoco lo había hecho ella, los cambios que nunca hubiera permitido. Una vez más se preguntó qué tipo de poder era ése, cuál era su esencia y quién se lo confería a las mujeres para que siempre ellas terminaran ganando y decidiendo cómo debían ser en última instancia las cosas—. ¿Has llamado a sus parientes?
—Sí. Mañana, a las siete, vendrán a la oficina. No creo que haya ningún problema para que acepten vender.
—¿Lo han dicho así?
—¿Así?
—Con esas palabras: aceptar vender.
—Han dicho que no saben nada de constructoras y que no tienen ningún interés en saberlo. Martín no tenía hermanos. Todos ellos son primos y supongo que lo que desean es conseguir la mayor cantidad posible de dinero sin que se entere Hacienda y regresar a sus terruños a esconderlo bajo una piedra.
—¿Dijeron una cantidad?
—No. No podrían decirla porque no saben lo que hay. En cualquier caso, creo que podríamos pagarles una parte con algunos de nuestros pisos —sugirió.
—¿Lo aceptarían?
—¿Por qué no? Una vivienda en la ciudad —dijo Miranda—, ese sueño de todos los campesinos. En realidad, ¿qué otra cosa si no había pretendido siempre Martín?
Por la memoria de Muriel pasó una escena de quince años antes, cuando un jovencito con una chaqueta y una corbata recién compradas para ser lucidas en aquella entrevista se presentó en las oficinas de Construcciones Paraíso a ofrecer unos solares heredados a cambio no de dinero, sino de una participación en lo que en ellos se construyera. Aquél fue su primer paso para entrar en una empresa activa y bien considerada cuyo fundador lucía en su despacho los diplomas ganados en varios concursos de albañilería, pero al fin y al cabo una empresa pequeña en la que hasta entonces nadie sabía cómo funcionaba una grúa de rotación ni lo que era construir un edificio de más de tres plantas. Luego fue el viejo Paraíso quien advirtió que, si le daba un poco de autonomía, aquel joven que —a fuerza de ser el primero en llegar al tajo y el último en marcharse, de preguntar todo lo que no sabía y de permanecer, si no al acecho, sí al control de lo que hacía y cómo lo hacía cada albañil— a los tres meses ya era capaz de dominar el proceso completo de una obra, desde la elección del arquitecto hasta la venta del último garaje, podría engrandecer la firma con su decisión e iniciativas. Lo que nadie pudo prever es que su ambición no se conformaría con un puesto de segunda fila que hubiera hecho feliz a cualquier otro.
—Si recuperamos esas acciones, esta firma volverá a ser como era antes de que él apareciera —dijo.
Muriel inclinó la pequeña cabeza calva y abollada hacia unos papeles con listas de cifras, negándose a participar en la conversación que Miranda le proponía, desinteresado como si nunca hubiera oído el nombre de Martín, como si no hubiera desaparecido de golpe y con violencia alguien con quien durante quince años habían hablado, calculado, discutido, disfrutado en cada triunfo y preocupado en cada fracaso. Golpearon la puerta y Alicia avanzó dos pasos.
—Está aquí Juanito Velasco. Dice que quiere hablar con vosotros.
—¿Velasco? ¿Quién es? —preguntó Miranda al ver el gesto de fastidio de Muriel.
—¿No has oído hablar de un tipo a quien Martín terminó embargándole el chalet cuando ya había pagado una buena parte de su precio?
—Me lo contasteis entonces, pero no recuerdo los detalles.
Muriel permaneció unos instantes en silencio, como si ordenara en su cabeza los datos de la historia con el mismo rigor con que ordenaba las cuentas, los pagos o las deudas de cada cliente, las facturas de los proveedores o los salarios de cada uno de los cincuenta empleados.
—Hace dos años le vendimos uno de los chalets que estábamos construyendo junto al Europa. No sólo eligió uno de los más grandes. También quiso lo mejor en las calidades y fue pidiendo mejoras sobre lo que nosotros ofrecíamos: mármol de importación, maderas nobles, acero inoxidable, en el jardín árboles de quince años. Uno de esos inconscientes que primero compran y luego cuentan el dinero que tienen en la cartera. Aun así, tal vez si no se hubiera separado de su mujer cuando estábamos a punto de darle las llaves hubiera podido seguir pagando. Pero ella lo dejó cuando iban a estrenarlo. Se marchó con su hijo alegando algo de malos tratos y, según oí contar, cansada de soportar sus infidelidades. Alguien dijo que lo sorprendió en la cama con su última amante, una jovencita que parecía haber encontrado en la salida de algún instituto. Velasco no pudo llegar a cubrir todos los gastos y dejó de pagarnos. Martín estaba dispuesto a ser paciente con él, pero una tarde se presentó en la obra y discutieron. Estaban allí unos posibles compradores que se largaron asustados del ambiente. Y ya conocías a Martín: una ofensa así, en público, no se la perdonaba a nadie. Le dio un ultimátum de tres meses. Cuando pasó el plazo y Velasco no pagó, decidió que iniciáramos el proceso. Estamos esperando la resolución definitiva, pero todo parece muy claro. La sentencia caerá de nuestro lado.
—¿A qué viene entonces?
—¿No lo imaginas?
—Creo que sí.
—¿Qué le digo? —preguntó Alicia, que seguía esperando una respuesta.
—Dile que pase —ordenó Miranda.
Dejó la puerta abierta y poco después regresó seguida de un hombre alto y fuerte. Era curioso que lo llamaran Juanito Velasco, pero Miranda recordó algunos otros casos de personas de gran estatura que desde niños recibían un diminutivo del que ya nunca lograban desprenderse, aun cuando hubiera desaparecido la causa que lo provocó.
Velasco se acercó a Muriel y lo saludó brevemente, como si cumpliera un trámite, antes de dirigirse hacia quien de verdad parecía interesarle desde que entró en el despacho. Avanzó unos pasos y estrechó la mano de Miranda. Era de esos hombres que siempre encuentran un motivo, una excusa o un momento propicio para desviar los ojos del rostro de la mujer que enfrentan y mirar sus labios o sus pechos, ese tipo de hombres que siempre parecen estar poseídos por el deseo, aunque apenas haya transcurrido una hora desde que estuvieron en la cama con otra mujer, porque el deseo parece en ellos, más que una contingencia, lo que constituye su esencia y su móvil y no pueden borrarlo de su mirada mientras tengan los ojos abiertos.
—Claro que yo también siento la muerte de Martín —estaba ya diciendo—, aunque, por otro lado, no puedo ocultar que si él estuviera aquí nunca me habría decidido a venir.
Esperó una réplica, mirando sucesivamente a sus dos interlocutores, vestido con unas ropas adecuadas para alguien más joven que él.
—Ni yo le hubiera hecho una oferta ni él hubiera aceptado —añadió al fin, cuando comprendió que nadie iba a responderle.
—¿Una oferta? —preguntó Miranda.
—Los sistemas de seguridad de las trescientas viviendas que van a construir.
—¿Trescientas viviendas? —intervino Muriel—. ¿Quién le ha dicho eso?
—Toda Breda lo está diciendo. Incluso hablan ya de metros cuadrados y número de habitaciones, de calidades, de precios. Más de uno ya está contando sus ahorros y calculando, calculando, calculando, eso que saben hacer tan bien los habitantes de esta ciudad.
—¿Y usted? —preguntó Miranda.
—¿Yo?
—¿Usted también calcula?
Juanito Velasco sonrió y volvió a mirarla a algún lugar entre su pecho y su barbilla.
—Claro que calculo. Por eso he venido aquí.
—¿Y cuál es en concreto su oferta?
—Quiero recuperar el chalet. Quiero que retiren la denuncia y el proceso de embargo que inició Martín.
—¿Y a cambio?
—A cambio les instalaré los sistemas de alarma y seguridad en las viviendas que me digan, sin cobrar otra cosa que el material empleado, hasta compensar toda la deuda. No pido su anulación. Quiero pagar de otra forma, con trabajo y tecnología —dijo en un tono firme y convincente, procurando ignorar la barrera que en aquel despacho los separaba en dos estados no sólo de economía o bienestar (la riqueza y la ruina), sino sobre todo en dos estados morales: el orgulloso frente a quien ha sido humillado—. Por lo que se dice, serán viviendas de lujo. Me atrevo a sugerir que ofrecer como un servicio más la preinstalación de un sistema de seguridad aumentará la calidad y el precio de venta.
Los dos socios se miraron unos instantes, también ellos calculando el riesgo y el beneficio.
—Tendríamos que hacer algunos números y pensarlo. Pero estudiaremos con atención su oferta —dijo Miranda.
—Gracias. Estoy seguro de que los convencerá —respondió sonriendo, acaso un poco sorprendido de la pronta aceptación, de la amabilidad de quienes no tenían ninguna razón especial para ser amables con él. Y quizás hubiera seguido sonriendo y hablando de detectores y decibelios si en ese momento la aparejadora no hubiera llamado de nuevo a la puerta.
—Perdón —dijo—. Hay un hombre que insiste en hablar con los dueños sobre… —no quiso añadir nada más delante de Velasco.
—¿Sobre qué? —inquirió Muriel.
—Sobre Martín.
—¿Otro trato? —preguntó Miranda con ironía.
—No. Dice que es detective privado.
—¿Detective privado? ¿En Breda? —se extrañó—. Dile que pase.
Mientras Alicia iba a buscarlo, Velasco intentó concretar el acuerdo:
—Entonces, les haré un proyecto escrito con los tipos de sistemas de alarmas, número de detectores y conexión a una central, para que elijan una opción. Sobre ella, podríamos acordar tiempos de instalación y presupuestos.
—De acuerdo —aceptó Miranda—. Un proyecto. Pero no se vaya todavía. Podemos seguir con esto en cuanto hablemos con ese detective. No creo que tardemos mucho. Además, usted también conocía a Martín.
—Sí.
—¿Ha tratado alguna vez con un detective privado?
—Nunca.
—¿Y no siente curiosidad?
—Puede ser una experiencia.
—Quédese entonces. Si ese hombre quiere hablar con todos cuantos conocíamos a Martín, con esta visita habrá hecho usted dos trabajos.
—¿Sí?
Cupido empujó la puerta y entró en el despacho donde se había producido aquel silencio con que a menudo lo recibían, hecho menos de curiosidad o expectación que de una instintiva desconfianza y alerta, algo así como el paso atrás de los que esperan en un andén ante la llegada de la locomotora. Creía que iba a encontrar a los dos socios de Ordiales, pero no se sorprendió en exceso al ver a otro hombre, sólo se preguntó quién era, porque su cazadora de cuero, sus zapatos anchos y duros y la barba muy recortada —ese aspecto de quien desea aparentar menos edad de la que realmente tiene— lo hacían incongruente con el despacho.
Percibió cierta ironía en el tono con que la mujer respondía «Adelante», como si estuviera esperando de él que contara algo divertido. Por eso no preguntó nada en los segundos iniciales, se limitó a escuchar las presentaciones y a estrechar las manos —la mano débil, casi retráctil al contacto, de Muriel; la mano de dedos abiertos y un poco inclinada hacia el dorso al saludar, mostrando energía, de Velasco; la mano suave de Miranda— mientras observaba, sólo observaba. La mujer tenía uno de esos rostros que siempre hacen pensar que el bisturí no es ajeno a su aspecto. Era, por decirlo de algún modo, exuberante, aunque sin llegar a esa especie de tumefacto embotamiento que adquieren las caras cuando pasan una segunda o una tercera vez por el quirófano: los labios un poco más gruesos de lo que hubiera sido natural y la nariz demasiado perfecta, con las aletas en exceso pequeñas y cercanas al tabique para alguien que lleva respirando no menos de treinta y cinco años. Un rostro muy acabado, en contraste con la tibia normalidad del resto del cuerpo. Sus formas no destacaban entre los pliegues de la chaqueta del traje claro, y sus rodillas, bajo una falda muy corta, no tenían apenas contorno, se unían casi sin transición al resto de la pierna.
—Creo que podemos tomar algo —dijo dándoles la espalda y acercándose a un mueble de donde extrajo vasos, hielo, una botella de whisky y otra de un licor de almendras.
Cupido vio que, al caminar, sus riñones comenzaban a moverse antes que sus piernas, con ese arqueo femenino que a él tanto le gustaba en las mujeres en las que surgía de un modo espontáneo. El otro socio, Muriel, esperaba en silencio, reservado y tranquilo, y el detective se preguntó si en él se cumpliría aquella afirmación de Horacio de que ningún daño se puede temer de un hombre que ya ha cumplido diez lustros.
Aceptó un whisky mientras escuchaba la primera pregunta de la mujer antes de que él hubiera podido hacer ninguna.
—¿Quién le paga por este trabajo?
Cupido rechazó la tentación de decirle que en realidad era ella, que era su dinero el que se estaba ganando al interrogarla.
—Digamos que quien me paga también lo hace para mantener su nombre en secreto.
—¿Y espera que contestemos a sus preguntas? —intervino de forma un tanto abrupta el hombre alto a quien le habían presentado como Juanito Velasco, con ese diminutivo.
—¿Por qué no? ¿Qué podrían perder? Yo no voy a preguntarles dónde estaban a la hora en que murió Ordiales.
—¿Qué quiere saber? —intervino de pronto Muriel, incómodo en aquel juego de réplicas. Se hubiera dicho que Miranda y Velasco eran los socios, que aquel hombre pequeño y gris que hasta entonces se había mantenido al margen era un comprador aplastado por la hipoteca que hubiera venido a pedir una prórroga.
Cupido giró el rostro hacia él.
—Quiero saber por qué murió Ordiales. No quién lo mató, porque ésa es una pregunta inútil. Si alguno de ustedes lo supiera, ya se lo habría dicho al teniente. ¿Por qué murió Ordiales?
Ésa era siempre la cuestión fundamental para él, que no tenía potestad real para interrogar a nadie sobre su horario, sus movimientos y sus testigos. Para verificar esas cuestiones secundarias de las coartadas estaba el teniente Gallardo. Podría decirse que el trabajo de Cupido empezaba donde terminaba la ley, a partir del momento en que todos los implicados tenían una coartada perfecta. Sólo entonces hablaba él, y con los datos que obtenía en las conversaciones comenzaba a avanzar a golpes de remo en medio de una laguna de aguas turbias, aunque, como los remeros, avanzara de espaldas, sin saber al principio adonde lo iban llevando sus esfuerzos. Por eso tanta importancia tenían después para él sus monólogos, cuando se detenía en mitad de las aguas a reflexionar sobre lo oído, como el marino que bajo un cielo cerrado de nubes, privado del sol y las estrellas, buscara otras señales —oscuras corrientes abisales, el vuelo de un pájaro, la dirección de un banco de peces— para orientarse. Su oficio lo obligaba a los diálogos, sí, pero era en el monólogo donde se sentía cómodo, dejándose arrastrar por los vaivenes de su pensamiento, por las digresiones, por quiebros que a menudo lo llevaban a hallazgos sorprendentes. Ahora había hecho su primera pregunta y esperó la respuesta de cualquiera de los tres que quisiera hablar, dispuesto a escuchar sin necesidad de creer lo que oiría. Una investigación era siempre algo así como enfrentarse a un trilero que engaña los sentidos para simular que la bolita se halla oculta bajo el cubilete del centro, pero su experiencia le advertía que no era cierto, y él tenía que demostrar la supremacía de su reflexión sobre los espejismos de la realidad.
—Nadie puede saberlo —fue Miranda la primera en hablar, ya sin el mínimo rastro de ironía en su voz ni en su rostro, acaso un poco desconcertada porque no era aquélla la pregunta que había esperado oír de alguien que, en una pequeña ciudad provinciana de interior, se hacía llamar detective—. Pero me atrevo a decir que Martín murió por ir muy deprisa.
—Deprisa —repitió Cupido, incitándola a continuar. Hubiera preferido encontrarse con ellos uno a uno, pero también sabía que en aquellos interrogatorios colectivos surgía a menudo una especie de osmosis si tenía la habilidad o la suerte de acertar con el más propicio a hablar, puesto que, luego, todos los demás se inclinaban a aportar su propia versión de los hechos. Tras la declaración del primero, los otros sentían el impulso de corregir o completar, y las palabras comenzaban a resbalar por el tobogán de sus lenguas y saltaban desde los labios al aire, donde él escuchaba y recordaba, sin creer todavía a ninguno. Porque ya era lo suficientemente viejo para saber que pretende lo mismo el que habla que el que calla: desviar la atención, ahuyentar las sospechas.
—Sí. Y no me gustaría que malinterpretara mis palabras. Quiero decir que a mí nunca me ha molestado el exceso de velocidad. Martín había llegado a esta empresa hacía quince años y ya estaba en lo más alto. Se había puesto al frente de toda la actividad, de todos los conflictos con empleados que no rendían lo que se esperaba de ellos, o con clientes con problemas para pagar. Y no me refiero a usted, que ha venido a exponer claramente sus dificultades —dijo dirigiéndose a Velasco—. Me refiero a intentos de engaños o a amenazas. A Martín todos le agradecíamos que estuviera al frente para parar los golpes, nos resultaba muy cómodo tenerlo ahí y era lo que mejor sabía hacer, porque no era un técnico ni un gestor, aunque él creyera que era ambas cosas. Y al final ya ve lo que ha pasado. No se llega tan pronto tan arriba sin ir pisando a adversarios, y alguien pudo revolverse desde el suelo y agarrarlo de los pies para tumbarlo.
—¿Qué tipo de alguien?
—No me atrevería a darle nombres, si es eso lo que está esperando, porque sería hacer acusaciones demasiado graves. Pero yo misma puedo ponerme como ejemplo. Todo el mundo lo sabe. No me llevaba bien con Martín, no coincidíamos en los criterios con que debía funcionar esta empresa. Pero yo no lo maté. Y como yo habrá otros muchos, desde antiguos empleados despedidos hasta clientes que se considerarán engañados porque les haya salido una grieta en un tabique del dormitorio, una gotera en el techo, o porque no les funcione una cisterna. La lista sería interminable. Hay personas que parecen destinadas a tener enemigos como otras lo están a ser queridas y admiradas y felices. Martín no era de estos últimos.
—Y él, ¿era consciente de tanta animadversión? —suavizó la palabra.
—No podía ignorarlo. Puede que uno no se dé cuenta de la gente que te quiere, pero es imposible no advertir a la gente que te odia.
—¿Qué tipo de conflictos tenía usted con él? —le preguntó el detective a Velasco.
—Deudas. Por entonces yo no atravesaba un buen momento, pero lo único que necesitaba era un poco de tiempo. Ordiales no quiso concedérmelo. Discutimos muy fuerte y creo que el hecho de que ocurriera delante de sus albañiles, el hecho de que todos ellos vieran que también a él, con todo su poder y su rigidez laboral, se le podía gritar e insultar fue lo que lo empujó a iniciar el embargo. No soportaba que lo callaran en público. Luego, bueno, me quitó la casa. Ahora estoy aquí para recuperarla, porque con él nunca hubiera venido. Pero eso no quiere decir que tenga nada que ver con su muerte. Hay una gran diferencia entre soñar que muere alguien a quien consideramos dañino y matarlo uno mismo. Martín Ordiales era un adversario duro y difícil, pero en cualquier caso menos duro que tener enfrente a la ley y a una ciudad entera que respeta esa ley. No aceptaré la mínima sugerencia de relacionar mi nombre con su muerte. El negocio al que me dedico me lo impide. No podría llevar con éxito una empresa de sistemas de seguridad contra pequeños delitos si fuera sospechoso de uno mucho más grave —concluyó en un tono que no permitía precisar dónde terminaba la información y dónde comenzaba la amenaza.
Cupido había escuchado en silencio todos sus comentarios. Luego dijo:
—Pero no ha contestado a mi pregunta.
—Su pregunta. Por qué murió Ordiales —recordó—. No lo sé. He visto algunos delitos y he conocido a algunos delincuentes y creo que siempre influye el azar en todo lo que ocurre. Tal vez alguien que estaba robando en la obra y a quien él sorprendió, tal vez alguien cuyos motivos no imaginamos, porque él mismo tampoco había imaginado matarlo cuando apareció allí en ese momento. Yo no sé quién le paga, pero hay mil formas mejores de gastarse ese dinero que contratando a un detective privado para averiguar algo que el teniente podrá averiguar en menos tiempo y con menos esfuerzo.
Con aquel discurso, advirtió Cupido, de nuevo había desviado la dirección de su pregunta. Pero no estaba dispuesto a insistir más ni a entrar en aquella dialéctica un tanto provocadora que Miranda Paraíso escuchaba casi divertida, con esa complacida actitud con que algunas mujeres gustan de presenciar las disputas de los hombres, tan parecida a la del cazador de jabalíes que al ir a comprar un perro pide que enfrenten entre sí a los ejemplares en venta, para observar su valentía, su fortaleza, su resistencia y capacidad de sacrificio.
También Velasco parecía consciente de esa observación y de haber tomado alguna ventaja, como si hubiera dado una dentellada más profunda y estuviera a la espera de que ella le pasara la mano por el lomo. Vestido con aquellas ropas demasiado juveniles para él, sin una alianza en los dedos, daba la sensación de ser uno de esos hombres, no viejos ni jóvenes, que van rodando por el presente sin apenas ataduras, ruidosos, emancipados tanto de la nostalgia como de la esperanza, porque ni en el pasado fueron felices ni aguardan con ilusión el porvenir.
Muriel, en cambio, permanecía callado y serio, quizá temeroso de que le llegara el turno. Cupido lo miró y acaso no hubiera respondido si Miranda y Velasco no lo hubieran imitado, como si estuvieran tan interesados como el detective en conocer su respuesta.
—Ya sé que todo indica que a Martín lo mataron —dijo con una voz casi tan gris y apagada como su aspecto—. Pero yo me niego a admitirlo. ¿Por qué nos resistimos a creer que él se tirara por la terraza y, en cambio, aceptamos que alguien lo empujó, cuando no hay pruebas de la presencia de nadie allí con él? ¿Por qué tiene que parecer más verosímil un asesinato que un suicidio cuando son más frecuentes y numerosos los suicidios que los asesinatos?
—Había encargado unas tarjetas de visita un rato antes.
—Ya sé todo eso. Creemos que conocíamos a Martín, pero no es cierto. Nadie lo conocía bien. Que encargara esas tarjetas no demuestra que dos o tres horas después no se preguntara para qué las había encargado —miró a Cupido y añadió—: No puedo contestar mejor a su pregunta porque no creo que lo matara nadie. Además, siempre cabe una tercera posibilidad: la de un accidente absurdo.
—¿Absurdo?
—Como suelen ser la mayoría de los accidentes.
—¿Con aquel antepecho?
—En esta empresa ya hemos tenido percances de ese tipo —evocó—. Campesinos que dejan la superficie de la tierra donde se sienten seguros al pisar, para subir en algo artificial, construido por el hombre, hasta una altura a la que nunca antes habían subido. Allí arriba se les va la cabeza. Al fin y al cabo, qué otra cosa era Martín sino un campesino.
Había hablado sin dureza, más bien compasivo al pronunciar unas palabras que Cupido hubiera esperado en los labios de Miranda.
—Creo que es usted la única persona en toda Breda que defiende esa teoría.
—No es extraño. A esta ciudad siempre le han atraído las crónicas del mal y la opinión de que lo más fácil y común en la convivencia es hacer daño a los que están cerca. Aquí siempre hemos creído cualquier maldad que un día se le ocurre inventar a alguien aburrido. En cambio, nos resistimos a aceptar que en toda la ciudad haya más de diez personas bondadosas.
Se había levantado de la silla mientras hablaba, como si sintiera pudor de que le vieran el rostro mientras decía aquello, y se había acercado hasta la ventana desde la que podía contemplar la plaza y las calles de Breda.
Cupido comprendió que ninguno de los tres le diría mucho más. No había obtenido de ellos mucha información objetiva sobre Martín Ordiales, pero sí la había obtenido sobre su carácter, y eso era tan importante en su trabajo como la comprobación de las coartadas.